Manuel Malaver el Dom, 12 de octubre de 2014
Sea cual fuere la explicación que
saque el gobierno de bajo de la manga para darle un “olor de heroicidad” al
asesinato de Robert Serra, lo cierto es que las circunstancias de su muerte,
más los sucesos violentos que la continuaron, nos aproximan a una operación de
escarmiento de parte de algún colectivo “indignado” porque, el que fue su
hombre de confianza ante el gobierno y el Ejército, se cuadró después con las
autoridades que, esgrimiendo el “Plan de Desarme Voluntario”, forzaban para que
entregaran las armas y pertrechos de guerra.
Típico fin de fiesta en la alianza
entre el “poder constituido” de la revolución y los grupos de civiles armados
que, por no terminar de “constituirse”, pueden usarse en todo tipo de
atrocidades, como salir a masacrar manifestaciones de estudiantes desarmados si
se convierten en un peligro para el status quo de los revolucionarios que, ya
instalados, se sienten cada día más seguros en la jefatura del Estado.
De alguna parte, entonces, van a salir
las órdenes para desarmar y destruir a los irregulares, a los colectivos, y es
generalmente de la cópula militar que por cultura, formación y vocación solo
tolera a paramilitares mientras le son útiles.
Tal dinámica es siempre fatal e
inexorable y todas las revoluciones tienen capítulos amplios e ilustrados de
cómo nacen, crecen y mueren y habría que recordar breve, pero incisivamente, el
fin de la rebelión de los marinos de Kronstadt en la Rusia del año 21, y “La
Noche de los Cuchillos Largos” en los inicios de la Alemania nazi.
En la Venezuela postchavista habría
que buscarle un nombre sugestivo y distintivo, y, desde aquí, propongo
nominarlo “Asesinatos en la esquina de Cipreses”, o “Una mañana en la Caracas
de las calles rojas”.
Cúmulo de incidentes que empezó con el
asesinato -también monstruoso- del diputado Robert Serra en su casa de
habitación de La Pastora, pero desprendiendo un hilo de sangre que, como en un
pasaje inolvidable de “Cien años de soledad” de García Márquez, recorre parte
de la ciudad y solo se detiene al llegar al cuartel de la policía en Cotiza,
San José, edificación añeja que había sido desocupada por el gobierno de Maduro
y entregada a un colectivo, el “5 de Marzo”, cuyo jefe era un tal José Miguel
Odremán.
Se trataba de un sargento primero de
la ex Policía Metropolitana, atraído desde un tiempo no precisado por Chávez y
su revolución, jubilado sin que se conozca su tiempo ni hoja de servicio e
incorporado por Juan Barreto o quizá Freddy Bernal, a estos cuerpos, los
colectivos armados que, bien en el centro o el oeste de la ciudad, eran (o son)
la garantía de que ni militares, ni civiles en rebelión desplazarían al
chavismo gobernante.
Hay quien opina, sin embargo, que la
historia de Odremán y su colectivo es más reciente, de febrero de este año,
cuando empezó a acumular puntos en la represión y muerte de la rebelión
estudiantil que culminó cuatro meses más tarde y con un saldo de 49 asesinados
y 400 heridos.
Pero por una causa u otra (o las dos),
Odremán fue protegido, respetado y considerado en las altas esferas de las
administraciones de Chávez y Maduro, como lo revela la profusa galería de fotos
en que aparece al lado del propio “presidente eterno”, José Vicente Rangel,
Nicolás Maduro, Cilia Flores, el general, Wilmer Barrientos, el embajador de
Siria, y en idas y venidas al palacio de Miraflores donde, al parecer, siempre
era bien recibido y celebrado.
Y quizá fue por esos apoyos, por lo
que, a diferencia de otros jefes de colectivos, como Valentín Santana de “La
Piedrita”, Augusto Ramírez de “Alexis Vive”, o Hermes Barradas de “Secretariado
Venezuela”, Odremán aspiraba a una carrera política, imprimiendo y dando a
conocer un afiche durante la campaña electoral pasada, donde aparecía al lado
de Maduro con la leyenda: “La llave ganadora”.
Ahora bien, quien dice “poder
político” dice “poder económico” y el jefe del colectivo “5 Marzo” (él decía
que controlaba otros 100) no tardó en demostrarlo, al extender la base original
de su grupo, la parroquia San José, hasta las parroquias Altagracia, Catedral,
Santa Teresa y Santa Rosalía.
Un radio que comprende el centro de
Caracas, donde habita casi un millón de personas, y con una alta concentración
del comercio importador y exportador que se desparrama en tiendas para vestir y
calzar, alimentos, medicinas, juguetes, high techy toda clase de servicios.
Dice un informe del CICPC que Odremán
y los hombres del “5 de Marzo”, -al lado de otros colectivos que se le unieron,
“Escudo de la Revolución” y “Bicentenario”-, actuaban como azotes de las
parroquias del centro y del norte de Caracas, extorsionando comerciantes y
empresarios, cobrando vacunas y peajes, y estando incursas en la mayoría de los
atracos, robos, y secuestros exprés que se ejecutaban en la zona.
Pero hay más, mucho más (dice el
informe): no había toma de edificio, fábrica o comercio en el centro donde no
estuvieran involucrados “Odremán y sus colectivos”, los cuales pasaban después
a negociar apartamentos y oficinas (como ocurría en el Manfredir) y a
ofrecerles protección.
Todo lo cual podría explicar que,
cuando empezó a implementarse el “Plan de Desarme Voluntario” el 28 de
septiembre pasado, una de las mayores resistencias se encontraran entre Odremán
y los colectivos “5 de Marzo”, “Escudo de la Revolución” y “Bicentenario”,
siendo deducible que estuvieran directamente involucrados, o fueran los
cerebros, tras la muerte de Robert Serra.
Viene a probarlo, el ensañamiento, la
crueldad e implacabilidad con que fueron acribillados Odremán y cuatro de los
hombres de su entorno más cercano (Maikel Contreras, Carmelo Chávez, José
Rodríguez y Ángel Tovar), quienes, de ser desarmados bajo engaño, pasaron de
inmediato a ser rematados por una lluvia de balas de las cuales, solo 40,
impactaron la humanidad del jefe del colectivo “5 de Marzo•.
El hecho fue de por si impactante,
espeluznante y perturbador, pues si bien no puede negarse que asesinatos de
peor naturaleza y resultados se suceden a diario en Caracas y ciudades del
interior, es la primera vez que un cuerpo policial institucional, el CICPC,
ejecuta a plena luz del día, ante las cámaras de tabletas y smartphones -y como
interesados en que la ciberaudiencia no se perdiera detalles- crímenes que en
cualquier país del mundo civilizado o se hubieran evitado, o no se hubieran
difundido.
Por decenas, entonces, se cuentan los
videos que circularon en las páginas webs y las redes sociales (los censurados
y autocensurados medios impresos y radioeléctricos tradicionales seguían con
sus programaciones habituales y ciegos y sordos a la Venezuela real), con los
minutos en que Odremán es ultimado, los segundos en que agoniza, las
discusiones cuando se le conmina a entregar las armas, y después el fragor del
fuego graneado donde pistolas y ametralladoras oscurecen la luz del sol.
La gran pregunta es: ¿Por qué el
empeño de transmitir en “vivo y directo” semejante carnicería, a quiénes se
pretende amedrentar e intimidar, cuáles son los receptores de un mensaje tan
siniestro y por cuyo derramamiento de sangre se espera que van a correr a
rendirse y a no volver a hacer resistencia como la habían intentado lo occisos?
No conocemos, a este respecto, las
expectativas del gobierno, ni cuál será la reacción final de los amenazados y amedrentados.
Lo que sí sabemos es que colectivos
armados, con cientos de militantes entrenados y dotados para la guerra
proliferan en Caracas y en todo el país; que si bien una minoría cree y es
sinceramente revolucionaria, otros no tienen ideología, ni son miembros de
partidos y reciben pagas por “su trabajo”, que en caso de no recibirse, son el
acicate para incursionar en la delincuencia de donde se suministran recursos
para exhibir el lujo en que nada la mayoría.
La periodista, Angélica Lugo, de El Nacional,
escribía en una nota reciente que solo el “Juan Montoya agrupaba 5000
militantes, repartidos en 40 colectivos, 38 concejos comunales y 17 sedes”.
Ejército fantasmal del cual, hay quien
dice, salen los índices de criminalidad más altos del mundo, de la danza de
muerte en la que murieron 25 mil venezolanos el año pasado y se espera que para
el actual pasen de 28 mil.
Quiere decir que, una vez entrados en
choques, en colisión, con el gobierno, lo más seguro es que la violencia social
que hasta la muerte de Robert Serra era la marca de fábrica de la revolución
que hoy sufre el país, se transforme en violencia política y sean dos bandos,
los colectivos y el oficialismo los que empiecen a desangrarse.
No queremos establecer que la
tendencia se conforme en días, semanas o meses, pero sí que, en algún momento
del próximo año, Maduro y sus militares experimentarán la peor de las guerra
civiles: la que ocurre en sus propias filas, la intestina que va dando cuenta
de capa tras capa de transgresores de las leyes de la historia, la política, la
cultura y la moral.
Es un resultado al que siempre se
adviene después que las revoluciones entierran a sus enemigos históricos (la
burguesía, las clases medias y los imperialistas), pero que en Venezuela, por
las características del proceso, han dejado vivitos y coleando, como para que
confirmen desde el frente de sus casas que las revoluciones también se
suicidan.
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