JORGE CASTAÑEDA 11 OCT 2012
Pasó lo que tenía que pasar. A pesar
de una magnífica campaña, de grandes movilizaciones, de la vitalidad propia de
un hombre joven y carismático, ganó el aparato o lo que los brasileños llaman “à
máquina”.Hugo Chávez fue reelecto y, a menos que algo imprevisto suceda, se
mantendrá en la presidencia de Venezuela hasta 2019, es decir, 20 años después
de haber tomado posesión por primera vez. Si esto es así, y mi memoria no me
falla, será el mandatario electo con más tiempo en el poder en la historia
moderna de América Latina, descartando obviamente antecedentes como el de
Porfirio Díaz en México, que duró en total 30 años en la silla presidencial,
pero que jamás se presentó en una elección ni remotamente democrática.
Se trata de toda una hazaña,
explicable y previsible, pero no por ello menos insólita. Son tres los
principales factores explicativos, que ya han sido mencionados por muchos, pero
que hoy han demostrado más que nunca su vigencia. El primero, obviamente, es el
petróleo; sin los aún elevadísimos precios y la abundancia de los recursos
naturales venezolanos, Chávez no habría podido financiar las políticas sociales
que puso en práctica durante estos 14 años, y sobre todo a partir de mediados
de 2002, favoreciendo a mucha gente castigada por años de despilfarro y
corrupción en Venezuela. El cálculo no es sencillo de realizar porque los
volúmenes diarios de exportación que publica el Gobierno de Caracas desde 2003
son opacos. Pero desde principios de 1999, el primer año de Chávez en el poder,
hasta finales del 2011, ingresaron a las arcas venezolanas por concepto de
exportación de crudo aproximadamente 840.000 millones de dólares. Se trata de
una inmensa cantidad de dinero para un país de menos de 30 millones de
habitantes, sobre todo si el ingreso y el gasto de dichas sumas se centraliza
al extremo como ha acontecido a través de PDVSA desde 2003. Como muchos
recordarán, la empresa venezolana del petróleo no solo detenta el monopolio de
venta, producción, etcétera (con la excepción de las concesiones en la Faja
Petrolífera del Orinoco), sino que se ha vuelto en estos años propietaria de
supermercados, panaderías, hospitales, etcétera.
El segundo elemento analítico que
podemos esgrimir reside, aunque parezca obsesivo, en el apoyo cubano obtenido
por Chávez desde un principio. Ese apoyo, a su vez, solo existe gracias al
petróleo: son los inmensos subsidios de Chávez a los hermanos Castro lo que ha asegurado
la supervivencia del régimen isleño, y que La Habana le entregue a Chávez los
ingredientes indispensables de su política social y de seguridad. Sin los
médicos cubanos, no habría habido misiones “barrios adentro”; sin los anillos
de seguridad cubanos, Chávez no podría confiar en sus propios equipos por no
disponer de una opción alternativa; y su control del Ejército no sería el mismo
de no contar con los servicios de inteligencia cubanos para vigilar y
neutralizar a sus propios militares. Y sin el apoyo incondicional del Ejército
venezolano, menguado solo en algunos momentos por deserciones como las de Raúl
Baduel y Henry Falcón, habría surgido el obstáculo principal a la perpetuación
de un régimen como el suyo en el poder: los golpes de Estado o pronunciamientos
o amenazas contra gente tan disímbolos como Perón, Vargas, Allende, Bosch y
Árbenz. Sin petróleo, no hay política social ni cubanos; sin cubanos, no hay
política social ni de seguridad e inteligencia; sin política social, seguridad
e inteligencia no se ganan cinco de seis elecciones.
El tercer elemento es obviamente
personal. Chávez es un político formidable, extraordinario en campaña y con la
gente, insoportable como interlocutor diplomático y patán y majadero como
estadista. Pero es una máquina de obtención de votos y un genio para conectar
con lo que, a falta de términos más rigurosos, los supuestos estudiosos
llamamos el “alma” del pueblo venezolano, o el “carácter nacional venezolano”,
o simplemente el “ser” de ese país. En una sociedad étnica, social, geográfica
e ideológicamente fracturada por décadas de malos Gobiernos corruptos e
ineficientes, pero democráticos, Chávez se ha convertido en una causa
unificadora, por lo menos de los que lo apoyan. Ha polarizado a la sociedad
venezolana, pero ha unido a sus seguidores como un solo hombre, recurriendo a
todos los estereotipos imaginables, desde el desprecio por el color de la piel
o el tamaño de la chequera de sus contrincantes, hasta sus insultos
internacionales en la ONU, en América Latina o en Oriente Próximo. En el mundo,
Chávez se está quedando solo: ya no lo acompañan ni los ultimados dictadores de
Irak y de Libia y probablemente tampoco el de Siria. En una de esas, su amigo
Mahmud Ahmadineyad también perderá su empleo, ya sea porque termina su mandato,
ya sea porque lo echen debido a la devaluación de la moneda. Pero no se ha
quedado solo dentro de Venezuela por sus dotes de político en campaña perpetua,
que se mantienen intactos a pesar de su deterioro de salud.
La oposición encabezada por Henrique
Capriles tuvo una gran batalla. Tuvo que librarla en condiciones a la vez
desventajosas e inevitables. Desventajosas, porque todos sabemos hasta qué
punto la totalidad de los recursos del Estado venezolano se colocaron al
servicio de un candidato; todos sabemos cómo los medios masivos de comunicación
se inclinaron masivamente, valga la redundancia, a favor de Chávez; y cómo el
aparato electoral estaba dispuesto a hacer lo necesario, si lo fuera, para que
Chávez ganara. Esa amenaza latente le infligió una buena dosis de miedo a los
votantes: el Gobierno sabría por quién sufragaron, y los castigaría en
consecuencia. Y, por último, la oposición tuvo que lidiar con la naturaleza
inimaginable de una derrota chavista. Si los analistas apenas podíamos concebir
una Venezuela sin Chávez, o una Cuba sin Venezuela, los votantes tampoco. Las
preguntas eran demasiadas: ¿aceptaría Chávez una derrota? ¿Aceptaría el
ejército una derrota? ¿Aceptarían las milicias armadas una derrota? ¿Aceptarían
los partidarios de Chávez en las calles una derrota? Pero estas condiciones
adversas eran inevitables también.
La oposición no podía dejar de
contender. No podía denunciar sistemáticamente la disparidad inscrita casi de
manera ontológica en esta contienda sin desanimar a sus partidarios. No podía
descalificar el proceso sin descalificarse a sí misma. No tuvieron más remedio,
la oposición y Capriles, que contender y poner la mejor cara ante una situación
prácticamente imposible. Abstenerse, como en el pasado, implicaba condenarse a
la marginación y a la impotencia; participar denunciando la inequidad de las
reglas y de los recursos equivalía a un suicidio electoral: ahuyentar a los
partidarios y contender en las condiciones existentes garantizaba la derrota.
No había buenas salidas; la menos mala fue la elegida por la oposición.
Todo esto coadyuvará, a la larga, a un
mejor futuro para Venezuela y, en el corto plazo, al desencanto y la decepción
de opositores, que han vuelto a perder, aunque han jugado mejor que nunca.
Triste consuelo, pero consuelo al fin.
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