Por Vladimiro Mujica,
02/10/2014
Las historias que
circulan en estos últimos tiempos sobre Venezuela parecen cada vez más
provenientes de una zona de guerra.
Por uno de esos juegos
que nos hace el subconsciente, recuerdo una famosa película, de la cual hurté
el título para esta columna, inspirada en un libro del mismo nombre, escrito
por Erich M. Remarque, un veterano
alemán de la I Guerra Mundial. La película de 1930 se hizo muy famosa entre
toda una generación y yo conocí de ella a través de mi padre, de quien escuché
varios comentarios repartidos en el tiempo. La misma trata sobre los horrores
de la guerra, las dificultades inmensas de los soldados para reincorporarse a
la vida civil y también, de modo muy notable, acerca de la camaradería y los
vínculos muy profundos que surgen entre los soldados obligados a poner sus
vidas, sus temores y sus expectativas en manos de sus compañeros de armas.
La última plaga que se
ha impuesto sobre Venezuela es una muy real y biológica, esta vez traída por el
mosquito transmisor de la chikungunya, una enfermedad viral extremadamente
agresiva y cuyo nombre significa en lengua makonde “lo que se dobla”, para
referirse a la postura de los afectados por la enfermedad y que no pueden
erguirse completamente por el dolor en las articulaciones. La prevención más
efectiva contra la chikungunya es no dejarse picar por un mosquito infectado.
Una tarea difícil en un país cuyo gobierno niega tozudamente que estemos en
presencia de un brote epidémico, a pesar de las robustas evidencias, y que ha
descuidado de manera criminal la prevención epidemiológica. Una operación mayor
en un país donde conseguir repelente contra mosquitos es tan complicado como
conseguir harina PAN, o papel sanitario, o leche o champú, o cualquiera de las
decenas de cosas que escasean en Venezuela.
Un amigo me hacía la
observación de que en una visión bíblica de las plagas, a los venezolanos nos
ha caído la versión tropical de las plagas enviadas por Jehová sobre Egipto por
mantener cautivos a los judíos. Es un ejercicio libre identificar cada una de
las plagas, pero yo tendería a pensar que la invasión de langostas que acabaron
con las cosechas y desataron una hambruna sobre los egipcios tiene su émulo en
la acción de la oligarquía depredadora chavista que ha arruinado a Venezuela.
Mucho más complejo es el
ejercicio de identificar qué pecado estamos pagando los venezolanos para
transitar esta senda durísima de la última década y media. No creo que se trate
de ningún pecado. Mucho más la consecuencia de una forma de ser, de una
división que existía entre nosotros y que nos negábamos a reconocer, y un
coqueteo con la demagogia del hombre a caballo decidido que ofreció traer el
paraíso en la tierra y nos ha dejado una zona de catástrofe. Tampoco creo que
ninguna intervención divina nos salvará de algo que tenemos que resolver por
nosotros mismos. Quizás solamente cuando nos ayudemos a nosotros, nos ayudará
la Providencia.
Pero junto con las
grandes cosas que nos afectan a todos, están las historias personales, las
tragedias individuales que nos acosan en estos días, provenientes de propios y
extraños.
Una se me quedó
especialmente adherida al espíritu, precisamente porque conjuga esa mezcla
extraña entre el horror del desamparo y descubrir en circunstancias muy duras
el valor de la solidaridad. La historia gira alrededor de una joven venezolana,
criada junto con su hermano por su madre esquizofrénica y que nunca conoció a su
padre. Una presencia materna que simultáneamente traía el gusto por el arte y
las conversaciones con seres imaginarios en una radio portátil. La madre vive
en Barquisimeto y ha sido diagnosticada con cáncer terminal. A la señal de que
se agotaban los días de su existencia, la hija viajó por un mes a Venezuela
desde los Estados Unidos.
Una oportunidad
extraordinaria para conocer los horrores y carencias de los servicios públicos
de salud en su tierra de origen. Obligada literalmente a vivir en el hospital, con
diagnósticos erráticos sobre el estado de la madre y sin medicamentos en una
sala congestionada.
Descubrir en ese pequeño
infierno la solidaridad de los otros enfermos y sus parientes.
Gestos como los de una
pizza colectiva introducida a hurtadillas y con complicidad de algunos
guardias. La madre no murió tan pronto como se esperaba, y al período de
recuperación esperado le sucedió un episodio de pérdida masiva de sangre que
obligó a la hija a una operación telefónica de búsqueda apresurada de donantes entre
sus antiguas amistades. Una pequeña epopeya del horror y la miseria que la hija
terminó por ver como una oportunidad para crecer como persona.
Duro, muy duro, el
testimonio y la vivencia de cómo se ha destruido la vida de una nación. Pero
nuestra oligarquía chavista, obesa y protegida, declara que no hay novedad en
el frente, que estamos en el paraíso socialista sobre la Tierra y que todo es
una operación de desestabilización dirigida por el imperio. Todo frente a la
mirada incrédula del resto del mundo que no termina de entender el milagro del
Rey Midas al revés que opera en nuestra tierra. Unido al desastre material, el
deseo perverso de quebrar el espíritu de la gente en una operación de terror,
represión y control social.
Pero no todo son malas
noticias. En realidad esta gente que desgobierna a Venezuela está muy lejos de
haber ganado la pelea. Desaparecida la última hoja de parra de su supuesto amor
por el pueblo, siguen perdiendo apoyo y han tenido que recurrir cada vez más a
la represión y la violación de los derechos humanos. Destruida su credibilidad
en el exterior solamente les queda el chantaje petrolero. Del lado de la
alternativa democrática surge una luz importante con la designación de Chúo
Torrealba al frente de la MUD. La lucha continúa.
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