H.C.F. Mansilla 28 de octubre de 2014
Antes de la Segunda Guerra Mundial José
Ortega y Gasset exclamó: "Desde hace mucho tiempo viene oyéndose a través
del planeta un formidable grito, [...] pidiendo que haya alguien que
conduzca". Las épocas de grandes dilemas y tribulaciones exigen,
evidentemente, la presencia de auténticos estadistas, imaginativos, intrépidos,
impulsores del progreso histórico, dirigentes con talento intelectual y
convicciones éticas, capaces de adelantarse a su tiempo y de trascender sus
circunstancias. Ellos tienen una visión adecuada del conjunto de la nación – o
nos imaginamos que es así –, pues paralelamente a su carrera política se han
consagrado al estudio y análisis de la sociedad. Poseen también voluntad y
disciplina, ennoblecidas por los propósitos que se han trazado, objetivos que
superan de lejos los apetitos individuales y los egoísmos grupales. Estos
últimos no pueden obviamente ser suprimidos, pero sí mitigados y canalizados en
pro de un fin superior. Una combinación de coraje, perseverancia y
responsabilidad distingue a los líderes genuinos, quienes saben que la
verdadera gloria no reside en la acumulación de caudales robados al Estado,
sino en el servicio a la comunidad, en la defensa de la justicia y en la
construcción de un futuro mejor. La paciencia, la autodisciplina y el sentido
de las proporciones son cualidades propias del verdadero estadista, que tiene
que transitar continuamente por las movedizas arenas de la política, donde el
engaño y la mentira representan el pan de cada día. A menudo exhiben actitudes
paternalistas, pero se trata de un rasgo pedagógico: un padre que vincula
bondad y desprendimiento con exigencia y rectitud.
Se puede argüir, con mucha razón, que esta descripción corresponde a un
tipo ideal que no existe en la realidad y que, por consiguiente, el anhelo de
contar con líderes políticos de estos rasgos pertenece exclusivamente al campo
de la mala literatura. Pero la cosa no es tan simple. A lo largo de la historia
universal existieron estadistas que encarnaron las características aquí
nombradas. No han sido numerosos, pero han dejado huella, es decir: han
constituido un paradigma de dirigente al que no podemos renunciar (porque
pertenece a la memoria histórica de la humanidad) y con el cual comparamos de
modo inevitable a los políticos del presente. Son ellos los que han enriquecido
la praxis política y la reflexión teórica, los que han contribuido a dar
concreción a nuestras ideas acerca de una vida bien lograda y a nuestra
concepción sobre la dignidad de los
pueblos.
Sin ir más allá: poco después de esta observación de Ortega surgieron
líderes de primera magnitud como Gandhi, Roosevelt, Churchill, de Gaulle y
Adenauer. Hoy en día se puede llegar a la conclusión de que el ex-presidente
sudafricano Nelson Mandela personifica la última gran figura de un estadista de
primer nivel: el hombre que combina una enorme valentía personal, una notable
fuerza espiritual y una reconocida capacidad de sacrificio con el designio de
concordia y pacificación. En una constelación muy difícil Mandela utilizó su
visión y su coraje ( templados por veintisiete años de prisión ( para alcanzar
la liberación política y social de la mayoría negra de Sudáfrica, sin propugnar
la violencia armada y sin reprimir a la minoría blanca de aquella nación.
Mandela, el hombre de la grandeza y la humildad, logró construir una obra de
compleja arquitectura: supo cómo derrumbar las estructuras totalmente injustas
que discriminaban a las etnias africanas, pero mantuvo el entramado económico y
los derechos de la minoría blanca dentro de una democracia viable. No alentó la
venganza contra sus enemigos ni la inquina contra sus rivales, sino la voluntad
de reconciliación, que no significa olvidar la injusticia. Comprender no es
perdonar y menos justificar.
¿Qué diría Ortega hoy en día, frente a la mediocridad universal que
desde hace largas décadas se ha apoderado de la mayoría de los gobiernos de
este mundo? Entre los políticos actuales ya no hay individuos egregios,
inconfundibles, con un sentido realista de su propia valía y con amplia
autoridad moral. Los políticos actuales son astutos, tramposos y cínicos,
cualidades sin duda imprescindibles en la vida contemporánea, pero ellos hacen
una apología de esas necesidades ocasionales y subalternas, celebrándolas como
las únicas a las que puede aspirar un político. Se contentan, en el fondo, con
detentar unas destrezas técnicas de segunda categoría, que ellos consideran
como la culminación de la inteligencia social. Este es su rasgo distintivo:
confunden los acuerdos momentáneos con virtudes perennes, el pragmatismo
circunstancial con la programática de largo plazo.
En los regímenes populistas actuales de América Latina (Bolivia,
Ecuador, Nicaragua y Venezuela) los líderes políticos se destacan por las
cualidades recién nombradas y, además, por su carácter provinciano. Estos gobernantes
no son estadistas en sentido estricto. Sus cualidades carismáticas, que no son
nada despreciables, y su capacidad para generar consensos les lleva también a
creer que la viveza criolla constituye el saber primordial de un hombre
público. En el fondo son operadores afortunados: no poseen visiones, sino
habilidades de negociación dentro de límites muy estrechos. No tienen sueños
para su patria, sino deseos muy prosaicos de perpetuarse en el gobierno y
aligerar el erario público. No ofrecen mensajes o programas que conmuevan a los
ciudadanos, sino habilidades en la esfera de las relaciones públicas y soltura
para presentarse ante los medios masivos de comunicación. Así hemos llegado al
signo de la época: lo que ellos entienden bajo un sano e indispensable
pragmatismo es un conjunto de mañas, artilugios y trucos para moverse en los
intersticios del poder. Y digo pragmatismo porque en Bolivia, Ecuador y
Nicaragua las élites populistas se han olvidado en la realidad de todo designio
anti-imperialista y anticapitalista y se han transformado en los socios
entusiastas del capitalismo ramplón y antiliberal que perjudica a esas
sociedades hace largas décadas. Nihil novi sub sole.
No hay comentarios:
Publicar un comentario
Para comentar usted debe colocar una dirección de correo electrónico