Carlos Raúl Hernández 16 de marzo de 2013
En septiembre
2012, debajo de un estacionamiento de Leicester, Inglaterra, se descubrió el
esqueleto de Ricardo III, personaje en el que Shakespeare resume la ruindad
extrema de la que se puede ser capaz. Era físicamente deforme como él lo
retrata, y moralmente un monstruo. Manda ahogar en un tonel de vino a su propio
hermano Clarence, encarcelado en la Torre de Londres. También en esa torre del
horror asesina por razones dinásticas dos niños, los hijos de Eduardo IV. Hace
decapitar un enemigo y seduce a la viuda, que se le entrega en plenas exequias
de su marido en busca de protección de aquel mundo de fieras.
Una perspectiva
de la Historia Universal es el recuento de la maldad, presidida por su reina:
la mentira. La bestia que todos llevamos dentro ha sido difícil de embridar en
40.000 años. En los comienzos del homo sapienssolo el amor moderó
la violencia. La antropología sostiene que la evolución terminó cuando macho y
hembra descubrieron el sexo cara a cara, ahorahombre y mujer que se
amaban a los ojos, según el arte rupestre, y la pequeña cueva se tornó un paraíso,
después de sobrevivir el día. El judaísmo hace lo suyo milenios después cuando
Moisés impone mandamientos severos a la vida tribal. Más tarde el Cristianismo
dignificó la condición humana. Todos somos hijos de Dios.
Del Cristianismo
nacen la Declaración de Derechos del Hombre en 1789, y finalmente la
democracia. Pero Ariel y Calibán siguen en combate en el corazón y en el siglo
XX las revoluciones de izquierda y derecha de nuevo asoman los colmillos
del homo homini lupus. El comunismo y el nacionalsocialismo se
basan únicamente en el odio y la mentira. Cada uno de sus líderes es
potencialmente Ricardo III o Fidel Castro, su versión contemporánea.
Por fortuna la
marcha global hacia la libertad pone obstáculos y los revolucionarios no
tienen, en general, las manos libres para asesinar. Dicen luchar por valores
sublimes, la igualdad, la verdad, el futuro, la justicia, y muchos lo creen,
pero sus medios y sus fines son criminales. Son por definición amorales,
enfermos de esquizofrenia ética. Tienen la cabeza llena de delirios
ideológicos, aunque su verdadero motivo es el odio por el mundo que los rodea y
la gente normal.
Joseph Conrad
consideraba sus razonamientos como la “imbécil y atroz respuesta de un discurso
revolucionario meramente utópico”, pero que ha llegado a ser eficaz, hasta el
extremo que resucitó luego de que en 1989 se le creía enterrado. Los
revolucionarios tienen un tronco común y sus diferencias son meramente
tácticas, de acuerdo con el mayor o menor sentido práctico que exhiban, desde
los terroristas ilusos hasta los pragmáticos eficaces. Y por las malas o las
buenas, usando las instituciones gradualmente o asaltándolas, persiguen lo
mismo: destruir la sociedad civilizada, arrebatar la vida, la libertad y la
propiedad de los ciudadanos, crear tiranías.
La mentira es su
materia prima esencial, el influjo de su alma, la gelatina de sus huesos. El
engaño, la falsedad, la calumnia sin escrúpulos es lo que corre por sus venas
justifica y da sentido a sus existencias. Mienten de los vivos y los muertos.
Prostituyen las hijas. Rompen las lealtades familiares. Lenin se inspiró para
su obra ¿Qué hacer?, en el Catecismo Revolucionario del
anarquista ruso Nechayev, prolongado en Mao, Stalin, Guevara, Hitler,
Mussolini, Castro, y cualquiera que admire o quiera emular tales licántropos
que chapotean en ríos de sangre y sufrimientos.
Las frases de
Nechayev resuenan en la actualidad, inconscientemente textuales. “El
revolucionario es un enemigo implacable de este mundo capitalista, y si
continúa viviendo en él, es sólo para destruirlo más eficazmente… la más rápida
y más segura destrucción de este sistema asqueroso… Desprecia la opinión
pública… y odia la actual moralidad… sólo es moral lo que contribuye al triunfo
de la revolución… lo que la obstruye es inmoral y criminal… los tiernos y
delicados sentimientos de parentesco, amistad, amor, gratitud e incluso el
honor deben extinguirse por la sola y fría pasión del triunfo”.
“… El
revolucionario… no tiene intereses personales, no tiene relaciones, sentimientos,
vínculos o propiedades, ni siquiera un nombre. Todo en él se dirige hacia un
solo fin, un solo pensamiento, una sola pasión: la revolución… un amigo es sólo
aquel que ha probado con sus actos que también él es un revolucionario. La
dedicación u otras obligaciones hacia ese amigo dependen de su utilidad para la
causa”.
Ricardo III hoy
sería un militante revolucionario.
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