Por Lissette González,
01/09/2013
Cuando
se piensa en las condiciones para la democracia, lo más común es centrarse en
los derechos civiles y políticos: no puede haber democracia sin igualdad ante la
ley, libertad de pensamiento o sin derecho a la participación política. El foco
suele estar en el concepto de libertad al distinguir los sistemas democráticos
de otras formas de gobierno que la restringen. Pocas veces el foco está en los
derechos sociales y sus implicaciones. A ello dedicaremos las próximas líneas.
¿Son
libertad e igualdad social términos antagónicos? Muchas veces se piensa que sí.
Que mientras las democracias occidentales han dedicado su esfuerzo a construir
sociedades basadas en la libertad individual, los regímenes comunistas del
siglo XX se dedicaron sin éxito a construir sociedades igualitarias. Sin
embargo, creo que esta interpretación es incompleta: ambos sistemas tuvieron
como meta construir igualdad.
Para
entender esta afirmación hace falta remontarse a la sociedad europea previa a
la Revolución Francesa: entonces, la principal demanda de la burguesía era
eliminar los privilegios, crear una sociedad en que todos los ciudadanos
contaran con los mismos derechos. Por tanto, una de las principales
aspiraciones de las democracias liberales es la igualdad de derechos y deberes
de todos los ciudadanos. Las libertades ciudadanas, el respeto a los derechos
civiles y políticos, podrían entenderse como la forma de establecer unas
condiciones mínimas de igualdad entre todas las personas pertenecientes a una
comunidad política.
Hasta
aquí hay algo pendiente: ¿qué pasa con las desigualdades económicas? La
concepción tradicional de la democracia liberal no contempla este problema: al
brindar a todos las mismas oportunidades y derechos, las desigualdades
existentes serían producto de las diferencias de mérito y esfuerzo. Sin
embargo, ¿podemos hablar de igualdad de oportunidades, cuando algunos grupos
carecen de servicios básicos? ¿La igualdad de derechos se garantiza solo por
vía jurídica?
Mientras
las leyes establecían la igualdad de todos los ciudadanos, era evidente la
existencia de amplias desigualdades socio-económicas. Esta disyuntiva se
resolvió en el siglo XX de dos formas: las revoluciones socialistas del siglo
XX pretendían superar estas desigualdades al eliminar la propiedad privada
sobre los medios de producción; mientras que en las democracias de Europa
occidental se consideró central generar un mínimo de igualdad en las
condiciones de vida a través del estado del bienestar, cuyos pilares (sistemas
públicos de educación, salud y seguridad social) mitigaban las desigualdades
generadas en el mercado.
La
creación del estado del bienestar supuso en Europa y Estados Unidos un
prolongado período de crecimiento económico y estabilidad política. En América
Latina, aunque las constituciones proponían teóricamente un estado benefactor
de esta naturaleza, la realidad en la mayoría de nuestros países muestra un
panorama distinto: crecientes grupos de la población están al margen tanto del
mercado como del estado, están excluidos y no gozan de sus derechos. En
nuestros países la ciudadanía universal sigue siendo un proyecto en
construcción.
Los
derechos más vulnerados son los sociales: tienes derecho a la salud, siempre
que pagues la factura de la clínica o el HCM. Tus hijos tienen derecho a la
educación, mientras pagues el transporte, el uniforme y la lista de útiles; más
aún, si quieres una educación de calidad es recomendable que inviertas en un colegio
privado. En este escenario, ¿podemos decir que en Venezuela garantizamos
igualdad de oportunidades a todos los ciudadanos? Las crisis que desde fines de
los 80 atraviesa nuestro sistema político están intensamente ligadas con este
déficit de ciudadanía. Por tanto, lo social no es un accesorio, ni una
estrategia de marketing político, sino el principal problema que debemos
resolver para construir una sólida alternativa democrática.
(*)
Artículo publicado originalmente en la Edición Especial por el 80° Aniversario
de "El Carabobeño"
Lissette González
@LissetteCGA
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