Jorge Gómez Arismendi 12 de marzo de 2017
A
inicios de los años noventa, tal como Camilo Escalona me dijo en una
conversación que quizás él no recuerda, a las izquierdas del mundo se les
cayeron las grandes catedrales. La feligresía socialista quedó en la
desolación. Sin embargo, esa especie de orfandad y pérdida de fe no fue igual
para todos. El Partido Socialista ya había iniciado años atrás su proceso de
renovación, tal como el propio Jorge Arrate me relató alguna vez en una
entrevista, cuando primero abrazaron la democracia en contraste a la dictadura
proletaria y luego el libre mercado en contraste a la economía centralmente
planificada. En Chile, después del retorno a la democracia, una parte importante
de la centro izquierda chilena dejó de mirar a los socialismos reales como
referentes a seguir, para gobernar inspirándose en la socialdemocracia europea
que gobernaba en el marco institucional y económico liberal. Otra parte asumía
una posición monacal y devota ―confundida con consecuencia― que se negaba a
asumir la muerte de dios, el fracaso estrepitoso del comunismo, sumiéndose en
el ostracismo, bajo el eufemismo de lo extraparlamentario y lo testimonial.
Sin
embargo, el pragmatismo razonable de los renovados en el poder no impidió
mantener en ellos una disimulada afinidad con la fidelidad dogmática de la
izquierda “testimonial” con regímenes como la RDA o Cuba. El mutismo frente a
las dictaduras socialistas se convirtió en el consenso implícito de la
izquierda durante los gobiernos de la Concertación. Quienes se atrevían a
romper ese mutismo esbozando alguna crítica o demandando mayores libertades
políticas eran considerados como viles traidores, mercenarios o a lo menos
alienados. Muchos intelectuales latinoamericanos, como Octavio Paz, perdieron
el beneplácito de la nomenclatura intelectual siendo tachados de reaccionarios
debido a sus críticas, como cuando el poeta mexicano dijo que el régimen cubano
era tan perverso como la dictadura de Pinochet. Paz era coherente y decía: “Si
uno critica a una dictadura, también tiene que criticar a todas las
dictaduras”.
Días
atrás, a propósito del affaire Aylwin-La Habana, mientras el presidente del PC,
Guillermo Teillier, seguía manteniendo ese consenso diciendo que Cuba no es una
dictadura, Alberto Mayol, el sociólogo crítico del llamado modelo neoliberal,
en una entrevista decía que el régimen cubano sí era dictatorial. Uno de los
precandidatos del Frente Amplio, los mismos que consideran como derecha a la Nueva Mayoría y el PC,
estaba contraviniendo el consentimiento que por años la izquierda chilena,
incluida la socialdemócrata, había mantenido a punta de eufemismos frente a los
arquetipos de regímenes socialistas.
No
tengo porque dudar de la sinceridad de la crítica a la dictadura socialista en
Cuba que ha hecho Alberto Mayol. Sin embargo, creo que responde más bien a una
estética y no necesariamente ética.
Quien
refleja mucho mejor esa especie de dualidad es el propio diputado Boric, quien
tiempo atrás, durante una sesión del Congreso a propósito de la caída del Muro
de Berlín, dijo tajante que la RDA era una dictadura. Exhortó a las izquierdas
a desembarazarse de las tiranías pues «ahí no se construyó el modelo que
queremos para nuestros países». Sin embargo, luego de rechazar el autoritarismo
y enaltecer la libertad y la igualdad, apeló a la lucha de clases como una
situación objetiva e instó a tomar posición en esa reyerta.
Claramente
la visión que tiene el diputado, aunque aparentemente crítica del socialismo
autoritario, es la misma que tenían los que hace más de 50 años gobiernan como
partido único en Cuba, los que tienen a Venezuela en la miseria y es la misma
que tenían los que construyeron el Muro de Berlín bajo la excusa de evitar el
fascismo. Pero para el diputado Boric las brutalidades cometidas durante el
totalitarismo comunista, en los diversos lugares donde se ha implantado, serían
errores, desviaciones, pero en ningún caso serían producto del ideal que él
abraza y cuyo fundamento es el odio de clases.
El camino al infierno está plagado de
buenas intenciones.
El
problema central de todo esto es que los nuevos cultores y promotores del
socialismo en Chile, aunque se muestran a favor de la democracia, parecen
desconocer que los objetivos que se trazan ―en favor de instaurar la justicia
social y acabar con las desigualdades― son los que llevan inevitablemente al
camino que lleva a una dictadura socialista o comunista. El propio diputado
Boric dedicó en twitter sus respetos al fallecido Fidel Castro, lo que Rafael
Gumucio muy bien definió como izquierdismo estético. Que mejor ejemplo de aquel
izquierdismo que los estudiantes de la Universidad Católica que en sus cánticos
naíf dicen ser hijos del Che, Fidel y Chávez, porque prefieren «las rimas a los
hechos» tal como decía el escritor al criticar al diputado Boric. ¿Acaso no han
mirado Venezuela y su socialismo del siglo XXI? De ese desastre ya no hablan
muchos de los que hasta hace poco rendían pleitesía al modelo bolivariano. Es
probable que muchos digan que no es ese tipo de socialismo lo que quieren para
Chile sino algo al estilo escandinavo. Pero lo cierto es que en Escandinavia
hay democracias liberales, muy capitalistas, con seguridad social. No hay
socialismo en términos estrictos, menos al modo cubano o de la RDA.
Si
aceptamos el maniqueísmo retórico imperante en Chile, de hablar de modelos
políticos y económicos como si fueran camisas a cambiar, entonces surge la duda
¿Cuál es el tipo de régimen que proponen los miembros del Frente Amplio? ¿Una
socialdemocracia capitalista al estilo escandinavo? ¿Un capitalismo al estilo
suizo? ¿Una economía social de mercado a la alemana? ¿Una economía capitalista
sin libertad política como China? ¿Un rentismo mono productor a la venezolana?
¿Hacia dónde están mirando? Más importante ¿Cómo pretender llegar a ello?
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