HÉCTOR E. SCHAMIS 18 OCT 2014
@hectorschamis
El vocablo en cuestión quiere decir
mucho, tanto que con frecuencia no dice nada. A menudo se reduce a un simple
epíteto político. Por eso también se abusa, y con el abuso pierde significado.
Ocurre con la propia definición, las características que componen el concepto,
es decir, los atributos que deben estar presentes para que algo sea populismo.
Cuando no hay consenso sobre esas características, a su vez se complica la
empírea, la tarea de clasificar, de determinar quién es populista. Esto, a su
vez, en dos sentidos: por un lado en el espacio—donde—y por el otro en el tiempo—cuando—este
último necesario para captar la singularidad histórica de un fenómeno.
Es como el elefante, cuyo ADN es en un
95% idéntico al del mamut, pero que no obstante constituye otra especie. Ni
mamut tardío, ni mamut del siglo XXI, a pesar de ese 95%. Clasificar entonces
es esencial para entender, distinguir algo que es de aquello que no es. Si la
historia le importa a la biología a efectos clasificatorios, más debería
importarle a la política, pero a veces no es así. En esos casos reina la
ambigüedad, como cuando hablamos de populismo.
Por ejemplo, en Estados Unidos el
movimiento populista surgió a fines del siglo XIX, representando los intereses
y aspiraciones de las clases populares agrarias—asalariados y pequeños
propietarios—en oposición a los grandes propietarios y a los grupos financieros
concentrados. Esos legados populistas se ven todavía hoy en las posiciones
progresistas de algunos sectores del Partido Demócrata. En Europa, en
contraste, la idea de populismo pertenece a la entre guerra, y está asociada a
un pensamiento nacionalista y xenófobo, discriminatorio de grupos inmigrantes y
de minorías étnicas y religiosas. De ahí que ser populista en Europa hoy
exprese una cierta nostalgia fascista.
Es en América Latina, sin embargo,
donde el concepto se hace particularmente resbaladizo. Allí la noción de
populismo se aplica a casi todo. El término ha cubierto un amplísimo menú de
opciones ideológicas, normativas y de política económica, siempre bajo
realidades políticas cambiantes en el tiempo. Surgido después de la Gran
Depresión, y en algunos casos alrededor de la Segunda Guerra, el populismo fue
el instrumento de incorporación política y económica de las clases populares.
Su amplia coalición vehiculizó la irrupción rápida, explosiva—a veces violenta—de
grupos subalternos en la escena política. El populismo fue una respuesta a la
crisis del estado oligárquico, el modelo exportador con democracia restringida.
La gran alianza social del populismo
fue un intento por reconstruir la hegemonía perdida en la crisis del estado
oligárquico, entendiéndose por hegemonía un orden político basado en el
consenso más que en la fuerza. Fue un periodo de una vertiginosa construcción
de ciudadanía. La incorporación se hizo por medio de la ampliación de derechos
sociales (redistribución) y políticos (voto irrestricto), aunque sin una
similar preocupación por los derechos civiles y garantías constitucionales, que
bajo el régimen oligárquico anterior no eran precisamente robustos de todas
formas. El populismo fue por ello democratizador, a pesar de no ser
necesariamente democrático.
Su estrategia de desarrollo, sin
embargo, la industrialización sustitutiva, era propensa a reproducir
desequilibrios macroeconómicos (inflación) y de balanza de pagos
(endeudamiento) de manera recurrente. Cuando ambos desequilibrios coincidían en
un punto crítico, ello inevitablemente derivaba en inestabilidad y violencia
política. La precariedad del arreglo populista se hacía evidente en esos ciclos
de expansión y contracción económica, que además generaban ciclos de expansión
y contracción de derechos, de ciudadanía.
Las dictaduras, que siempre se
justificaban por la inestabilidad precedente, ensayaron una “solución final”
del problema, reduciendo esos mismos derechos a su mínimo histórico. Al llegar
a los setenta, buena parte de América Latina vivía bajo el terrorismo de
estado. Las transiciones posteriores ocurrieron en respuesta a esas
violaciones. Estuvieron marcadas por la agenda de derechos humanos, es decir,
por la revalorización y fortalecimiento del componente civil de la ciudadanía,
las garantías constitucionales.
El problema adicional de entonces fue
cómo recuperar el crecimiento económico luego de la crisis de la deuda. En los
noventa, el ajuste, la privatización y la liberalización comercial—inevitables
para regresar a los mercados de crédito internacionales—restructuraron la
economía, afectando a la industria protegida tanto como a la clase obrera
subsidiada. ¿Quién, en aquellas frágiles democracias, podría hacerlo manteniendo
un mínimo de estabilidad política? ¿Quién, que no fueran los militares, podría
ejercer control sobre los grupos afectados? Solo el populismo, que se hizo así
de derecha—un populismo neoliberal.
Al llegar a este siglo, la historia es
más conocida. El boom de las commodities y términos de intercambio sin
precedentes generaron superávits históricos para las arcas fiscales. Un nuevo
populismo—ahora presumiblemente de izquierda, bolivariano—se hizo del estado y
de esos recursos. Apeló a los pobres, hizo redistribución de ingreso y amplió
derechos sociales. Asimismo, expandió derechos políticos, otorgando el voto a
nuevos contingentes sociales e incrementando la participación, aunque
ejerciendo un férreo control de la administración electoral. Echó mano de todo
el arsenal de los rituales de dominación “populista”, rituales de dominación
usados para perpetuarse en el poder. Es allí donde ese progresismo que se
abroga pierde significado, lo cual hace indispensable entender al populismo en
sus fases históricas, el populismo en ambos siglos.
El populismo continúa siendo un
término en busca de su significado. El problema es que esa búsqueda intelectual
bien puede convertirse en un velo para dejar de conversar de lo esencial.
Porque detrás de este relato del populismo se discute sobre supuestas formas
democráticas alternativas—“no liberales”, dicen algunos. En ese proceso, las
comillas también se aplican sobre “democracia”, que sin liberalismo se devalúa
como tal, pierde sentido.
Como si la fusión de los tres poderes
del estado en un partido—o peor aún, en una persona—pudiera tener algún viso de
democracia. Como si la construcción de una mayoría electoral—siempre
circunstancial—habilitara al que se hace del poder político a pasarles por
encima a los demás, las minorías que no están de acuerdo, y a perpetuarse allí.
Como si los individuos estuvieran dispuestos a renunciar a sus derechos y
libertades constitucionales—a hablar, a disentir, a criticar—por un coeficiente
de Gini más bajo, o como si esa renuncia fuera además condición necesaria para
bajar el Gini. Y como si esas mismas minorías estuvieran dispuestas a disolver
sus otras identidades—las que no se definen por el ingreso, identidades
religiosas, étnicas, de género, de orientación sexual—en la fugaz identidad de
una mayoría electoral.
En definitiva el populismo original
fue progresista, una excusa para conversar sobre derechos, cómo ampliarlos,
cómo hacerlos vigentes y sostenerlos en el tiempo. El populismo de este siglo,
en cambio, es reaccionario. Reduce, limita, quita y manipula derechos, más allá
de su retórica acerca del pueblo. Tal vez haya que dejar de hablar de
populismo, entonces, y hablar de otra cosa, porque el único concepto que parece
conservar su significado y valor a través de la historia—que parece estar más
allá del elefante y el mamut—es la democracia constitucional. Conversemos sobre
ella, porque en realidad la tenemos bastante desvencijada.
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