Álvaro Vargas Llosa el Mar, 09/10/2012
La victoria de Hugo Chávez en
Venezuela coloca a la oposición ante un desafío del carajo.
Primero, lo obvio: en circunstancias
normales, el gobierno habría perdido las elecciones. Catorce años de populismo
han producido una tasa de criminalidad, casi 70 homicidios por cada 100,000
habitantes, sin parangón en el continente americano, un colapso del aparato
productivo por la expropiación de unas mil empresas y toda clase de controles,
la inflación más alta del hemisferio y una división clasista que ha envenenado
las relaciones sociales.
Una de las ironías más deliciosas y
crueles de la era Chávez es que sus resultados financieros y económicos son
precisamente los de la caricatura de país capitalista que él denosta: desde que
subió al poder, la Bolsa venezolana se ha revalorizado más de 870 por ciento y
los salarios reales de los trabajadores han caído 40 por ciento. Un grupo
pequeño de allegados al gobierno ha hecho pingües negocios, ya sea a través de
contratos con el Estado, licencias de importación (gran negocio, dado el cambio
oficial altísimo), tipos de cambio diferenciados y papeles de la deuda de
países aliados. La "boliburguesía" ha superado en salvajismo
capitalista cualquier cosa que pueda señalarse en la era conocida como el
"puntofijismo".
Pero este no era un escenario normal.
Todos los resortes del poder los controlaba Chávez y el gobierno gozaba de un
voto cautivo producto de esa versión extrema del populismo latinoamericano que
allí se practica y que tiene tres ejes: las "misiones" sociales que
han llevado el asistencialismo a niveles estratosféricos pero han aliviado la
situación de mucha gente; la retórica clasista que ha suministrado una
explicación instintivamente satisfactoria a quienes viven en la pobreza y una
dependencia que ha llevado a uno de cada cinco ciudadanos a trabajar
directamente para el Estado. Si añadimos el enorme aparato propagandístico, el
acoso contra la oposición y la intimidación contra el ciudadano ajeno al festín
rojo, es un milagro que Capriles haya obtenido casi la mitad de los votos.
Lo más difícil, sin embargo, no es lo
que acaba de terminar sino lo que ahora comienza.
Lo primero es la persecución que
recaerá sobre Capriles y la oposición. Sucedió con todos los adversarios que se
enfrentaron antes con Chávez, entre ellos Francisco Arias (luego reconciliado
con el poder) y Manuel Rosales (asilado en el Perú), quienes compitieron con el
audillo en comicios presidenciales. Sólo redoblando el coraje y haciendo frente
a la maquinaria persecutoria de un modo unido podrá evitar la oposición que
estos meses que vienen destruyan a la Mesa de la Unidad Democrática.
Lo segundo es el riesgo de división.
El gran logro opositor ha sido la unidad. Gracias a ella derrotaron al gobierno
en las legislativas de 2010 y obtuvieron ahora más de 6 millones de votos.
Dejar que la cizaña que ahora tratará de sembrar el gobierno rompa esa unidad sería
un suicidio.
Lo tercero es preservar el liderazgo
de Capriles a como dé lugar. Ha demostrado ser el mejor de todos los que en
estos largos catorce años desafiaron al poder. Esta derrota, con el poco tiempo
que lleva liderando a la oposición y lo joven que es, resulta en su caso y dado
el relativo éxito alcanzado, mucho más una credencial que un baldón. Socavar su
jefatura en los meses que vienen no sería reemplazar a Capriles con algo mejor
sino emascular a las fuerzas opositoras. Deben ir a los comicios regionales de
diciembre unidos como una roca bajo el liderazgo de Capriles.
La experiencia de los dos últimos
años, y esto es lo cuarto, muestra hasta qué punto cada espacio, por diminuto
que sea, cuenta para alcanzar el objetivo inmediato de impedir que se instale
un régimen totalitario irreversible y, en el mediano o largo plazo, para
suceder a Chávez. Capturar todos los espacios posibles debe ser desde ya el
norte de las acciones de la MUD.
Por último, como saben Capriles y su
gente, las posibilidades de que vuelva a haber elecciones presidenciales antes
de seis años son muchas. Si en los próximos cuatro años Chávez falleciera, la
ley del propio chavismo obligaría a convocar nuevos comicios. La oposición debe
mantener su maquinaria aceitada para estar preparada. El oficialismo no tendría
como cabeza de cartel a nadie capaz de competir en serio con Capriles.
Para eso, sólo hay una receta: la que
ha ofrecido el propio Capriles pidiendo a su gente no dejarse abatir y seguir
en la lucha con la frente muy alta.
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