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sábado, 8 de mayo de 2010
La Carolina venezolana
Por Manuel Bermúdez Romero
En la ruta a occidente desde Caracas uno de los pocos comederos no citadinos en el que el viajero gustaba llegar por algo más que para saciar el hambre, se llama La Carolina y está ubicado en el estado Yaracuy.
La Carolina es simultáneamente una hacienda de Diego Arria, ex gobernador de Caracas, donde -se imagina uno- hace tiempo él decidió montar un restaurancito campestre al que dio alojo en las aparentes ruinas recuperadas de una casa colonial ubicada dentro de los linderos de la parcela y colindante con la vía de tránsito nacional. Lo concibió quizá para darse otra fuente de ingresos o como recurso para obtener rendimiento productivo adicional de su propiedad rural.
Era La Carolina una tienda de comestibles y restaurante -acaba de ser expropiado con la finca-, y gratísimo rincón bien surtido de granjería criolla, paledonias, besitos de coco, miel de abeja y otros productos como café molido y en granos, nata, suero, queso aliñado y de mano, panelas y diversidad de exquisiteces criollas que conforman la gama de sabores que dan gusto al paladar venezolano.
Ese sector de la hacienda, abierto a todo quien quisiera visitarlo, era amable no solamente por la tienda y el restaurant, sino por la atmósfera nacional del sitio, aparte de que se mantenía aseado, cuidado, bastante bien atendido, con baños vetustos, pero aceptablemente limpios, y cuyo comedor estaba bajo una enramada techada de tejas y protegida por la sombra de un bosquecillo de árboles frondosos por donde sopla brisa cariñosa que allí se arremolina cuando baja de las ondulaciones plácidas de las colinas del contorno.
Particularmente, pocas veces dejábamos de hacer escala en La Carolina de viaje a Caracas o Maracaibo, porque sentíamos que nos reencontrábamos con el país hermoso que desearíamos que se hiciera eterno.
Nos acercábamos por allí no sólo por la comida y la dulcería apetecibles, sino por el aroma a tradición de esa casa antigua, por la sensación de que había en La Carolina un pedacito de la tierra de nuestros ancestros; porque nutría el espíritu la vista del paisaje verde hacia el interior de la hacienda, también por la siembra de peces en una laguna cercana, el ganado vacuno paciendo en lontananza y, principalmente, porque en el ambiente era obvio el empeño por elevarse por sobre el caos que vivimos.
Quizá queden otros sitios no iguales, pero parecidos en la ruta. Están en Carora adentro y en Curarigua, pero para llegar al pueblo donde nació Don Pío Alvarado, hay que desviarse de la ruta, al igual que para penetrar la capital del larense Distrito Torres.
La Carolina era, por el contrario, un pedacito de la Venezuela buena que estaba allí mismo, tentadoramente a un paso, a un lado del camino.
También nos lo han arrebatado. Lo decimos así porque cuando lo disfrutábamos lo sentíamos nuestro.
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