HENRY VARGAS HOLGUÍN 06 de agosto de 2016
Antes
que todo, tres textos introductorios: 1.- “Bendecid a los que os maldigan,
rogad por los que os maltraten” (Lc 6, 28) 2.- “Bendecid a los que os
persiguen, no maldigáis” (Rm 12, 14). 3.-“Finalmente, tengan todos un mismo
sentir, compartan las preocupaciones de los demás con amor fraterno, sean
compasivos y humildes. No devuelvan mal por mal ni insulto por insulto; más
bien bendigan, pues para esto han sido llamados; y de este modo recibirán la
bendición” (1 P 3, 8-9).
Dicho
lo anterior, ya intuimos que no maldecir es prácticamente una orden. En
el Sermón del Montaña, Jesús se refirió a la prohibición de maldecir: “Pues yo
os digo: Amad a vuestros enemigos y rogad por los que os persigan, para que
seáis hijos de vuestro Padre celestial,…” (Mt 5, 44-45).
Alguien
se preguntará: “¿Pero qué pretende Jesucristo al decir esto? ¿Qué ame a mis
enemigos, a quien me maltrata, a quien busca mi mal?” Pues sí, aunque suene
absurdo a la lógica humana, esto es lo que nos pide Jesús. Es más, si cumplimos
su voluntad es lo que nos identifica como hijos del Padre Celestial; es lo que
nos hace sus hijos, es lo que me invita a reconocer en el otro a un hermano.
La
fraternidad no es una condición impuesta de arriba, es algo que construimos
nosotros día a día, aun entre desconocidos, si en realidad somos cristianos.
Para ser hijos de Dios, de hecho y no de nombre, ya sabemos qué hacer.
Las
cosas se tienen que hacer como Cristo, el Hijo de Dios, nos ha enseñado con su
ejemplo para ser hijos de nuestro Padre celestial. Ser hijo de Dios no es sólo
tener un certificado de bautismo entre el bolsillo, es vivir como tal. Si digo
que soy hijo de Dios, me tengo que comportar de acuerdo a lo que soy, es de ley
natural establecida por Dios. No puede ser de otra manera, las leyes naturales
no pueden ser violadas, así de sencillo.
Nosotros
tenemos que conocer quién es nuestro Padre para saber comportarnos como sus
hijos, en el Hijo. Ahora bien, nosotros los bautizados somos seres
espirituales, somos personas llamadas a la conversión, a identificarnos cada
vez más y mejor con la Palabra y la voluntad divinas, a ser lo que somos
‘imagen y semejanza de Dios’ (Gn 1, 26-27).
De
manera pues que el bautizado se tendrá que comportar como hace Dios
Padre que bendice indiscriminadamente pues “hace salir su sol sobre malos y
buenos, y llover sobre justos e injustos” (Mt 5, 45). Somos bendecidos
abundantemente por Dios para ser, única y exclusivamente, una bendición para
todos.
Por
tanto, todas las características y los atributos de nuestro Padre Dios son, o
tienen que ser, características y atributos que debemos tener nosotros en la
medida que nos corresponde y demostrar. Y si Jesucristo se ha mostrado
misericordioso y amoroso para con sus enemigos, nosotros no podemos ser menos,
tenemos que comportarnos de la misma manera.
Alguien
más se preguntará: “¿Pero es posible amar a mis enemigos? ¿Es posible bendecir
a los que nos maldigan o persiguen?” Pues es posible aunque no sea fácil; y no
es fácil porque normalmente tendemos a reaccionar en línea con las actitudes de
los demás. Dicen que por toda acción hay una reacción; y si hay una acción de
agresión hacia nuestra persona pues es lógico, ‘humanamente hablando’, que la
primera tentación (y ya sabemos quién es el tentador) sea de agresión también.
Pero
Jesús trajo una nueva ley a su pueblo, una ley que es más exigente que la ley
anterior dada por Moisés. La ley de Jesús, aunque sea difícil de cumplir, es
muy posible cumplirla pues, en Él, somos nuevas criaturas de Dios, somos una
nueva creación, las cosas viejas pasaron, todas son hechas nuevas (2 Cor 5,
17).
Por
otra parte el cristiano, que quiere seguir a Jesús tiene que cumplir con lo que
Él dice. Jesús dijo: “Quien quiera seguirme niéguese a sí mismo” (Mc 8, 34). No
podemos seguir a Jesús si no nos negamos, si somos esclavos de unos instintos,
si nos aferrarnos a una lógica humana que invita a seguir la ley caduca del
talión.
Tenemos
pues que actuar según las condiciones o indicaciones de nuestro guía. ¿Qué
condiciones? Recordemos, entre otras: Amar a los enemigos, bendecir a los que
te maldicen, hacer el bien a los que te aborrecen y orar por los que te
ultrajan y persiguen.
Si un
cristiano responde a estos requerimientos de Jesús, entre los tantos que Él nos
propone, para con quien se tiene algún problema significa que es hijo de Dios y
discípulo de Cristo. Pero si no las manifiesta significa que todavía no ha
nacido a esa nueva vida en Cristo.
Nadie,
absolutamente nadie -mucho menos un sacerdote-, debe maldecir. Quien maldice se
hace instrumento del maligno. Y maldecir no es decir mal o
hablar mal de alguien, que es pecado; es condenar a alguien o a alguna cosa a
la destrucción. Maldecir, según el diccionario, es pedir y desear que
le ocurra un mal a alguien, que le vaya mal a alguien, etc. Y en este
sentido maldecir también es pecado, y aun más grave.
La
sagrada escritura, tanto en el Antiguo Testamento como en el nuevo, rechaza la
acción de maldecir. Y hay que tener cuidado pues maldecir afecta más a quien
profiere la maldición. Maldecir es como escupir hacia arriba. El primer
perjudicado del mal es quien lo comete.
El
maldecir es más propio de los incrédulos (Rm 3, 14), no de los creyentes. Maldecir
es el fruto de un corazón lejano de Dios. No existe justificación alguna,
aunque se pueda tener toda la razón del mundo, para que un creyente
profiera maldiciones.
Santiago
lo puso muy bien en su carta: “Con ella (con la lengua) bendecimos a nuestro
Señor y Padre y con ella maldecimos a los hombres, hechos a imagen de Dios. De
la misma boca salen la bendición y la maldición. Hermanos, esto no puede ser
así. ¿Es que puede brotar de la misma fuente agua dulce y agua amarga? La
higuera no puede producir aceitunas ni la vid higos, y lo salobre no dará agua
dulce.” (St 3, 9-12).
La
cosa es pues clara y sencilla. Así como una fuente no puede dar agua dulce y
agua salada a la vez, así tampoco un creyente puede bendecir a Dios y luego
maldecir al prójimo. Cuando un cristiano tiene a Dios en su mente y en su
corazón y se alimenta de Dios en la comunión y medita su palabra noche y día
será imposible que de su boca salgan maldiciones, porque de la abundancia del
corazón habla la boca (Mt 12,34).
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