Fernando Mires 06 de junio de 2014
Se equivocaron de siglo? ¿Quieren
hacer en el siglo XXl la revolución antimonárquica que no hicieron en los
siglos XVlll y XlX, justo ahora cuando el rey no tiene poder? La pregunta fue
pertinente cuando después de anunciada la abdicación del rey Juan Carlos en su
hijo Felipe, miles de personas desbordaron las calles de España para exigir el
fin de la monarquía.
¿Fin de la monarquía parlamentaria?
¿Cree de verdad esa gente que los problemas que hoy padece España -entre otros
el paro, la inflación, las migraciones, el populismo- van a ser solucionados
con la salida de la familia real del palacio de La Zarzuela?
¿O imaginan que el poder real –valga
la redundancia- reside en la realeza? Porque mirando el problema por donde se
quiera, el poder del rey no tiene nada que ver con el ejercicio del poder
fáctico. El de la realeza no es un poder; es solo representación simbólica de
un poder. Sobre ese punto ya casi no hay discusión.
¿O no querían destituir al poder sino
a su simbología? Si así fue, la teoría de René Girard sobre el rol histórico
del chivo expiatorio (El Chivo Expiatorio, Anagrama, Barcelona 1986) se vería
reflejada en la España de hoy. El rey, efectivamente, era para esas multitudes
el chivo expiatorio frente a problemas que nada tenían que ver con el rey. Y
bien, aunque parezca insólito, hasta en ese rol la monarquía estaba cumpliendo
una de sus funciones pues ser chivo expiatorio significa concentrar el
descontento a fin de que no se deslice hacia otros objetos menos protegidos que
un rey.
“El rey es solo un representante del
pasado” –dijo frente a los micrófonos una manifestante “progre”-. Ella no sabía
que con esa afirmación estaba dando una de las razones principales para
justificar la existencia de la monarquía.
El rey representa efectivamente al
pasado, vale decir, una de las dimensiones del tiempo que nos pertenece a
todos.
El poder, en todas sus dimensiones
temporales, incluyendo el pasado, requiere de representación. Sin esa
representación los militares, los banqueros, los sindicatos, los curas, las
autonomías nacionales y nacionalistas, se representarían por sí mismos. Para
que eso no ocurra están los partidos. Sin embargo, el Estado, entidad que
representa a todas las representaciones, también debe ser representado, tarea
para la cual los mandatarios no son siempre aptos.
No es necesario por supuesto que la
representación nacional del pasado sea un rey, pero tampoco hay nada en contra
de que lo sea, entre otras cosas porque el rey pertenece al pasado. Y bien, ese
pasado también existe en el presente. “El pasado nunca muere, ni siquiera ha
pasado” (William Faulkner). Sin un pasado en el presente, las naciones, como
los individuos, no podrían entender su historia.
Pero el lugar del rey no reside solo
en su representación pasada. El rey, en su forma simbólica es, además una idea.
Esa idea dice así: Por sobre el poder temporal existe otro poder. Puede que no
sea divino, pero está por sobre lo temporal. Si ese poder no existiera,
significaría que el poder comienza y termina en nosotros. De ahí que la figura
del rey es una representación que indica, a escala humana, que existe “un poder
sobre el poder”.
El rey muere y la dinastía real se
mantiene en el curso del tiempo asegurando continuidad y permanencia más allá
de los vaivenes políticos. Por lo mismo, el poder del rey no es político (lo
político es siempre contingente y temporal) aunque, para decirlo con Claude
Lefort, cumple la tarea de asegurar “la persistencia de lo político” (La
incertidumbre democrática, Antrophos, Barcelona 2004)
Sin el rey o algo semejante situado
sobre el poder político, este último tendería a convertirse en poder absoluto.
“El poder sobre el poder” protege así al poder político de sus tentaciones de
absolutidad. Esa es la razón por la cual en las monarquías parlamentarias, así
como en el ajedrez, el rey debe ser protegido: El rey, en suma, es un protector
protegido.
Ese poder, el del rey, cumple la
función de representar el sostenimiento del tiempo de la mortalidad en el
espacio de la eternidad, o lo que es similar, el poder del tiempo absoluto en
el espacio del tiempo relativo.
Quizás no fue casualidad que después
del derrocamiento del desdichado Luis XVl, ya pasada la marea revolucionaria,
el poder político haya sido absolutizado por la dictadura de Napoleón. O que
después del fin de la monarquía alemana de Guillermo ll, el poder político haya
sido absolutizado por Hitler. O que después del derrocamiento del zar Nicolas
ll, el poder haya sido absolutizado por Stalin.
Precisamente para defenderse de esos
políticos que intentan absolutizar el poder fue creada en los regímenes parlamentarios europeos el cargo de
presidente.
El presidente en las democracias
parlamentarias cumple funciones similares a las de un rey –es dignatario y no
mandatario (diferencia importante)– pero su cargo no es hereditario. En EE UU,
a su vez, sus fundadores se las arreglaron para poner en lugar del rey a la
Constitución: un poder escrito que constituye a la nación más allá de las
políticas circunstanciales. La Constitución en EE UU es sagrada; casi una
reina.
Y en los países latinoamericanos
¿quién protege al poder político de los políticos? Parece que nadie. El Señor
Presidente (Asturias) cumple las funciones de ejecución y de representación a
la vez. Quizás esa dualidad explica el porqué tantos mediocres presidentes han
sido adorados como reyes o el porqué algunos se han convertido en autócratas
situados por sobre la Constitución (a la que modifican cuando y como les da la
gana) o el porqué se sientan sobre la división de poderes o el porqué designan
a sus sucesores o el porqué tantos pretenden eternizarse en el poder.
Nadie está pidiendo, por supuesto, la
creación de nuevas monarquías. Pero no sería mala idea comenzar alguna vez el
debate sobre el exacto lugar que debe ocupar el presidente en una democracia.
La monarquía absoluta pertenece al pasado. El presidencialismo absoluto es, en
cambio, algo muy presente. En cierto modo, es el gran peligro antidemocrático
de nuestro tiempo. Sobre todo en América Latina.
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