Por Gustavo J.
Villasmil-Prieto
“Solo desde dentro de nosotros
mismos […] podrá emerger el antídoto que, curando nuestras lacras e insuficiencias,
nos dignifique y nos haga volver a ser lo que alguna vez fuimos”.
Rafael Muci-Mendoza, médico y
académico
Aquel breve paso por la muy
prestigiosa Universidad Hebrea de Jerusalem me dejó entre otros recuerdos el de
la fugaz visita a la clase del profesor Avishai Margalit, pensador clave en la
comprensión del drama de estos tiempos ruinosos.
Uno de los grandes de la
filosofía moral contemporánea, Margalit postula como su tesis fundamental la
idea de la “sociedad decente”: una sociedad que no admite que el poder inflija
humillación alguna a sus miembros.
La constatación cotidiana de
la precariedad de la atención médica que recibe el venezolano enfermo pone de
manifiesto más allá de toda duda la profunda enfermedad moral de una sociedad
que necesita recuperar la decencia como elemento fundamental para la
reconstrucción de un pacto social estable; un pacto que recoja y exprese lo que
Venezuela debe aspirar ser: una comunidad de destino en la que quepan las
visiones, aspiraciones y proyectos de vida de las grandes mayorías.
Veintiséis textos
constitucionales ha conocido Venezuela a lo largo de su vida republicana, los
tres últimos consagrando a la asistencia médica como derecho fundamental.
Derecho este sin materialidad
alguna en la Venezuela de hoy, flatus vocis en boca de elementos de
la nomenklatura del régimen chavista para quienes la tragedia
sanitaria venezolana se ve a la distancia, sabiéndose ellos mismos a salvo de
sus deficiencias y penurias: ¿o es que acaso alguien ha visto a ministro, magistrado
o general en con la mamá en “El Pescozón” o el “Vargas”, la esposa de parto en
la “Concepción Palacios” o el bebé con fiebre en el “Jota Eme”?.
El derecho a la asistencia
médica es ciertamente un derecho fundamental, pero al mismo tiempo un derecho
prestacional.
Su materialización supone la
intermediación de administraciones competentes que organicen la dispensación de
los servicios contemplados en una cesta a ofrecer al ciudadano velando por su
calidad, su accesibilidad y su consistencia.
La organización
público-sanitaria venezolana centralizada en el Ministerio Popular para la
Salud dista mucho de ser tal cosa. Aunada a la reconocida incapacidad técnica
del gobierno sanitario venezolano y a la propagación en su seno de todas las
prácticas corruptas imaginables surge la pérdida de atributos mínimamente
exigibles en la atención a la salud.
Es el gobierno sanitario de la
ineptitud, de los estándares de atención médica inaceptables en cualquier país
del mundo, de la violencia institucional contra el enfermo -débil entre los
débiles- expresada en el consabido “no hay” que se anuncia en improvisados
carteles expuestos a las puertas de nuestros hospitales públicos; es el
gobierno que mira impasible el drama de la enfermedad y del sufrimiento que
acarrea a quien la sufre.
Nada más indecente que la
imagen de un venezolano tendido sobre el colchón podrido de una cama de
hospital público alrededor de la cual se congrega una sufrida familia en la que
hermanos, hijos y compañeros de vida exprimen hasta el dolor sus escasos medios
en el heroico esfuerzo colectivo de proveer al ser querido enfermo de
medicamentos e insumos médicos ante la mirada indiferente del poder en la
llamada “revolución bonita”.
La construcción de una sanidad
pública para una sociedad decente puede y debe constituirse en una política de
convergencia que convoque voluntades en el seno de la dividida sociedad
venezolana.
Política traducida en
expresiones concretas – programáticas, organizacionales- que garanticen al
venezolano el acceso a servicios de atención médica a la altura de sus
necesidades, sea quien sea, vote por quien vote. Habrá quien nos señale como
promotores de una institucionalidad con pretensiones moralizantes, por lo que
asumimos desde ya tal crítica.
Pero aquí no estamos para convocatorias
de mesas de tecnócratas sino para abordar una impostergable reflexión que
indague en el alma de una sociedad moralmente enferma; sociedad que vio morir
en el fuego, en plena Semana Santa, a 68 venezolanos bajo custodia del estado,
que aún contempla por las redes sociales el éxodo sin precedentes de miles de
compatriotas atormentados por la miseria cruzando el puente de San Antonio a
Cúcuta o la frontera en Boa Vista en busca de pan y de cobijo, que asistió y
asiste impávida al drama de familias enteras buscando qué comer entre basuras o
que apenas recién se enteró de que de cada tres admitidos a un hospital
público, uno egresa por la puerta de la morgue.
Es la sociedad venezolana
pues, sus élites intelectuales, empresariales y políticas, sus organizaciones
intermedias, sus medios de comunicación, etc. los que están emplazados: ¿qué
sanidad pública queremos?, ¿qué estamos dispuestos a sacrificar para tenerla?
¿O es que seguimos creyendo en “almuerzos gratis” a estas alturas? ¿A quiénes
hemos de sacar de su “zona de confort” para hacerla posible? ¿O seguimos
creyendo también en que se puede “tocar el santo pero no la limosna” cuando de
lo que se trata es de reconstruir un país devastado?
No queremos más consultorías
expertas ni sesudos “white papers” escritos desde
confortables “think tanks”basados quién sabe dónde.
En casi 20 años de chavismo,
creo que los hemos leído todos. Porque nuestro problema más esencial no es
técnico; ni siquiera es político: es ético. Y su solución pasa por que esta
sociedad decida si está dispuesta a seguir admitiendo, por ejemplo, que un
venezolano tenga la atención médica que pueda pagar y no la que necesite.
La remoralización de la vida
en Venezuela pasa entonces por la dolorosa exéresis –cito aquí a mi maestro- de
nuestras lacras nacionales, prerrequisito este para la reconstrucción de un
país éticamente anémico que necesita volver a enarbolar la limpia y sencilla
bandera de la decencia social.
07-04-18
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