Por Ibsen
Martínez
El obsequio protocolar
favorito de Hugo Chávez era una réplica de la llamada “espada de Bolívar”, una
joya de oro, diamantes y rubíes, idéntica a la que el Congreso Constituyente
del Perú ofrendó a Simón Bolívar en 1826, después de Ayacucho, la batalla que
puso fin al dominio español en Suramérica.
Junto con la espada, y a
instancias del Congreso, el Ayuntamiento de Lima obsequió a Bolívar un millón
de pesos que, por entones, equivalían a un millón de dólares. La espada y el
millón de pesos condensaban la clara intención de lisonjear al jefe de un
ejército de ocupación que nadie había invitado a liberar al Perú del yugo
español.
Bolívar aceptó halagadísimo
la espada y los títulos que venían con ella, pero rehusó la plata. El
Libertador había hecho solemne promesa de que, una vez ganada la libertad del
Perú, volvería a Colombia “con mis hermanos de armas, sin tomar un grano de
arena del Perú”. Pero a comienzos de 1825, dos meses después de la derrota
definitiva del imperio español en América, Bolívar no lucía dispuesto a
marcharse.
Los congresistas peruanos
dieron muestra de donosa obstinación y volvieron a la carga sugiriendo a
Bolívar “destinar dicho millón a obras de beneficencia a favor del dichoso
pueblo [Caracas] que le vio nacer”. Bolívar respondió, molesto: “Sea cual sea
la tenacidad del Congreso Constituyente, no habrá poder humano que me obligue a
aceptar un don que [a] mi conciencia repugna”. Los congresistas se declararon
entonces resueltos a no dejarse vencer en “la hermosa contienda” y, motu proprio,
destinaron directamente el millón “al pueblo que vio nacer” al Libertador.
Todo indica que Bolívar
consideró que una nueva repulsa de su parte podría interpretarse como
descortesía y dio las gracias. “De este rasgo de urbanidad –escribe con sorna
el escritor venezolano Ramón Díaz Sánchez – el Ayuntamiento caraqueño dedujo
tener derechos particulares sobre el millón”.
Más de veinte años después
de la muerte de Bolívar, ya en la década de 1850, un político liberal, muy
despabilado, llamado Antonio Leocadio Guzmán, se lanzó a una personal “campaña
del Sur” para recuperar para el Ayuntamiento caraqueño el dinero que Bolívar
había desdeñado en el Perú, país que, por entonces, vivía el boom del guano.
Las autoridades de Lima
hicieron ver muy cortésmente a Guzmán que el Libertador había renunciado
inequívocamente al milloncejo. Pero Guzmán guardaba tecnicismos legales bajo la
manga.
Acosado por el educador
inglés Joseph Lancaster, acreedor de la naciente Gran Colombia, y a quien se
había contratado como asesor de instrucción pública, Bolívar había ordenado
pagar los honorarios del consejero –unos 20.000 pesos– con cargo al millón del
Perú.
Luego –argumentaba Guzmán–
Bolívar había dispuesto del dinero, señal de que lo había aceptado y hecho
suyo. Sus muchos herederos, que habían designado a Guzmán como apoderado
universal, tenían, pues, derechos sobre el millón de pesos.
Mucha gente en Lima se
alegró de que el millón de Simón Bolívar no se hubiese esfumado del todo y
fuese todavía cosa tangible y repartible. Es fama que, antes de regresar a
Venezuela, su gran amigo, el presidente del Perú, José Rufino Echenique,
adelantó gustosamente a Guzmán bonos de la deuda pública peruana, con cargo a
la factura de guano, un commodity entonces tan valioso que ríete del
crudo liviano saudita.
Los dineros se fueron
quedando en el camino –¡demasiados peajes, demasiados Echeniques!–, pero, con
todo, el hábil Guzmán obtuvo una comisión que no fue precisamente calderilla.
Aunque tarde e incompleto,
el millón de Bolívar llegó a Caracas, tal como desearon los agradecidos
constituyentes peruanos en 1825.
05-08-16
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