Noel Álvarez 09 de octubre de 2019
@alvareznv
En
mis continuos contactos con diversos sectores sociales, me preguntan muchas
veces,A qué deberían hacer o leer para construirse una visión del mundo,
alternativa a la descomposición social, ética y política del presente. Confieso
no tener respuesta para esas preguntas, pero sí puedo decir que uno de mis
principales libros de consulta es la Biblia. Allí se consiguen muchas
respuestas a las múltiples inquietudes que se plantea la sociedad. Por mi
parte, trato de ajustar mi vida a los principios establecidos en las Sagradas
Escrituras, a la vez que intento entender las inconformidades del mundo
contemporáneo.
Desde
el reducido espacio en que me desenvuelvo, siempre estoy intentando mejorar el
mundo en que vivimos. Ese mundo, donde otros, con el látigo de la ley en la
mano, adoran el poder para cercenar las libertades de sus conciudadanos. Quizás
es poco lo que yo pueda hacer a ese respecto, pero si todos hiciéramos nuestro
poco, la sumatoria de todos los pocos, desembocaría en un gran mucho que podría
llegar a obtener resultados positivos. Alexis de Tocqueville acuñó una frase
que comparto sin reservas y que encaja magistralmente en los tiempos que
vivimos: “creo que en cualquier época yo habría amado la libertad, pero en los
tiempos que corren, me inclino a adorarla».
Por
supuesto, en un mundo de intolerancia permanente, donde el poder adquiere
ribetes astronómicos, sigo buscando alternativas para vencer las tribulaciones
del mundo terrenal, tal cual como me lo recomendaron mis ancestros. Hoy vivimos
un tiempo en que la fuerza del poder pretende invadir todos los espacios,
incluida la libertad moral de las personas. Un mundo donde la crítica
constructiva es catalogada como herejía, pero la adulación y zalamería son las
máximas credenciales para acceder a los centros de poder.
Bertrand
de Jouvenel, escritor y politólogo francés, describió el poder utilizando una
figura: el Minotauro, el hombre con cabeza de toro. Este animal es una fuerza
que arrasa todo a su paso. El escritor galo no pretendió oponerse a las
prerrogativas del Estado, ni recusar la idea del poder, sino que su objetivo
era conocerlo y describirlo para exponer la forma más eficaz de darle un cauce
y limitarlo. En su libro Sobre el poder, historia natural de su crecimiento,
Jouvenel destaca la importancia del Estado de derecho para evitar la
concentración de poder. Dice que “demagogos y dictadores utilizan la democracia
como un fin para legitimar a través de la voluntad popular poderes ilimitados
que les permiten retener indefinidamente el control del poder”.
Según
el escritor francés, “Asistimos a una transformación radical de la sociedad, a
una suprema expansión de la supremacía. Las revoluciones y los golpes de Estado
no son sino insignificantes episodios que acompañan a la implantación del
protectorado social. Un poder bienhechor velará sobre cada hombre desde la cuna
hasta la tumba. Como consecuencia lógica, este poder dispondrá de todos los
recursos de la sociedad”.
Para
Jouvenel, La naturaleza del poder no ha cambiado nunca y él duda que lo haga en
el futuro, porque al tener muchos pretendientes a obtenerlo, nadie tiene
interés en disminuir una posición a la que espera acceder algún día, ni en
paralizar una maquinaria que piensa usar cuando le toque el turno. Frente a ese
poder omnímodo que lo avasalla, dice Jouvenel, “el individuo debe labrarse su propia
libertad porque esta no es algo que un Estado conceda, sino un bien que las
personas conquistan. Posiblemente esto disguste a quienes sueñan con un mundo
pacífico, de libertades naturales, pero la realidad histórica es
incuestionable: la libertad siempre ha sido conquistada a viva fuerza”.
A
pesar de la astucia de los políticos que aman el poder absoluto y que cercenan
las libertades individuales, existen tres preceptos legados por Dios, que
anteceden a la legislación humana y son superiores a ella: La vida, la libertad
y la propiedad. Estos mandatos divinos han motivado la aparición de
legislaciones que los definen. Frédéric Bastiat, en su libro, La ley, afirma:
«cada uno de nosotros tiene un derecho natural, de Dios, para defender su
persona, su libertad y su propiedad, en donde el Estado es la sustitución de la
fuerza individual para defender estos derechos, pero la ley se pervierte cuando
se castiga el derecho a la legítima defensa de una persona en favor del derecho
a saquear de otro”.
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