Félix Palazzi 07 de julio de 2018
En la
Bula Misericordiae Vultus
para
la convocatoria del Jubileo de la Misericordia, el Papa Francisco
define a la misericordia como “la ley fundamental que habita en el corazón de
cada persona cuando mira con ojos sinceros al hermano que
encuentra en el camino de la vida”. ¿Qué significa esta invitación a “mirarnos
—los unos a los otros— con ojos sinceros”?
“Mirar”
implica mucho más que “ver”. Mirar es ver intencionalmente algo o alguien. Se
pueden ver muchas cosas, como normalmente hacemos, pero
cuando miramos algo o alguien es porque queremos fijar nuestra
atención o captar mejor los detalles. Cuando miramos la realidad, ella adquiere
nuevos colores, significados e importancia. En medio de la agitación cotidiana,
se hace siempre necesario detener nuestra mirada porque, de lo contrario,
veremos mucho pero no seremos capaces de captar lo que realmente sucede en
nosotros y en nuestro entorno.
Hemos
de admitir que muchas veces nuestras miradas no son sinceras. En ocasiones no
vemos lo que no queremos. Como dice el dicho: “no hay peor ciego que el que no
quiere ver”. De ahí la necesidad de mirar sinceramente, de mirar a
la realidad tal y como ella es, y dejarnos cuestionar o interpelar por ella.
Esa realidad que, muchas veces, aparece como incómoda y nos desconcierta o
provoca. Pero para lograr esto, es necesario desarrollar la capacidad de
mirarnos sinceramente los unos a los otros, discernir los modos como nos relacionamos
y superar los prejuicios que nos separan. Como recuerda Francisco en la
Exhortación Apostólica Evangelii Gaudium:
“El
ideal cristiano siempre invitará a superar la sospecha, la desconfianza
permanente, el temor a ser invadidos, las actitudes defensivas que nos impone
el mundo actual. Muchos tratan de escapar de los demás hacia la privacidad
cómoda o hacia el reducido círculo de los más íntimos, y renuncian al realismo
de la dimensión social del Evangelio. Porque, así como algunos quisieran un
Cristo puramente espiritual, sin carne y sin cruz, también se pretenden
relaciones interpersonales sólo mediadas por aparatos sofisticados, por
pantallas y sistemas que se puedan encender y apagar a voluntad. Mientras
tanto, el Evangelio nos invita siempre a correr el riesgo del encuentro
con el rostro del otro, con su presencia física que interpela, con su dolor y
sus reclamos, con su alegría que contagia en un constante cuerpo a cuerpo”
(EG 88).
Se
trata, pues, de ir desarrollando en cada uno de nosotros “una mirada sincera
que brote del encuentro con el otro”, del compartir sus dolencias e historias
de vida. Esta invitación se nos hace en este tiempo llamado “Jubileo
extraordinario de la Misericordia”. En esta frase aparecen dos palabras que
pueden ser extrañas para nosotros y nuestro tiempo. Primero, se trata de un
tiempo de “jubileo”. Segundo, en este tiempo celebraremos la “misericordia”.
Reflexionemos brevemente sobre estas dos palabras.
La
primera palabra, “jubileo”, nos es extraña porque hemos perdido su significado.
Lo hemos espiritualizado tanto que parece una práctica arcaica, esotérica o
simplemente piadosa. A Israel también le pareció una práctica difícil. La
celebración del jubileo obligada al pueblo de Israel a dejar descansar la
tierra y liberar a los esclavos cada 7 años. Esto se llamó el año sabático.
Pero con el paso del tiempo, la ley sacerdotal expandió esta práctica a cada 50
años. A este tiempo se le llamó el año jubilar. La Iglesia católica lo ha
fijado en cada 25 años, a excepción de los jubileos extraordinarios, como este.
La finalidad del actual Jubileo es expuesta por Francisco con gran hermosura en
la propia Bula:
“En
este Jubileo la Iglesia será llamada a curar aún más estas heridas, a
aliviarlas con el óleo de la consolación, a vendarlas con la misericordia y a
curarlas con la solidaridad y la debida atención. No caigamos en la
indiferencia que humilla, en la habitualidad que anestesia el ánimo e impide
descubrir la novedad, en el cinismo que destruye. Abramos nuestros ojos para mirar
las miserias del mundo, las heridas de tantos hermanos y hermanas privados de
la dignidad, y sintámonos provocados a escuchar su grito de auxilio”
(Bula Misericordiae Vultus, n.15).
La
segunda palabra que queremos mencionar es “misericordia”. Al referirnos a la
misericordia son mucho más complejos los equívocos. La misericordia suele
confundirse con la lástima al necesitado o a quien se encuentra en situación de
pena. También suele entenderse como aquel quien, desde una situación de
supremacía moral o de poder, condona o se solidariza con alguien a quien
considera en una situación inferior o de minusvalía moral. Para nosotros,
pensar la misericordia es fundamental porque si tenemos que ser sinceros, la
misericordia es lo central de la fe cristiana, ya que:
“la
misericordia de Dios no es una idea abstracta, sino una realidad concreta con
la cual Dios revela su amor, que es como el de un padre o una madre que se
conmueven en lo más profundo de sus entrañas por el propio hijo. Vale decir que
se trata realmente de un amor “visceral”. Proviene desde lo
más íntimo como unsentimiento profundo, natural, hecho de ternura y compasión,
de indulgencia y de perdón” (Bula Misericordiae Vultus, n.6).
La
misericordia es, pues, mucho más que una lista de acciones que hay que cumplir
para ser realmente misericordiosos (obras corporales y espirituales de
misericordia). Se hace urgente, tal vez hoy más que nunca, meditar desde
una mirada sincera algunos criterios que nos ayuden a entender la
relación existencial de la misericordia en nuestras vidas. En especial en un
año jubilar.
Si el
jubileo nos recuerda a la justicia, como reza la oración que hacen los Papas al
abrir las puertas santas: “Ábranse las puertas de la justicia, entrando por
ellas encontraré al Señor”; este jubileo extraordinario nos convoca en torno a
la misericordia. Y es que la misericordia y la justicia son hoy, sin lugar a
dudas, signos de los tiempos en una realidad cada vez más injusta y desigual,
cada vez más fragmentada y excluyente. Donde la respuesta de muchos ante la
realidad pareciera ser la indolencia y la indiferencia al otro, antes que la
compasión.
¿Cómo, entonces, vivir, como cristianos comunes,
esta compleja relación entre la justicia y la misericordia en medio de nuestra
sociedad tan fragmentada? ¿cómo “mirar sinceramente” nuestras vidas e historias
personales desde la misericordia y la justicia? Quisiéramos ofrecer algunos
criterios de discernimiento.
El primer
criterio es descubrir que “quien realmente ha sido tocado por la
misericordia se hace misericordioso”. La misericordia no se trata de un
voluntarismo o una lista de acciones que han de cumplirse cabalmente para poder
ser misericordioso. Se es misericordioso cuando se experimenta en la propia
existencia la misericordia. Vivir misericordiosamente tiene sentido y
profundidad cuando se descubre a un Dios misericordioso. No somos
misericordiosos con los demás para que Dios sea un día misericordioso conmigo.
Valoramos la misericordia porque Dios es misericordioso con nosotros. Quien ha
sido tocado por la entrañable misericordia de Dios se hace misericordioso en su
existencia.
Un día
san Anselmo trataba de explicar a sus fieles por qué Dios había descansado al
séptimo día. San Anselmo recordaba que Dios había creado el sol y las estrellas
y no descansó, que había creado el cielo y los mares y no descansó. Sin
embargo, cuando creó al hombre y a la mujer sí descansó, porque encontró a
alguien a quien amar y perdonar. Esto expresa la íntima relación de Dios con el
hombre y la mujer. Esto nos revela como la misericordia en Dios es un vínculo
tan fuerte como el de una madre como el de un hijo. No hay ninguna ofensa que
pueda romper este vínculo de Dios con todos los seres humanos. Mirar este
vínculo y abrirse a él, es lo que permite vivir misericordiosamente y proclamar
el anuncio alegre del perdón. No somos misericordiosos porque somos más
poderosos, más perfectos o santos. Somos misericordiosos cuando hemos
experimentado primero esta misericordia. Esto nos lleva a nuestro segundo
criterio de discernimiento.
En la
Carta Encíclica Laudato Si, el Papa Francisco insiste, en repetidas
veces y usando diversas expresiones, que “estamos todos unidos”. Esta
insistencia es necesaria si entendemos que hoy más que nunca se nos impone
pensar en un presente común y compartido. Que en todos los ámbitos “todos
estamos relacionados de alguna u otra forma”. Para exponerlo en alguna forma
más clara conviene recordar aquella anécdota judía del rabí que preguntaba a
sus discípulos:
“¿cuándo
llegaremos distinguir la luz de la oscuridad?” Y uno de sus discípulos le
respondió: “cuando podamos distinguir entre una cabra y un asno”. “No”,
contestó el rabí. A lo que otro discípulo respondió: “cuando podamos distinguir
entre una planta de higos y otra de palma”. “No”, contestó de nuevo el rabí.
Esto causó la incomodidad de sus alumnos, quienes dijeron: “dinos entonces la
respuesta”. Y el rabí respondió: “No, hasta tanto podamos distinguir en el
rostro de cada hombre y de cada mujer a mi hermano y mi hermana. Sólo así puedo
ver la luz, mientras tanto todo es oscuridad”.
Lograr
mirar en la claridad es lograr mirar en el otro a alguien que está
profundamente vinculado a mi, porque, como recuerda Francisco: “Dios, en
Cristo, no redime solamente la persona individual, sino también las
relaciones sociales entre los hombres” (Evangelii
Gaudium 178).
Si
vivo, pues, mi realidad personal desde la misericordia, entonces entiendo que
no puedo excluir a nadie y que la única forma de ser fiel a mi verdadera
existencia es colocarme al servicio de los demás. Un servicio que
no es una buena acción que debo realizar para ganarme un premio o sentirme
mejor con el mundo y los demás. Es un servicio que ha de brotar de nuestra
propia manera de vivir porque no tenemos otra forma de vivir sino sirviendo al
otro como a nuestro hermano.
Vivir
una existencia en y desde el servicio implica reconocer esta comunión fraterna
entre todos y con todo. Un vínculo que se extiende incluso a todo lo creado. El
servicio desde la misericordia borra la barrera entre el que sirve y quien
recibe nuestro servicio. Desde la misericordia el servicio se convierte en
un gusto común, lo cual se traduce en disfrutar del estar juntos y
compartir el tiempo, y reconocernos necesitados los unos de los otros.
Pero
también, hoy más que nunca y en diferentes formas, se expresa esta necesidad de
cuidado y servicio a lo creado, porque lo palpable de la unidad que nos vincula
humanamente también compromete el futuro de las generaciones humanas.
[Podríamos preguntarnos qué hacer. Nuestra avanzada edad, mi poca participación
social, la incapacidad de organizarnos etc Un inicio es mirar este vínculo con
lo creado y hacer un uso razonable y un consumo adecuado de los recursos que
nos han sido asignados].
Un
tercer y último criterio, para concluir, es que la misericordia
tiene que ver la con justicia. Ser misericordiosos implica ser justos. Y ser
justos significa restablecer los vínculos de unidad fraterna perdidos en los
espacios fundamentales de nuestra existencia, como la familia y el trabajo. Si
miramos sinceramente a nuestro entorno, reconoceremos que todos estamos unidos,
que no podemos ser indiferentes ante la vida de los otros, ni ante nuestro
propio futuro. Todos estamos vinculados: pertenecemos a una familia, a un
vecindario, a una comunidad, a una universidad, a una cultura, etc. Ello nos
llama a tratarnos justamente —y con justicia al otro y a todo lo creado—,
porque mirar con sinceridad desde la misericordia es dejarnos interpelar por la
realidad y por el rostro del otro. En especial, por aquel a quien nosotros
pensamos o valoramos como menos importante, indeseado o lejano para empezar a
relacionarnos y vivir humanamente. La misericordia, vivida desde la práctica de
la justicia, es capaz de sanar nuestras dolencias, y
“allí está la verdadera
sanación, ya que el modo de relacionarnos con los demás que realmente nos sana
en lugar de enfermarnos es una fraternidad mística, contemplativa,
que sabe mirar la grandeza sagrada del prójimo, que sabe descubrir a Dios en
cada ser humano, que sabe tolerar las molestias de la convivencia aferrándose
al amor de Dios, que sabe abrir el corazón al amor divino para buscar la
felicidad de los demás como la busca su Padre bueno” (Evangelii Gaudium 92).
Estos
criterios no son un buen deseo o meras aspiraciones sin asidero en nuestras
realidades personales. Al contrario, reconocernos unidos, vinculados los unos a
los otros, es la única forma de salir de nuestras oscuridades y empezar a vivir
en la claridad que nos permita forjar un futuro común.
“¡No nos dejemos robar
la comunidad!” (Evangelii Gaudium 92).
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