MARIO VARGAS LLOSA 7 SEP 2014
Veinticinco años después
de que Fukuyama proclamara el fin de la historia, civilización y barbarie
siguen combatiendo en el escenario global. El enemigo es ahora el radicalismo
islámico
Francis Fukuyama publicó en 1989 su
famoso artículo sobre el fin de la historia y, en 1992, el libro en que amplió
y argumentó su teoría, explicando que, con la desaparición de la Unión
Soviética y del comunismo, la democracia no tendría ya en el futuro alternativas
de peso e iría poco a poco integrando al mundo en una civilización global de
paz y libertad.
¿Quién se atrevería un cuarto de siglo
después a sostener una tesis tan optimista? Donde uno vuelva ahora los ojos, la
historia está más viva que nunca, las contradicciones y rechazos violentos a la
cultura democrática son el signo de la época y ganan terreno por doquier. La
URSS y el comunismo han desaparecido para todos los efectos prácticos y los dos
últimos Estados comunistas —Cuba y Corea del Norte— son dos antiguallas
destinadas a extinguirse más pronto que tarde. Pero Rusia, bajo el liderazgo de
Vladímir Putin y su cogollo de antiguos agentes del KGB, resucita como una
potencia despótica que desafía a Occidente con éxito y va reconstituyendo su imperio
ante un Estados Unidos y una Europa que, con el respaldo de su respectiva
opinión pública, protestan y amenazan con sanciones pero no van a ir hoy a la
guerra por Ucrania, ya medio devorada por el gigante ruso, ni mañana por los
Estados bálticos que serán probablemente el próximo objetivo del nuevo
imperialismo ruso.
La primavera árabe, que despertó
tantas esperanzas en todo el mundo democrático, está muerta y enterrada.
Sobrevive de milagro en Túnez, pero desapareció en Egipto, donde las elecciones
libres subieron al poder a unos Hermanos Musulmanes que comenzaron a instalar
una teocracia excluyente y agresiva y han sido echados del Gobierno por una
dictadura militar vesánica. En Libia, la dictadura paranoica de Gadafi se hizo
trizas y su caudillo fue liquidado, pero el país vive ahora en una anarquía
sangrienta en la que facciones religiosas y militares se desangran
sistemáticamente y en la que, sin duda, terminarán prevaleciendo los
fundamentalistas islámicos.
El caso más trágico, sin duda, es el
de Irak. La intervención militar destruyó la tiranía sanguinaria de Sadam
Husein pero, luego de un breve paréntesis en que pareció que un régimen de
legalidad y libertad podía echar raíces, se declaró una guerra sectaria entre
chiíes y suníes, y los terroristas de Al Qaeda y otras organizaciones
islamistas extremas se hicieron presentes y han perpetrado verdaderas orgías de
atrocidades, clima en el que un movimiento aún más cruel y fanatizado que Al
Qaeda, el Estado Islámico, se ha apoderado de parte del país al igual que de
Siria e instalado allí un nuevo califato, en el que imperan la sharía y demás
formas extremas de la barbarie, como decapitar, crucificar y enterrar vivos a
quienes se niegan a convertirse a la rama fundamentalista del islam y donde las
mujeres son esclavizadas y, aún niñas, entregadas como concubinas a los
militantes y futuros mártires.
El gran movimiento de liberación que
se alzó en armas contra la dictadura de Bachar el Asad en Siria, y en la que,
en un primer momento, dominaban las fuerzas democráticas y modernizadoras, fue
traicionado por los países occidentales, que se bajaron los pantalones ante
Putin, proveedor de armas de la dictadura, permitiendo de este modo que los
principales protagonistas de la lucha contra El Asad fueran los fanáticos del
Estado Islámico. Ahora, la situación en Siria ha llegado a una pantomima
grotesca, en que, como la última alternativa es la peor, Estados Unidos y la
Unión Europea consideran bombardear a los enemigos del tirano, ya que éste,
aunque un asesino genocida de su propio pueblo, resulta un mal menor comparado
al califato.
No menos trágica es la situación de Afganistán,
donde los talibanes parecen invencibles. Durante su campaña electoral, Obama
criticó al presidente Bush, afirmando que éste se había equivocado dando la
primera prioridad a Irak, cuando el verdadero peligro para el mundo libre lo
constituían los fanáticos talibanes. Y, al subir al poder, aumentó el número de
efectivos y de armas para combatirlos. Unos años después, ante el fracaso de
este esfuerzo, ha retirado las tropas, al igual que el resto de los países de
la OTAN, de modo que allí queda sólo una pequeña dotación militar más bien
simbólica y no es improbable que el régimen que prohibió a las mujeres
estudiar, ejercer cualquier profesión, las encerró en el hogar como esclavas,
restauró la sharía, destruyó el patrimonio cultural del país e instaló una
dictadura oscurantista medieval, vuelva al poder más pronto que tarde.
Dentro de semejante barbarie, quién lo
hubiera dicho, América Latina parece un ejemplo de civilización. No hay
guerras, la mayor parte de los países tienen elecciones más o menos libres y en
la mayoría de ellos se practica la convivencia en la diversidad. Pero sería
imprudente echar a volar las campanas. La más larga dictadura de la historia
del continente, Cuba, está allí todavía, en manos de dos momias que parecen
aquejadas de inmortalidad, y, con la excepción del puñadito heroico pero poco
efectivo de resistentes, en la isla da la impresión de que no se moviera ni una
mosca. Y en Venezuela, donde hace algunos meses la movilización de los
estudiantes parecía haberle dado a la oposición una dinámica ganadora, Maduro y
compañía parecen haber consolidado por ahora su poder mediante una represión
feroz retrasando una vez más la hora de la liberación. El país está en ruinas,
pese a la riqueza de su subsuelo, pero la pobreza, el racionamiento, la
inflación y la corrupción no son suficientes, como demuestra la historia hasta
el cansancio, para traerse abajo una dictadura. Por el contrario, un pueblo
sometido a la carestía, la escasez, al miedo y a la mera supervivencia suele
volverse más propenso a la resignación y a la pasividad, lo que explica tal vez
la longevidad de tantas dictaduras latinoamericanas y africanas.
Esta visión a vuelo de pájaro del
estado de la democracia en el mundo se enturbia todavía más si analizamos la
profunda crisis que atraviesa la Unión Europea, el más ambicioso proyecto
contemporáneo de la cultura de la libertad. La unidad europea ha traído ya
enormes beneficios a los países del antiguo continente, entre otros hacerlos
vivir el más largo periodo de paz y convivencia de su historia. Pero, en los
últimos años, sobre todo a raíz de la crisis económica y financiera, el
cuestionamiento de Europa en su propio seno ha crecido con el retorno de los
nacionalismos y de fuerzas de extrema izquierda y de extrema derecha que
rechazan la Unión, quisieran acabar con el euro y regresar a las viejas
nacionalidades. De hecho, la primera fuerza política es hoy, en Francia, el
Front National, un partido neofascista que quiere liquidar la moneda única y la
integración de Europa. Todas las encuestas dicen que en Reino Unido una mayoría
de ciudadanos quiere salirse de la Unión y que el referéndum que, al respecto,
ha prometido convocar el Gobierno, lo perderían los europeístas. Sin Reino
Unido, Europa nacería baldada.
¿Qué concluir de esta deprimente
visión panorámica de la eterna pugna entre la civilización y la barbarie? ¿Que
esta última avanza incontenible y terminará por aplastar pronto a aquella? Eso
sería tan falso como sostener, ahora, la tesis que lanzó hace un cuarto de
siglo Francis Fukuyama sobre la irreversible victoria de la democracia. La
pugna sigue en pie, con fluctuantes alternativas, y sólo en un sentido —aunque
importantísimo— se puede decir que la democracia gana puntos. A diferencia del
comunismo, un mito capaz de seducir a mucha gente con su sueño igualitarista,
el fundamentalismo religioso islámico, hoy el principal adversario de la
civilización, sólo puede convencer a los ya convencidos, pues sus ideas y
paradigmas son tan primitivos y cavernarios que se condena a sí mismo a ser
derrotado tarde o temprano por agentes exteriores o por descomposición interna.
Esa guerra nunca nadie la ganará de manera definitiva; se ganarán y se perderán
batallas, y, eso sí, lo realista sería reconocer que, en los últimos tiempos,
la causa de la libertad las ha estado perdiendo muchas más veces que ganando.
No hay comentarios:
Publicar un comentario
Para comentar usted debe colocar una dirección de correo electrónico