María del Pilar Silveira 11 de mayo de 2019
Hace
364 años que María ha tomado la iniciativa de parte de Dios, de visitar a sus
hijos e hijas en esta tierra de gracia. Si nos detenemos unos instantes a
reflexionar sobre este Hecho, que es una mariofanía, es decir una manifestación
de Dios a través de María, nos invade desde lo profundo del corazón una
alabanza a Papá Dios que ha puesto su mirada en nuestra pequeñez haciéndose
parte de nuestra historia venezolana. Si bien el relato de la aparición puede
tener elementos subjetivos de aquellos historiadores como el hermano de la
Salle, Nectario María, que relató los hechos, la fe popular ha mantenido vivo
el amor a la madre y ese amor hace que hoy nuestro pueblo de raíces católicas
tenga esperanza, luche contra las adversidades y busque caminos de
reconciliación.
La
primera aparición surge en un contexto polarizado entre españoles con ansias de
poder y dominio, fieles a la Corona Real e indígenas que luchaban por vivir en
libertad en la exuberante madre naturaleza que les daba el vestido y el
sustento. Parecía que era imposible que se lograran acuerdos, diálogos entre
seres humanos con pensamientos tan diferentes. Y la madre, que se ocupa de las
necesidades de sus hijos, se presenta en ese contexto polarizado y dividido por
luchas sangrientas de ideales opuestos. Ella ve el corazón de sus hijos que
está moldeado por las mismas manos que el suyo y el de su Hijo. Toma la
iniciativa visitar a una familia de indios coromotos, sorprendiéndoles por su
belleza. Les habla en su mismo idioma con palabras sencillas, con elementos de
la naturaleza: “echar agua en la cabeza para ir al cielo,” que significa
recibir el bautismo. El agua, elemento tan vital y presente en la vida
cotidiana de la tribu, es un símbolo fácil de recordar y familiar para los
indígenas. Y “echarla sobre la cabeza,” indica “dejarse mojar, bañar,” y para
eso hay que “bajar la cabeza,” ser humilde, dejarse conducir con confianza.
Despojarse de la corona de plumas, de adornos para ser “bañados,” “sumergidos”
en el agua que les da la vida eterna, porque ser bautizados significa “nacer
del agua y del Espíritu” (Jn 3,5). La cabeza erguida puede representar una posición
de superioridad, de no aceptar inclinarse para reconocer la autoridad en este
caso espiritual del Dios de Jesús. “Ir al cielo”, significa la vida en
santidad, pues María vive en comunión profunda con el Dios que la habita. Su
vida manifiesta el “cielo” del cual ella habla y a donde invita a ir a los
indígenas. Un cielo que se vive en esta tierra y que anuncia proféticamente,
porque es posible vivir amando a los demás, en fraternidad.
Ella
los invita a un gran reto: “ir donde los blancos.” ¿Será esto posible? Para
realizar este gesto es fundamental trabajar la confianza, creer en la bondad
que existe en “los blancos.”
El
referido encuentro se puede comparar con el relato de la creación en el libro
del Génesis (cfr. Gen l, 26-31), cuando Dios crea a su imagen y semejanza y “ve
que todo era muy bueno.” En el Hecho Coromotano, por intermedio de María,
“nueva Eva,” (Lumen Gentium 56). Dios está realizando una nueva creación en sus
hijos e hijas de Venezuela. El Cacique y su mujer experimentan vitalmente el
amor de la “encantadora Señora” de tez blanca que les devuelve la confianza en
los que se parecen a ella. Su bondad les hace confiar y buscar a “otros
blancos,” sin verlos como enemigos que amenazan sus vidas, sino como hermanos,
amigos, integrantes de su familia. Al experimentarse amados a través de su
mirada tierna, al ser mirados y dejarse mirar por ella, la imagen que reflejan
los ojos de la “Señora” les revela a cada uno su verdadera identidad y su
auténtica dignidad de hijos de un mismo Padre. Experimentan vitalmente su
verdad más honda como personas humanas, creadas a imagen de Cristo, que es la
“imagen del Dios invisible” (cfr. Col 1, 15).
Ante
su presencia, que es Palabra hecha vida que puede ser aceptada o rechazada, la
primera respuesta de ambos es aceptar, y obedecer el mandato de incorporares a
la comunidad, a la iglesia peregrina. Y los blancos, representados en los
españoles católicos, los acogen, también ellos tienen que hacer un proceso
interior para recibir sin prejuicios a sus hermanos indígenas, como miembros de
una misma familia.
Este
proceso no es fácil, así lo muestra la historia del Cacique que como Abraham
obedece por la fe, vive una vida nueva en comunidad junto a los suyos y luego
no se siente comprendido. Se rebela y arremete contra la bella Señora por la
que había dejado todo. Sus expectativas no fueron cubiertas en el nuevo estilo
de vida junto a los blancos. En ese contexto de lucha interior, que polariza y
divide el corazón del cacique apartándolo de su familia y de los suyos, sucede
la segunda aparición. Ella no lo abandona no lo deja solo en ese momento de
oscuridad interior fruto del proceso de inculturación de su fe con aciertos y
errores. ¿A quién puede reclamar sus derechos y los de su tribu?, ¿quién le
defenderá y escuchará sin juzgar ni desvalorizar aquellas situaciones que no
comparte, que pertenecen a otra cultura? María, la abogada se presenta
nuevamente con su hijo en brazos y esta vez el que habla es el Cacique. Ella
transmite su mensaje a través de sus gestos corporales. Escucha el dolor que
contienen las palabras del cacique que es la voz de una comunidad indígena que
sufre: “¿Hasta cuándo me quieres perseguir? Bien te puedes volver, que ya no he
de hacer lo que me mandas; por ti dejé mis conucos y conveniencias y he venido
aquí a pasar trabajos.”
Su
respuesta desde el umbral del bohío es: “dirigirle una mirada tan tierna y
cariñosa, que era capaz de rendir al corazón más empedernido.” Su “arma,” es el
amor misericordioso de madre. El cacique la enfrenta con sus “armas,” que son
el arco y la flecha diciéndole: “con matarte me dejarás.” Frente a esta
actitud, la respuesta rápida de la Virgen fue entrar “sonriente y serena” y
abrazarle, haciendo que el Cacique arrojara en el suelo las armas. En su
rostro, manos y piel, reflejaba su amor de Madre que ama a quien se ha vuelto
su “enemigo” pues está dispuesto a matarla. El gesto corporal del abrazo,
expresa el amor de una Madre que siente ternura por sus hijos y que está
dispuesta a dar la vida por ellos.
Siguiendo
la lógica del Cacique, la Virgen se deja “atrapar” como era su deseo y cuando
abre su mano la luz, signo de la presencia de Dios, vuelve a iluminar la imagen.
Es como si le dijera “aquí me tienes, estoy en la palma de tu mano.” Le deja
actuar en plena libertad. La decisión de lo que hará, le corresponde a él, está
en “su mano.” Ella, fiel discípula de Jesús ama hasta el extremo de quedarse
hasta hoy en esa pequeña imagen testigo de su aparición.
¿Qué
nos dice hoy el relato de las apariciones en una Venezuela polarizada,
dividida, manchada de sangre entre hermanos? ¿Es posible la reconciliación
entre posiciones antagónicas?
Nuestros
antepasados nos han mostrado que es posible por la fe, el amor y el deseo
interior de cambio que impulsa a ir hacia el distinto, hacia el que en un
momento de la vida es nuestro enemigo. El amor misericordioso en todas sus
expresiones es el arma capaz de convertir el corazón más duro. Para ello es
preciso dejarnos reconciliar por el amor de Dios para ser embajadores de esta
reconciliación. Reconocer nuestra polarización, aquellos pensamientos y
conductas rígidas que nos llevan a tomar posturas radicales que nos enfrentan y
separan. Los seguidores de Jesús e hijos de María, no queremos la muerte del
pecador, sino que se convierta y que viva. Frente a conductas agresivas, el
camino es permanecer amando, como lo muestra María en el gesto del abrazo, no
dejando que el rencor anide en su corazón. Y en el “dejarse atrapar,” como en
el dejarse “echar agua en la cabeza,” son acciones que muestran confianza, que
es la base para establecer relaciones fraternas sanas que reconstruyen el
tejido social herido por la polarización.
No hay comentarios:
Publicar un comentario
Para comentar usted debe colocar una dirección de correo electrónico