AMERICO MARTIN 12 de julio de 2014
Me sirve la excelente obra de la
historiadora venezolana Inés Quintero sobre el Precursor Francisco de Miranda –
El hijo de la panadera– para contrastar la Moral pura con la que reina en el
ámbito de la política. Pueden aprovecharse los retos que a través de los
accidentes de su historia de revolucionarios pusieron a prueba a Miranda y
Bolívar para comprender el hábil pragmatismo de dos líderes instalados con
justo título en el corazón de los latinoamericanos. Pero también para
desentrañar los bajones morales en que incurrieron. Historia que el patriotismo
quisiera ignorar. Inés Quintero va a lo suyo: a la verdad, la a ratos amarga verdad.
Las huellas del iluminado Miranda se
habrán borrado, quizá, en España, Francia, Rusia, Inglaterra y EEUU, donde
trabajó intensamente, pero entre nosotros, no. ¿Por qué no? Porque fue
convertido en uno de los símbolos de las naciones emancipadas. El
fundamentalismo patriótico lo ha exaltado hasta la cima de la leyenda o el
mito.
Digamos con Klausewitz: “La guerra es
la continuación de las relaciones políticas, es una gestión de la política con
otros medios”.
Me permitiré repetirlo pero al revés:
La política evita la guerra o permite superarla después de iniciada.
Precisamente, porque quiere impedir un
conflicto bélico o ponerle fin a una carnicería ya en marcha, la política tiene
una marcada propensión realista. Debe tratar de lograr lo esencial de sus
objetivos, aceptando necesarias flexibilizaciones pragmáticas.
“Flexibilidades pragmáticas”. Esa
fórmula suena mal porque supone diálogos, negociaciones, transacciones. Pero
aunque suene mal, el pragmatismo es generalmente vital para obtener
sustanciales logros democráticos. Y en cambio, el moralismo que lo rechaza podría
acaso terminar trastocado en perniciosa violación de la Moral.
Nos recuerda la profesora Quintero que
Miranda se tragó toda la irritación que cargaba contra William Pitt, el frío
ministro inglés, involucrado como estaba en convencerlo para que pusiera la
fuerza británica del lado de la causa emancipadora de la América Hispana. A
sabiendas de la codicia territorial que pudiera estar presente en las potencias
inglesa y estadounidense, no vaciló en ofrecerles Trinidad, Puerto Rico y
Margarita, a cambio de su ayuda.
¿Se pasó de raya? ¿Eran concesiones
realmente necesarias? ¿Trataba –al incluirla casi como señuelo– de reducir al
mínimo la entrega de espacios más importantes? Tal vez sí, tal vez no. Pero
Miranda no dio ese paso por inmoral, entreguista o –como dicen ahora–
“apátrida”. Es lo contrario, lo hacía –con razón o sin ella– impulsado
frenéticamente al logro de la independencia del extenso territorio
hispanoamericano. Era la suya una óptica pragmática, pero intencionadamente
Moral. Eso sí, con “M” mayúscula.
El realismo político puede prevalecer
sobre la Ética pura cuando la suprema Moral está en juego o en peligro.
Entendiendo en este caso por “suprema moral” la independencia, la democracia,
la libertad, la seguridad y la paz. Ese inmenso destino puede perderse si
quienes buscan alcanzarlo reaccionan como duques ofendidos a la posibilidad de
hacer la más pequeña pero salvadora o inevitable concesión o se nieguen por
desafortunado moralismo a dialogar con quienes tengan las manos sucias.
Miranda se reunió a conciencia con
embajadores españoles que registraban sus movimientos para denunciarlos al
monarca que quería eliminarlo; por no mencionar a Catalina y sus validos, que
lo trataron muy bien y sin embargo no vacilarían en mancharse con la sangre de
quienes no marcaran el paso del imperio zarista.
Miranda era un político, era un
patriota de elevados sentimientos, y como tal sabía que ese oficio, desempeñado
con sabiduría, tiene una profunda savia moral. Pero entendía que nada más
erróneo, disparatado incluso, que olvidar la particular forma como se
combinaron Moral y Política en la Historia. Una, sin la otra podría triunfar
sí, pero de manera muy perversa e inhumana.
La victoria de una gran causa debía
emanar de un alto pragmatismo, eso sí: “gobernado” por reglas éticas sabiamente
combinadas. El principismo puro en el universo de las relaciones políticas
puede quedar reducido a un desahogo impotente y vanidoso. Una falsa moral sin
resultado. Autobombo sin más.
Otra notable lección queda subrayada
en la obra de Inés Quintero. La de la fatuidad, falacia y papel de los mitos
personalizados, que estrangulan la libertad de pensar y de crear.
No creo que al subrayar dos
cuestionables momentos en la conducta de Miranda y de Bolívar, la autora haya
tenido otra intención que la de salvar la memoria histórica. Una forma de
humanizarlos o más bien de no endiosarlos. La más bien vergonzosa capitulación
de Miranda frente a Monteverde había recibido juicios contradictorios de
autores impecables. Augusto Mijares la adorna algo para defender al gran
hombre.
Quintero no hace concesiones a la
realidad. No emite juicios de valor. Los hechos hablan solos. Miranda dejó a
sus compañeros en las fauces del tirano mientras intentaba escapar. Llevaba una
elevada suma de dinero de las exhaustas finanzas de la República. O peor –según
sus calumniadores– el salario de traición recibido de Monteverde.
Bolívar, Casas y Peña fueron los
principales involucrados en la detención del trágico Precursor. Lo llamaron
traidor, lo infamaron. A tenor de carta del tirano Monteverde (está en el
Archivo de Indias) y declaración de un amigo realista de Bolívar, el futuro
Libertador fue premiado con un pasaporte que le permitió salir de Venezuela. El
cruel jefe canario agradeció expresamente su intervención contra Miranda.
Miranda y Bolívar fueron grandes
americanos, pero no deidades impolutas. Los indicados ejemplos lo demuestran,
sin menoscabar sus colosales esfuerzos por la independencia. Pero al evocar la
verdad completa, Inés Quintero merece nuestra gratitud.
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