En una casa del barrio El Guarataro, en el sector Nuevo Mundo, nació y vivió hasta el año 2000 Álvaro Sotillo*. Esa casa fue donada a la Compañía de Jesús. Actualmente, sirve de albergue para los alumnos de la red escolar Fe y Alegría, que vienen del interior a Caracas a proseguir sus estudios universitarios. El apego al barrio fue removido de raíz por la delincuencia. “Me tuve que ir, porque yo vivía solo y cuando llegaba en las noches encontraba las gavetas abiertas, sabía que los ladrones se habían metido en la casa”.
Sotillo creció en una familia de músicos y docentes. Nunca se sintió marginado y su contacto con las artes fue progresivo y natural. La precariedad económica tampoco fue un obstáculo para que encontrara, primero en la Escuela de Artes Plásticas y luego en el Museo de Bellas Artes, lo que ha sido una carrera excepcional en el diseño gráfico.
Coincidieron, entonces, una serie de hechos y circunstancias que encontraron a Sotillo en el lugar y el momento preciso para que la chispa de la creatividad y el talento provocaran el estallido de una transformación que cambió para siempre el diseño en todas sus variantes —arquitectónico, industrial, gráfico—. Sotillo, como otros artistas de su generación, encarna una tradición y las bondades de una inversión enorme que, a partir de 1936, sirvió para crear la institucionalidad republicana que alguna vez despertó envidia en toda América Latina. Sotillo hizo estudios en Artes Plásticas Aplicadas, en la Escuela Cristóbal Rojas, y prosiguió su formación en el Instituto de Diseño Neumann, una iniciativa de Hans y Lotar Neumann, así como en el Instituto Nacional de Cooperación Educativa (INCE).
El siglo XX fue para Europa una desgracia, pero para América Latina fue una bendición. Muchos intelectuales y artistas, de todas las disciplinas, emigraron a este continente y transformaron la cultura latinoamericana. Uno de ellos fue Gerd Leufert, su maestro. ¿Podría decirme qué fue lo que más le impactó de su personalidad, de su obra, de su capacidad de trabajo?
Tal como veo las cosas hoy, mi generación fue afortunada, en el país se produjo una alineación de muchas cosas. A partir de una serie de políticas, Venezuela empezó a modernizarse; el país se abrió a la inmigración europea y uno de esos intelectuales que llegó acá fue Leufert, después de una experiencia traumática. Él era de origen lituano, pero se formó en la Academia de Bellas Artes de Munich. Hizo sus estudios con Fritz Helmut Emcke, una eminencia que revolucionó la pedagogía del diseño. Al terminar la Segunda Guerra Mundial, Leufert se quedó sin identidad, era un apátrida. Alemania lo reconocía como lituano, pero los rusos ya habían desaparecido a su país. Él consiguió un pasaporte de la Unesco para un solo viaje, y el viaje lo hizo a Venezuela. Pero antes, Leufert había alcanzado el cargo de director del estudio de Emcke, ya le habían dedicado un artículo en la revista Gebrauchsgraphik. Él venía con un currículo muy sólido.
¿A qué edad llegó Leufert a Venezuela?
A los 37 años. A él lo entrevistaron (en idioma inglés) en McCann Erickson, la agencia de publicidad que llevaba la cuenta de la Standard Oil en todo el mundo (y de la Creole, en Venezuela). En el acto lo nombraron director de Arte. Pero la publicidad no era lo suyo, duró un año y conoció a Gego, su compañera de toda la vida. Ellos se retiraron a Talma, en el litoral central, a rehacer sus vidas como artistas. Gego y Hans Neumann crearon un grupo de trabajo. Hans tenía una conciencia y una visión del país tremenda. Fue uno de los fundadores, junto con su hermano, del INCE y era muy sensible a todo lo que era la especialización técnica. Obviamente, necesitaba personal especializado para el desarrollo de sus ideas industriales. Un oficio de la visualidad que está asociado a los sistemas de producción. Hans y John Lange crearon la revista M. A mí me pareció un visionario extraordinario. Cuando yo conocí a Leufert, él ya había hecho una exposición impactante en el Museo de Bellas Artes. Ahí nos hizo tomar, a varios de mi generación, la decisión de ser diseñadores. El libro Visibilia que él hizo era todo un trabajo especulativo de formar sintéticas, como una estética de la emblemática. Yo era proclive a esa personalidad, a esa influencia. Yo me retiré de la Neumann y él me pidió que fuera su asistente en el Museo de Bellas Artes.
¿Qué diría de su carácter?
Fuerte y extraordinariamente ético, con el oficio, con el trabajo. Cuando Miguel Arroyo lo captó para ser el diseñador del Museo de Bellas Artes, Leufert tenía propuestas mucho más lucrativas en el campo de la publicidad. El rechazó todo eso, a pesar de que los sueldos en la administración pública eran extraordinariamente precarios. Sin embargo, durante diez años, él fue el diseñador y el curador (del gabinete de Estampas) del museo. Era muy disciplinado, había que estar en la oficina a las 7:30 am. Nunca llegué tarde, es un récord que tengo en mi vida.
¿Le inspiraba miedo?
No. Yo también tenía una estructura disciplinada.
Álvaro Sotillo por Alfredo Lasry | RMTF.
¿Cómo era la relación entre ustedes? Hubo fricción y choque de ideas.
Yo creo que esa es la relación entre un maestro y un discípulo. Todas esas complejidades. Yo trabajé muchísimo tiempo con él. Diez años. Él era muy estratégico en general. Sabía inscribir su oficio y sus tareas en las instituciones públicas, muchas de ellas se estaban formando. Así que había un ambiente proclive. Lo acompañé a varias presentaciones, sobre todo en instituciones, pero también en empresas privadas, siempre me llamó la forma en que organizaba su discurso.
¿En qué momento le entregó un proyecto para que se defendiera usted solo? ¿Qué expectativas le generó ese hecho?
Leufert se retiró en 1973 del Museo de Bellas Artes y yo ocupé su cargo como diseñador hasta 1976, año en que me convertí en agente libre. Ya mi relación con él y con Gego era como familiar. Había un afecto muy profundo. Yo seguía visitándolo y ayudándolo con ciertas tareas. Un día me reuní con Hanni Ossott a instancias de Gego, porque ella tenía una exposición pendiente en el Museo de Bellas Artes. Yo quiero que tú y Hanni me hagan el catálogo de esa exposición. Aquí tienen todo mi archivo a su disposición. Tienen toda la libertad, hagan lo que quieran con eso. En ese momento, pensé, me están graduando. Nosotros estructuramos todos los contenidos, pero estábamos aterrados.
¿Le costó mucho? ¿Fue su tesis de grado?
Sí, yo todavía estoy contento con ese librito. Ellos —Leufert y Gego— estaban fascinados, entre otras cosas, porque crearon muchas pautas para la comprensión del trabajo de Gego, a partir de ese catálogo. Fue más allá del diseño y de cómo comprender el trabajo creativo de una persona tan compleja.
¿La procedencia de un barrio como El Guarataro le aportó algo a su trabajo?
El Guarataro es un barrio muy complejo, de una violencia extraordinaria, tanto política como delictiva. Pero siento que la precariedad económica no afectaba la posibilidad de acceder a la cultura. La familia Albuja, nuestros vecinos, eran todos docentes. La hermana mayor llegó a ser viceministra de Educación. Allí vivía la mamá de Rodolfo Izaguirre. Mis tías me llevaban todos los domingos a los conciertos del Teatro Municipal. Mis dos tías eran melómanas y tenían una biblioteca increíble. Una de ellas estudió medicina y la otra era profesora de inglés. Más allá, tenías a una familia violenta, cuyos hijos habían sido asesinados por la policía en persecuciones. En esa realidad mixta vivías un drama y la verdad es que no sé cómo explicar eso. Cuando entré a la Escuela de Artes Plásticas, me encontré con gente que compartía mi vocación. No me sentí marginado o como alguien que invadía un ambiente. Fue una incorporación progresiva y natural. Pero el barrio me producía una seducción, además de un apego afectivo, emocional. Quizás lo mejor que me quedó fue la humildad.
Muy necesaria en estos tiempos, en los que predomina una combinación de prepotencia e ignorancia.
Es la que más vemos, ¿no?