Por Ismael Pérez Vigil, 24/06/2016
La tentación de escribir sobre lo ocurrido con el proceso de validación
es muy grande, pero sería difícil no caer en centrarse en las trapacerías,
violaciones al reglamento y triquiñuelas del CNE y su esfuerzo por proteger al
Gobierno de Nicolás Maduro, impidiendo y obstaculizando el ejercicio de los
derechos políticos y electorales de los venezolanos, que es precisamente lo que
ellos deben proteger y garantizar. Por tanto prefiero hablar de algunos temas
de fondo que surgen de la épica civilista protagonizada por los ciudadanos, que
hemos visto estos días, con el liderazgo de partidos y la actuación de la
sociedad civil, aprovechando para desmitificar estas dos entidades.
Esta semana ha sido aleccionadora en cuanto a la posibilidad de
cooperación entre partidos políticos y sociedad civil, para tareas específicas,
en este caso la organización del proceso de la mal llamada validación de firmas
para autorizar a la MUD a organizar una consulta popular que nos lleve a un
referendo revocatorio del mandato de Nicolás Maduro.
Por eso creo que la forma en que se han organizado y puesto de acuerdo
partidos y organizaciones de la sociedad civil para lograr ese objetivo, nos
debe llevar a hacer algunas reflexiones sobre la relación entre partidos y las
organizaciones de la llamada sociedad civil y como dije, para eso es necesario
despejar algunos mitos, sobre ambos.
Uno de los axiomas políticos de la sociedad contemporánea, que ha
llegado a erigirse en un verdadero mito en las sociedades democráticas, es que
los partidos son indispensables para la democracia. Cierto. Pero cuando hay un
principio valido pretendemos que se haga extensivo a otras cosas; por ejemplo,
ese principio valido, se ha hecho extensivo a lo que los partidos son ahora, en
el sentido de que no son los partidos los indispensables para la democracia,
sino “estos partidos”, los que existen en el momento, con sus formas
organizativas actuales y su forma de hacer política. Por eso ese silogismo no
siempre es cierto. No necesariamente los que están ahora son los indispensables
y sobre todo menos indispensable aun o más iluso pensar que los partidos tienen
que organizarse como están organizados ahora, basados en el centralismo
democrático que inventó Lenin para la Rusia de finales del siglo 19 y principios
del siglo 20. Como si no hubiera corrido mucha agua bajo el puente.
Afortunadamente ese mito ya se puso seriamente en duda en Venezuela, en
1993, cuando Rafael Caldera llegó a la presidencia apoyado en una amalgama de
partidos, totalmente desarticulados, organizados solo electoralmente, y basado
en el prestigio del líder, en la desmoralización política del país y la
búsqueda por parte del pueblo de una solución; búsqueda que no ha concluido. Ni
que decir que ese mito lo siguió siquitrillando Hugo Chávez Frías, quien
prácticamente prescindió por completo de los partidos para gobernar y para
todo.
Pero si no comparto el mito de lo imprescindible de los partidos con
sus formas de organización actual, tampoco comparto su opuesto, que debemos o
podemos prescindir de los partidos, como se pretende al destacar como su
alterno a la sociedad civil, tema al que paso a continuación.
En efecto, el mito de lo prescindible o imprescindible de los partidos,
en los últimos años en Venezuela, va aparejado a otro, el de la fuerza
telúrica, inmanente, de la sociedad civil. Ese mito de la sociedad civil, o
mejor dicho el mito de que la sociedad civil es la que va a resolver los
problemas políticos del país, comenzó a desmoronarse en el mismo momento en que
comenzó a surgir, tan temprano como en 1999, aunque algunos no se han dado
cuenta o no lo han aceptado.
Ya en 1999, cuando se abrió la primera oportunidad y se discriminó a
los partidos políticos para definir una nueva Constitución, en la sociedad
civil no solo no denunciamos esa estratagema de Chávez Frías que lo que
pretendía era eliminar a los partidos, sino que además no fuimos capaces de
ponernos de acuerdo, sino hasta última hora, cuando ya era demasiado tarde,
para llevar una lista común para elegir candidatos a la Asamblea Nacional
Constituyente. Sin embargo, a pesar de que se logró apoyar una lista final
única, nuestro comportamiento durante las frustrantes negociaciones de esa
lista no tuvo nada que “envidiarle” a las prácticas de los partidos que durante
años criticamos; . No fuimos capaces de dejar de lado nuestras diferencias y
apetencias personales, no fuimos capaces de posponer o al menos mostrar
claramente nuestras agendas particulares. No teníamos el “dedo” del Secretario
General para escoger a los candidatos, pero surtían y surten el mismo efecto
otros dedos de algunas personalidades.
Y así, nuestras diferencias y disputas internas, que terminaron por
fracturarnos, no se diferenciaron en nada de las que durante años presenciamos
en los partidos. Allí aprendimos, o debimos aprender, que nuestras
organizaciones de la sociedad civil, tan eficientes en áreas específicas, no
están ni remotamente diseñadas para tomar el poder, sino apenas para proponer,
influir, modelar y sembrar ideas en la mente de los demás ciudadanos.
Soy militante y defensor de la sociedad civil, pero forzoso es
reconocer que estos “movimientos”, espontáneos, eficaces en movilizar, que
hemos visto durante los últimos años, hasta cierto punto, son movimientos
básicamente de ideas, no destinados a tomar el poder –el poder político, el
poder del Estado– y de allí la frustración, el fracaso, esa incapacidad de
producir una alternativa coherente, a pesar del cierto poder de movilización.
Estos movimientos ciudadanos, aunque muy concientizados, producto de intensos y
largos debates políticos, de una muy activa participación, de un fuerte
gregarismo social y resistencia contra el poder del Estado, están muy claros en
sus aspiraciones y en lo que rechazan, pero no pueden entrar en negociación porque
no aceptan que alguien esté en capacidad de negociar en nombre de ellos.
El mito de la supremacía de la sociedad civil va asociado al de la
política como algo éticamente despreciable y con una variante peligrosa en los
últimos tiempos: prescindamos de los políticos, de los partidos; por ejemplo,
somos independientes, no dejemos que saquen sus banderas y sus consignas en
marchas y manifestaciones, no queremos contaminarnos ni volver al pasado, etc.
Esa conclusión es tan equivocada como la de los partidos de creer que ellos por
ser imprescindibles no deben cambiar, no deben democratizarse, no deben superar
ciertas prácticas. Ambos extremos están errados y desconocen la urgencia y
solicitud de cambio a que aspiran los ciudadanos.
Lo dicho otras veces, se impone entonces un nuevo pacto político entre
ciudadanos y partidos, que parta de aceptar las especificidades, capacidades y
aspiraciones de cada uno. Hemos venido posponiendo eso durante años y ya va
siendo hora de que asumamos la tarea seriamente.
La experiencia, exitosa, de esta semana con el proceso de validación
puede ser un inicio importante de esta nueva relación, donde ambos salimos
fortalecidos, unidos, con logros compartidos y propósitos comunes.
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