ARMANDO CHAGUACEDA 11 DE ENERO DE 2013*
Han pasado 14 años desde que alcanzó
su primera victoria, en elecciones presidenciales, el líder venezolano Hugo
Chávez y, con esta victoria, llegó la del proyecto bolivariano.
El hastío ciudadano con la corrupción
política y la exclusión de los pobres –afectados por políticas neoliberales–
constituyó un frente electoral que llevó al teniente coronel a un resonante
triunfo ante los otros candidatos.
A partir de ese momento, el nuevo
gobierno enfrentó la férrea resistencia de los partidos tradicionales, así como
de una alianza de medios de comunicación masivos y clases medias y altas
urbanas que apelaron durante 2002 y 2003 a estrategias desestabilizadoras,
incluyendo un fallido golpe de Estado, que el gobierno logró capear, remontando
las cotas de legitimidad nacional e internacional en sucesivos procesos
electorales entre 2004 y 2006.
Para superar los déficit de la IV
República (1830-1998), el gobierno de Chávez expandió en Venezuela la
participación ciudadana y puso la agenda social en el centro del debate.
Financiadas por la renta petrolera,
las políticas sociales crecieron, generando procesos de inclusión de los
marginados. Estos elementos, sin duda positivos, coincidieron con la
redefinición del marco normativo –nueva Constitución y leyes– y con la
recuperación del rol del Estado como agente activo en la vida nacional,
delineando los rasgos centrales del proyecto (auto)identificado como
“bolivariano”.
Pero desde el 2006, el efecto
democratizador del gobierno de Chávez se vio paulatinamente matizado por un
creciente personalismo y por la burocratización política. Se consolidó un
régimen hiperpresidencialista, una organización política dominante –el Partido
Socialista Unido de Venezuela (PSUV)– y se desarrollaron mecanismos de
participación –los Consejos Comunales– que operan como factores de control y de
movilización política.
El encumbramiento del liderazgo
carismático de Hugo Chávez fue acompañado por el uso discrecional de los
recursos estatales, así como por el acotamiento de los otros poderes
nacionales, tanto los político-partidarios como los societales (movimientos,
organizaciones) y fácticos (medios de comunicación); tanto los identificados
con la burguesía como los de actores populares y de izquierda autónomos.
Con la difusión de la idea del
“Socialismo del Siglo XXI”, el impulso a una nueva Ley Habilitante que daba al
presidente la posibilidad de aprobar decretos con fuerza de ley, la propuesta
de reforma constitucional y la creación del PSUV, se produjo un avance de las
tendencias autoritarias y estatizantes, particularmente visibles en las
instituciones públicas, en el modelo económico y en la arquitectura jurídica de
la nación.
La concentración de poderes, que
convergen en la figura del presidente Hugo Chávez, apela a una relación
líder-masa y a la confrontación con el enemigo (opositores) dentro de una
estrategia que tiende a desconocer, cada vez más, la normatividad vigente,
incluida la propia Constitución. Y que conlleva la instrumentalización de la
justicia, el control y vigilancia sobre los medios de comunicación y graves
retrocesos en el respeto a los derechos humanos. Se restringen también, dentro
de las propias filas bolivarianas, las opciones para disentir y participar en
la construcción del proceso, con constantes apelaciones al léxico militar
(batalla, campaña, misiones) y a los estilos de “ordeno y mando” implementados
dentro de la estructura vertical del chavismo y su comandante-presidente.
El Poder Ejecutivo, con el auspicio de
la bancada oficialista que controla la Asamblea Nacional, ha ido imponiendo, de
2008 a la fecha, una serie de decretos que retrotraen los avances en materia de
descentralización y enajenan competencias de otros poderes públicos, con la
intención de erosionar la base material de los gobiernos regionales opositores
y garantizar el control y la lealtad de aquellos dirigidos por cuadros
chavistas.
En realidad, esto significa la
sustitución de un régimen democrático que permite la representación plural de
identidades políticas y preferencias ciudadanas por un esquema piramidal de baja
calidad participativa, que incrementaría el control material, político e
ideológico del gobierno nacional no sólo sobre los poderes locales, sino
también sobre cualquier forma de organización autónoma ciudadana, sea
adversaria o aliada.
Así, aunque se preserva una anatomía
democrática (elecciones, oposición, prensa libre) ésta va siendo sustituida por
una fisiología autoritaria que contradice, sin suprimirlos, los fundamentos
mismos de la soberanía popular.
La oposición: balance y retos
Frente a estos escenarios es
interesante explorar cual ha sido (y será) el papel de la oposición. Si tomamos
como referencia las coyunturas abiertas por las victorias oficialistas en los
procesos electorales del último trimestre de 2012 (presidenciales del 7 de
octubre y regionales del 16 de diciembre) es un hecho que la oposición –en
tanto alternativa realmente existente– tiene ante sí el reto y la
responsabilidad de, defendiendo sus espacios, contrapesar el poder del chavismo
y, con ello, garantizar en buena medida un entorno sociopolítico plural para
toda la ciudadanía. La oposición debería interpretar las recientes victorias
electorales del chavismo no sólo como mero efecto de sus políticas clientelares
y del control del aparato estatal, sino como una expresión del peso que sigue
teniendo la lacerante deuda social –y su solución– y la representación
simbólica de los pobres y mestizos –usufructuada por Chávez– dentro de la
población tradicionalmente excluida de Venezuela. También deberá pasar balance
del estado de las mutaciones su base social, y de los puentes tendidos a
sectores populares.
En particular, hay que pasar balance
de la existente entre el fenómeno movilizativo y las agendas opositoras.
Durante los últimos años, la oposición ha reconocido la importancia (para ella
y para toda la convivencia democrática en una sociedad ideológicamente plural)
de conquistar y defender espacios en los poderes del Estado y en los gobiernos
regionales. Ha hecho justo balance de los costos pagados por privilegiar (de
2002 a 2005) estrategias violentas que desconocían el orden legal y político
erigido después de 1999 (Constitución) y sus mecanismos institucionales
(electorales, representativos, participativos) como vía para consolidarse como
opción política.
Hoy en todo el espectro de actores que
integran la Mesa de la Unidad Democrática (MUD) existe conciencia que una mayor
presencia en estos ámbitos haría más lento y/o potencialmente reversible el
proceso de centralización y concentración de poderes que el oficialismo ha
impulsado en los últimos cinco años, en procura de la hegemonía política
nacional.
Sin embargo, en un escenario de
asimetría de poderes como el que vive hoy Venezuela, la oposición tampoco
debería apostar en exclusiva a desarrollar su agenda desde los espacios
institucionales conquistados dentro del Poder Legislativo y los gobiernos
regionales. La existencia de árbitros (poder electoral y Judicial) cuyos
veredictos casi siempre benefician –por acción u omisión– al oficialismo; y la
vigencia de leyes que son formalmente respetadas pero fácticamente vulneradas
(mediante la aprobación de decretos y poderes ejecutivos que las rebasan) hacen
que las posibilidades de éxito de cualquier política más allá del chavismo
(proveniente de la actual oposición o de una hipotética –y poco probable–
tercera vía) deba apelar a la movilización ciudadana, pacífica, masiva y
respetuosa de los derechos garantizados por la Constitución de 1999.
Éxitos como los obtenidos frente a la
propuesta oficialista de reforma constitucional (2007) y de Ley de
Universidades (2010) se debieron, en buena medida, a movimientos protagonizados
por actores sociales (estudiantes, trabajadores, etcétera) que rebasaron las
estructuras partidarias y los sectores tradicionales de la oposición. Estos se
posicionaron en el espacio público concientizando a la sociedad sobre cambios
legales e institucionales promovidos por el chavismo (implantación de un poder
comunal que vaciaría de recursos y competencias a las autoridades locales y
regionales electas, nuevo modelo educativo “socialista”, etcétera) que
supondrían una merma de derechos y libertades de toda la ciudadanía, con
independencia de su orientación política.
La oposición deberá avanzar en
términos numéricos y de presencia en zonas y estratos poblacionales otrora
dominados por el chavismo; y sus simpatizantes hacer conciencia que una
estampida migratoria, hija del derrotismo, sólo favorecerá al oficialismo. No
basta con mejorar sus resultados electorales: los opositores tienen que
combinar su presencia institucional con una mayor acción colectiva
–manifestaciones, foros, campañas públicas– desarrollada de acuerdo con la
legalidad vigente, para aislar las tendencias golpistas –dentro y allende de
sus filas–, presionar pacíficamente al oficialismo y ampliar su base social.
Únicamente si el gobierno nacional siente que los costes de imponer una
política chocará con la resistencia activa de sectores importantes de la
población (en las calles y espacios públicos) la existencia de una oposición
parlamentaria y partidaria no significará un adorno legitimador con escasa
capacidad de influencia. Las lecciones derivadas de la interacción entre los
actores del sistema político y la presión y movilización sociales en varias
naciones del hemisferio (como es el caso de Bolivia) resulta en ese sentido
especialmente reveladora.
“Al estilo del PRI”
Con independencia de cómo quede
redefinido el ajedrez político venezolano, la necesidad de una mayor
movilización y una defensa activa de derechos son clave para defender la
amenazada democracia venezolana. Un mapa electoral más plural es garantía de
sobrevivencia incluso para los movimientos sociales autónomos que rechazan
subordinarse a la MUD o el PSUV. Si el oficialismo derrota en toda la línea a
la oposición, tendrá más fuerzas para ir sobre los otros actores sociales y
disciplinarlos –como ha intentado con la ley de ONG y el acoso a las
organizaciones defensoras de derechos humanos– y para consolidar su modelo
hegemónico y políticamente excluyente.
El balance de los procesos electorales
vividos por el país en los últimos 14 años apunta a una división del voto
ciudadano, con 55% afecto al oficialismo y otro 44 % identificado con la
oposición. En ese escenario, tanto cualquier intento de establecer un control
político total por parte del oficialismo como cualquier resistencia opositora
que sea percibida por aquél como amenaza a su autoridad, serán motivos de
graves convulsiones políticas. Sin embargo, en ausencia de una opción
totalitaria y de los debidos contrapesos opositores, algunas interpretaciones
sugieren que la situación parece configurar un esquema de gobernabilidad
autoritario con algunas similitudes al establecido bajo el régimen priista
mexicano: un presidencialismo fuerte montado sobre una formación partidista
dominante en fusión con el aparato estatal, una oposición leal y testimonial,
una relativa libertad de expresión y organización (siempre que no amenazase el
orden vigente), unidos estos a mecanismos de cooptación extensos y formas de
represión selectivas y bien planificadas para los sectores contrahegemónicos.
Un esquema donde se mantienen ciertas formalidades y espacios democráticos
–elecciones, prensa, oposición– siempre que, insisto, no altere el status quo
autoritario; y donde permanecen abiertas las oportunidades para hacer buenos
negocios, siempre y cuando al empresariado no se le ocurra meterse en el mundo
de la política, transmutado en feudo exclusivo del partido dominante. Aunque,
en el caso venezolano, el factor militar, unido a la influencia ideológica y
geopolítica cubanas, podría sugerir una mayor radicalización del proceso
político.
La superación de la polarización
vigente y la construcción de otras referencias sociopolíticas en Venezuela es
una precondición para la real superación de la crisis del modelo de desarrollo
basado en la democracia representativa-delegativa y la renta petrolera, del
cual el chavismo es una continuación y no una ruptura. Porque bajo la
polarización no hay cabal autonomía para las iniciativas sociales y populares.
Y porque será la transformación cultural y societal inducida por los diversos
actores y movimientos sociales, mediante la difusión de valores y prácticas
contrahegemónicas, las que modificarán estructuralmente las realidades, más
allá de la (mejor o peor) administración del status quo que hacen los gobiernos
y los partidos.
* Politólogo e historiador de la
Universidad Veracruzana. El autor agradece el intercambio sostenido con
diversos colegas venezolanos (en particular Margarita López Maya, Rafael
Uzcátegui y Luis Vicente León) previo a la elaboración del texto.
Tomado de: http://www.proceso.com.mx/?p=330386
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