Francisco Fernández-Carvajal 08 de febrero de 2019
—
Cansancio de Jesús. Contemplar su Santa Humanidad.
—
Nuestro cansancio no es en vano. Aprender a santificarlo.
—
Deber de descansar. Hacerlo para servir mejor a Dios y a los demás.
I. Los
Apóstoles volvieron a reunirse con Jesús, y le contaron todo lo que habían
hecho y enseñado. Él les dijo: Venid vosotros solos a un sitio tranquilo a
descansar un poco1.
Son palabras del Evangelio de la Misa, que nos muestran la solicitud de Jesús
por los suyos. Los Apóstoles, después de una intensa misión apostólica, sienten
el natural cansancio y el desgaste de las fuerzas. El Señor se da cuenta
enseguida y cuida de ellos: Se fueron en una barca a un sitio tranquilo
y apartado.
En
otras ocasiones es Jesús quien se encuentra verdaderamente cansado del
camino2 y se sienta junto a un pozo porque no puede dar un paso
más. Él sintió algo tan propio de la naturaleza humana como es la fatiga. La
experimentó en su trabajo, como nosotros cada día, en los treinta años de vida
oculta. En muchas ocasiones, terminaba la jornada extenuado. Los Evangelistas
nos narran cómo, durante una tempestad en el lago, el Señor se durmió en un
extremo de la barca: había pasado todo el día predicando3;
era tan intenso su cansancio que no se despertó a pesar de las olas. No simuló
el Señor que estaba dormido para probar a sus discípulos; estaba realmente
rendido de fatiga.
En
estos momentos de desgaste físico real, Jesucristo está también redimiendo a la
humanidad, y su debilidad debe ayudarnos a sobrellevar la nuestra y corredimir
con Él. ¡Qué gran consuelo contemplar al Señor agotado! ¡Qué cerca de nosotros
está Jesús en esos momentos!
En el
cumplimiento de nuestros deberes, al empeñarnos generosamente en la tarea
profesional, al gastar sin regateos muchas energías en iniciativas de
apostolado y servicio a los demás, es natural que aparezca el cansancio como un
compañero casi inseparable. Lejos de quejarnos ante esta realidad común a
todos, hemos de aprender a descansar cerca de Dios y ejercitarnos de continuo
en esa actitud: «¡Oh, Jesús! —Descanso en Ti»4,
podemos decir muchas veces en nuestro interior, buscando en Él nuestro apoyo.
El Señor
entiende bien nuestra fatiga porque Él pasó por esas situaciones similares a
las nuestras. Nosotros debemos aprender a recuperarnos junto a Él: Venid
a mí -nos dice- todos los que andáis cansados y agobiados, y
yo os aliviaré5.
Nos aligeramos de nuestra carga cuando unimos nuestro cansancio al de Cristo,
ofreciéndolo por la redención de las almas. Nos aliviará cuidar especialmente
de la caridad amable con quienes nos rodean, también si en esos momentos nos
cuesta un poco más. Y nunca debemos olvidar que el descanso es, a la vez, una
situación que hemos de santificar. Esos momentos de distracción no deben ser
parcelas aisladas en nuestra vida, ni ocasión de permitir alguna compensación
egoísta, de buscarse a sí mismo. El Amor no tiene vacaciones.
II.
Jesús se vale también de los momentos en que toma nuevas fuerzas para remover
las almas. Mientras descansa junto al pozo de Jacob, una mujer se acercó
dispuesta a llenar su cántaro de agua. Esa será la oportunidad que aprovechará
el Señor para mover a esta mujer samaritana a un cambio radical de vida6.
También
nosotros sabemos que ni siquiera nuestros momentos de fatiga deben pasar en
vano. «Solo después de la muerte sabremos a cuántos pecadores les hemos ayudado
a salvarse con el ofrecimiento de nuestro cansancio. Solo entonces
comprenderemos que nuestra inactividad forzosa y nuestros sufrimientos pueden
ser más útiles al prójimo que nuestros servicios efectivos»7.
No dejemos nunca de ofrecer esos períodos de postración o de inutilidad por el
agotamiento o la enfermedad. Ni en esas circunstancias dejemos tampoco de
ayudar a los demás.
El
cansancio nos enseña a ser humildes y a vivir mejor la caridad. Advertimos
entonces que no lo podemos todo y que necesitamos de los demás; el dejarse
ayudar favorece en gran manera la humildad. A la vez, como todos nos
encontramos más o menos fatigados, comprendemos mejor el consejo de San Pablo
de llevar los unos las cargas de los otros8,
entendemos que cualquier ayuda a quienes vemos algo agobiados es siempre una
gran manifestación de caridad.
La
fatiga es beneficiosa para alentar el desprendimiento de las muchas cosas que
nos gustaría hacer y a las que no llegamos por la limitación de nuestras
fuerzas. También nos ayuda a crecer en la virtud de la fortaleza y la
correspondiente virtud humana de la reciedumbre, pues es un hecho que no
siempre nos encontraremos en la plenitud de fuerzas y de salud para trabajar,
estudiar, llevar a cabo una gestión dificultosa, etcétera, que sin embargo
hemos de hacer. Una parte no pequeña de estas virtudes consiste en
acostumbrarnos a trabajar cansados o, al menos, sin encontrarnos físicamente
tan bien como nos gustaría estar para desempeñar esas tareas. Si lo hacemos por
el Señor, Él las bendice de una manera particular.
El
cristiano considera la vida como un bien inmenso, que no le pertenece y que ha
de cuidar; hemos de vivir los años que Dios quiera, habiendo dejado realizada
la tarea que se nos ha encomendado. Y, en consecuencia, por Dios y por los
demás, debemos vivir las normas de prudencia en el cuidado de la propia salud y
de la de aquellos que de alguna manera dependen de nosotros. Entre estas normas
están «los oportunos descansos para distracción del ánimo y para consolidar la
salud del espíritu y del cuerpo»9.
Sujetarse
a un horario, dedicar el tiempo conveniente al sueño, dar un paseo
periódicamente o hacer una excursión sencilla, son medios que conviene poner,
viviendo el orden en nuestra actividad: quizá actuar de otro modo –si una
obligación inaplazable no lo impide– revelaría atolondramiento y pereza, más
dañina en cuanto que con esa actitud estaríamos poniéndonos voluntariamente en
ocasión de que se desmejore la vida interior, cayendo en el activismo, siendo
más propensos a perder la serenidad, etc. Una persona ordenada encuentra
habitualmente el modo de vivir un prudente descanso, en medio de una actividad
exigente y abnegada.
III.
Aprendamos a descansar. Y si podemos evitar el agotamiento, no debemos dejar de
hacerlo. El Señor quiere que cuidemos de la salud, que sepamos recuperar
fuerzas; es parte del quinto mandamiento. El descanso es necesario para
restaurar las energías perdidas y para que el trabajo sea más eficaz. Y, sobre
todo, para servir mejor a Dios y a los demás.
«Pensad
que Dios ama apasionadamente a sus criaturas, y ¿cómo trabajará el burro si no
se le da de comer, ni dispone de un tiempo para restaurar las fuerzas, o si se
quebranta su vigor con excesivos palos? Tu cuerpo es como un borrico –un
borrico fue el trono de Dios en Jerusalén– que te lleva a lomos por las veredas
divinas de la tierra: hay que dominarlo para que no se aparte de las sendas de
Dios, y animarle para que su trote sea todo lo alegre y brioso que cabe esperar
de un jumento»10.
Cuando
se está postrado se tiene menos facilidad para hacer las cosas bien, como Dios
quiere que las hagamos, y también pueden ser más frecuentes las faltas de
caridad, al menos de omisión. San Jerónimo señala con buen humor: «Me enseña la
experiencia que cuando el burro va cansado se apoya en todas las esquinas».
Se ha
dicho que «el descanso no es no hacer nada: es distraernos en actividades que
exigen menos esfuerzo»11;
es enriquecimiento interior, ocasión frecuente de un mayor apostolado, de
fomentar la amistad, etc. No se confunde el descanso con la pereza.
Nuestra
Madre la Iglesia se ha preocupado siempre de la salud física de sus hijos. El
Papa Juan Pablo II, comentando el pasaje del Evangelio que nos narra la
estancia y el descanso de Jesús en casa de Marta y de María, señalaba que el
descanso significa dejar las ocupaciones cotidianas, despegarse de las normales
fatigas del día, de la semana y del año. Es importante que no sea «andar en
vacío», que no sea solamente un vacío. A veces convendrá –decía el Pontífice–
ir al encuentro con la naturaleza, con las montañas, con el mar y con el
arbolado. Y por supuesto, siempre será necesario que el descanso se llene de un
contenido nuevo, el que da el encuentro con Dios: abrir la vista interior del
alma a su presencia en el mundo, abrir el oído interior a su Palabra de verdad12.
Entendemos
bien que no pocas personas dedican períodos de descanso laboral a pasatiempos y
actividades que no facilitan, y que incluso entorpecen en ocasiones, ese
encuentro con Cristo. Lejos de dejarnos arrastrar por un ambiente más o menos
extendido, la elección del lugar de vacaciones, el programa de un viaje, la
actividad de un fin de semana que tengamos oportunidad de dedicar al descanso
debe estar orientada por esta perspectiva: para el descanso nos sirve la misma
norma que para el trabajo: amar a Dios y al prójimo. Convendrá evitar estar
pendiente de uno mismo, y buscar la unión con el Señor; siempre es tiempo de
preocuparse por los demás, de atenderlos, de ayudarles, de interesarnos por sus
aficiones. Siempre es tiempo de amar. El Amor no admite espacios en blanco.
Jesús descansó por motivos de obediencia a la ley de Moisés, de exigencias
familiares, de amistad o de fatiga..., como cualquier persona. Nunca lo hizo
por haberse cansado de servir a los demás. Jamás se aisló y se mostró
inasequible, como quien dijese: «¡Ahora me toca a mí!». Nunca hemos de movernos
por miras egoístas; tampoco a la hora de parar y recuperar fuerzas. En esos
momentos también estamos junto a Dios; no es un tiempo pagano, ajeno a la vida
interior.
El
Señor nos deja en el Evangelio de la Misa una muestra muy particular de amor:
preocuparse por la fatiga y la salud de quienes viven a nuestro lado. Y, junto
al pozo de Sicar, extenuado, nos dio un formidable ejemplo: no dejó pasar la
oportunidad de hacer apostolado, de convertir a la mujer samaritana. Y esto, a
pesar de que no había trato entre judíos y samaritanos. Cuando hay
amor, ni el agotamiento es excusa para no hacer apostolado.
1 Mc 6,
30-31. —
2 Cfr. Jn 4,
6. —
3 Cfr. Mc 4,
38. —
4 San
Josemaría Escrivá, Camino, n. 732. —
5 Mt 11,
28. —
6 Cfr. Jn 4,
8 ss. —
7 G.
Chevrot, El pozo de Sicar, p. 25. —
8 Gal 6,
2. —
9 Conc.
Vat. II, Cont. Gaudium et spes, 61. —
10 San
Josemaría Escrivá, Amigos de Dios, 137. —
11 Ídem, Camino,
n. 357. —
12 Cfr. Juan
Pablo II, Ángelus 20-VII-1980.
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