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martes, 5 de enero de 2010
En clave de intolerancia
CONTRAVOZ. Por Gonzalo Himiob Santomé
De cara a lo que ha sido este año para la oposición y para la disidencia en Venezuela, creo que debemos definirlo, definitivamente, como el “Año de la Intolerancia”. La protesta (y basta ver, por ejemplo, las cifras de PROVEA, del Foro Penal Venezolano y de otras ONGs al respecto) ha sido la regla, como también lo ha sido la represión, institucionalizada y muchas veces violenta, de la misma. Y en esto no se ha discriminado. Tan afectados por esta política de Estado, que se promueve sin ambages desde la propia presidencia, y de la cual son sumisas reproductoras todas las demás instancias del poder público, han sido tanto los opositores y disidentes como los mismos oficialistas que, muchos de ellos trabajadores y trabajadoras de las empresas básicas, se han atrevido a reclamarle al poder el incumplimiento de sus obligaciones laborales hacia ellos. Así, como la intolerancia es el enemigo, debemos conocerla y comprenderla como concepto. Así, creo importante definir a la intolerancia como fenómeno. El sentido literal de la noción de intolerancia puede discernirse de la revisión del significado que le atribuye el Diccionario de la Real Academia de la Lengua Española. Encontramos allí que la intolerancia es la falta de tolerancia, lo cual nos hace entenderla, al menos en este primer nivel, como la falta de respeto o consideración hacia las opiniones o prácticas de los demás, porque sean diferentes de las nuestras.
Paul Ricoeur, en la compilación sobre el tema titulada La Intolerancia ya nos advierte que ésta tiene dos aspectos fundamentales: La desaprobación de las creencias y convicciones de los demás, y el poder de impedir a éstos últimos vivir su vida como les plazca. Se define entonces la intolerancia en una doble dimensión, como la desaprobación de la idea ajena (o el desacuerdo con ésta) y como voluntad y capacidad de imponer a los demás (avalada por el poder real de hacerlo) la propia visión. Es decir, no basta con no compartir el ideario del opuesto, se debe tener la fuerza para hacerle sentir y saber al “otro” que no se está de acuerdo con él. Se destaca así que la intolerancia, para poder expresarse como fenómeno social relevante debe estar acompañada, y esta es una de sus notas distintivas, de la posibilidad –del poder real– de manifestarse contra los que no se tolera. También Ricoeur, tras destacarnos que no existen los mismos niveles de tolerancia (o de su contrapartida, la intolerancia) en todas las sociedades, nos hace la siguiente advertencia, de cara a la revisión intelectual del fenómeno en cualquier contexto en el que se pretenda dar una interpretación “universal” de la intolerancia: “…De allí resulta la dificultad con la que tropiezan los ‘intelectuales universales’ para hablar de la intolerancia con una aspiración de universalidad puesto que su discurso está determinado por la historia reciente –a menudo reciente– a la práctica de la tolerancia…”.
Francoise Héritier en esa misma compilación nos destaca que: “…En sus formas más ostensibles (…) la intolerancia es siempre la expresión profunda de una voluntad de asegurar la cohesión de todo aquello que se considera que forma parte del yo, de lo idéntico a sí mismo, y de destruir todo lo que se oponga a su supremacía absoluta…”, para luego rematar con que la intolerancia, esencialmente, sirve a los intereses que el que la pregona siente amenazados. Así, el intolerante lo que promueve con sus actos es la imposición de su propia visión y de las visiones que se identifican con la suya, ejecutando además, desde el poder que tiene para hacerlo, los actos que sean necesarios a la destrucción o a la desarticulación de quienes no comulguen con éstas o se opongan a las suyas.
Las “hijas” de la intolerancia son la exclusión, la discriminación y la persecución. Pero estas negativas consecuencias no quedan allí. De éstas se reproducen, ahora en quien las sufre –humanos al fin como somos– graves patrones de rechazo frente a todo el que percibamos ha sido parte, así sea menor –o, a veces, aunque no lo haya sido, para mayor irracionalidad– de los desatinos que nos han violentado. El excluido, el perseguido, aquél contra el que el poder dirige su intolerancia, se vuelve a su vez intolerante. O lo que es lo mismo, de la intolerancia surge una suerte de “intolerancia a la inversa” que muchas veces encuentra cauce en la justicia –que se hace valer contra el opresor “originario”– pero otras, las más lamentables, se expresa en revanchismos nefastos que no conducen sino a perpetuar el círculo de la irracionalidad y de la violencia.
Y es que sólo basta revisar un poco la historia para percatarnos de que, a veces, los cultores de la intolerancia, pese a que parecían inalcanzables para la justicia, al final –y esto es lo deseable- terminan siendo llevados a juicio por sus abusos. Pero también ha ocurrido que quienes han sido perseguidos, discriminados y excluidos, una vez en el poder –o para hacerse de éste– se convierten, no pocas veces, en lo mismo que repudian. Ocurrió, por ejemplo –valga el juicio histórico, que es personal y sujeto a controversia- el 11 de Abril de 2002. En mi perspectiva, entre otros desaciertos, quienes depusieron a Chávez del poder fueron tan intolerantes como aquellos que rechazaban. Lo cierto es que Chávez dejó de ser presidente –hubo una “falta absoluta” del presidente, en términos constitucionales, puesto que si no hubiera sido así no se habría juramentado Diosdado Cabello, entonces vicepresidente, para el ejercicio del cargo de presidente interino- pero también es cierto que algunos, movidos por ánimos vindicativos sin cauce, y contra toda pretensión civilizada o verdaderamente humanista, se convirtieron en excluyentes, los perseguidos se hicieron perseguidores y de víctimas trocaron –sólo algunos, reitero- en victimarios. El famoso “Decreto Carmona”, con su profunda carga de inconstitucionalidad, lo demuestra, y la historia está plagada de oscuros episodios en los que la razzia reivindicadora de quienes han sufrido los abusos de otros ha culminado en lamentables situaciones en las que los segregados, hechos del poder necesario para ello, o para hacerse de éste, se igualan en felonías a quienes les dañaron, y a veces hasta superándoles en crueldad.
Me adelanto quizás, en demasía. El 2012 -momento en el que puede verificarse un cambio verdaderamente significativo en la estructura del poder en Venezuela- se muestra aún lejano. Pero las expresiones de intolerancia se viven, en bando y bando, en el presente. Y los hechos de este año, sumados a los que cabe anticipar para este año que comienza -que es un año de especial trascendencia electoral- me llevan a esta reflexión “anticipada”. Es importante jamás perder de vista que la intolerancia nos daña a todos y que a ésta, a la intolerancia, se la combate con la justicia, no con más intolerancia ni con revanchismos estériles. La grave polarización que acusamos como sociedad a veces nos hace perder de vista que no hay “escuálidos” ni “chaburros” contra los que, en toda distorsionada percepción “todo vale”, sino venezolanos y venezolanas que, aunque pueda resultar difícil por las ideas que profesemos, compartimos el mismo espacio territorial y temporal y estamos todos obligados a lo mismo de cara al futuro.
Hago votos para lograr que sea el propósito de todos y de todas, sin distinciones, el alcanzar en este 2010, una Venezuela sin persecuciones, verdaderamente libre y tolerante.
Publicado en "CONTRAVOZ" Diario "La Voz" el 03/01/10
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