Poco más de 900 personas viven en Palmasola, un pueblo del estado Falcón del que saltan denuncias de apartheid político. |
LAURA DÁVILA TRUELO 26 de octubre de 2014
En las pequeñas
comunidades y en los sectores populares es donde el Estado ejerce de forma casi
absoluta el control de los recursos. Se trata de un mecanismo de coerción para
evitar la disidencia y las voces de protesta, incentivando así el miedo e
inmovilizando a los vecinos.
En Palmasola el control político se
ejerce hasta con el suministro de cemento. Alrededor de las estrechas calles
asfaltadas, las casas de una planta están por todo el paisaje. No hay más que
eso. El calor se vuelve aplastante y las familias se reúnen en las tardes para
pasar el rato al amparo de una cerveza. Pero no todos los encuentros son
bienvenidos: el que visite las casas de los “disidentes” puede perder el
trabajo. Como si se tratara de un apartheid, no está bien visto reunirse con
los promotores de una idea que busca sectorizar y ampliar el número de consejos
comunales, que el Gobierno venezolano creó a partir de 2006 como instancias de
participación vecinal.
Palmasola es un poblado en los límites
del estado Falcón que casi se cae de su geografía. Está separado de Yaracuy
apenas por un puente y, de hecho, hay conflictos limítrofes porque ambas
gobernaciones reclaman el pueblo como suyo. Sus 930 habitantes compran en San
Felipe, capital de Yaracuy, y es allí donde acuden al hospital. Nada tiene el
pueblo que lo asemeje a las turísticas playas de la península de Paraguaná.
Alguna vez, hace 40 años, alojó una planta ensambladora de vehículos
Volkswagen, la única promesa de futuro a la que sus pobladores pudieron jamás
aferrarse. Pero ahora los habitantes son los mismos de toda la vida, y las
únicas caras nuevas son de las parejas de los hijos y nietos que han vuelto para
residir en el pueblo.
José Antonio Suárez nació y creció en
Palmasola y es miembro del Polo Patriótico. Él relata cómo desde 2011 su
familia y las personas que han solicitado que haya más de un Consejo Comunal
han sido discriminadas de todos los recursos que ofrece el Gobierno a través de
las misiones e incluso de una oportunidad de trabajo, sólo por disentir.
En marzo de 2011 un grupo de vecinos,
entre los que estaba Suárez, solicitó en Fundacomunal, en Coro, que se les
aprobara un proyecto para crear una oficina de Protección Civil, porque el
municipio es una zona de riesgo de inundación. El organismo les pidió que una
vocera del consejo comunal los representara, pero no encontraron ese apoyo ni
siquiera en la Alcaldía.
Suárez explica que seis de cada diez
integrantes del Consejo Comunal eran para entonces empleados de la Alcaldía, es
decir que ellos gestionaban los proyectos y a la vez los auditaban. Su grupo
optó entonces por montar tienda aparte. Al tratarse de una zona rural la ley
les permite crear consejos comunales a partir de 20 familias, pero la medida no
fue del agrado del Partido Socialista Unido de Venezuela (PSUV), cuya autoridad
local, el alcalde Giuseppe Palmieri, convocó rápidamente unas elecciones para
ratificar a los suyos. Los disidentes no tuvieron tiempo de organizarse y
aunque desde entonces han insistido en abrir su propio espacio, en enero el
alcalde volvió a hacer elecciones para ratificar a los empleados de su gobierno
al frente de la única instancia de participación vecinal que hay en ese
pueblito de poco más de 900 habitantes.
Tras una visita a Caracas, el grupo de
Suárez finalmente consiguió que les autorizaran hacer una asamblea en la que 93
por ciento de los asistentes aprobó crear nuevos consejos comunales, pero aun
así no lo han logrado. No han conseguido registrarlo, a pesar de que las
autoridades regionales del estado Falcón fueron informadas en agosto de que
debían inscribirlos como un nuevo consejo comunal.
“A las personas que integramos los
nuevos consejos comunales no nos dan ni carta de residencia, no se nos vende en
Mercal y la alcaldía es la única fuente de empleo. Hay que hacer lo que dice el
alcalde o los botan”, cuenta Suárez, cuya cuñada fue despedida luego de 18 años
trabajando en la Alcaldía.
En Palmasola el Mercal funciona en la
bodega La Economía que se encuentra justo al lado de la residencia del alcalde.
Una vecina, que solicitó no ser identificada, relató como a su familia le
dejaron de vender por haber “firmado contra el alcalde”, pues el conflicto ha
sido difundido como una afrenta a los lineamientos del PSUV. Además, un
familiar de esta vecina –que estudiaba en la misión Sucre– debió abandonar sus
clases pues sus compañeros la dejaron fuera de todos los proyectos por haber
firmado.
Pero van más allá. Cada semana a
Palmasola llega una gandola con cemento para vender a precio regulado y otro de
los vecinos, que es parte de uno de los nuevos consejos comunales, cuenta que
el propio alcalde le negó el cemento. “Esto se vende a nivel político”, le
advirtió.
Algunos piensan que las listas de
personas organizadas por el PSUV para llevar a los electores a votar –el ya
célebre 1x10– es una práctica exclusivamente electoral. Sin embargo, Suarez
explica que en Palmasola únicamente le venden cemento a quien está inscrito en
el 1x10 del Partido Socialista Unido de Venezuela. Así pues, el vecino que
conversó con el alcalde debió explicar que está en el 1x10 de un hermano para
que le vendieran el cemento y, sin embargo, le asignaron menos de lo que
requería.
Lo mismo pasa con la arenera que también
es manejada por la alcaldía, allí tampoco les venden a los firmantes. Suárez y
sus compañeros dicen que la vida en el pueblo ha pasado a estar supeditada a
ese registro. El club social es el único espacio de esparcimiento con el que
cuentan pero, de nuevo, los permisos para usar la sala de baile o hacer alguna
fiesta dependen de la Alcaldía.
Ahora en Palmasola las reuniones de las
familias de los promotores de la sectorización tienen menos asistencia. Muchos
parientes prefieren no ir, bien para cuidar los trabajos directos o para
proteger la posibilidad de que se les de empleo en alguna cuadrilla de limpieza
o construcción.
Sin posibilidad de queja
Pero la historia de Palmasola no es un
hecho aislado de la Venezuela rural. En Caracas, en zonas populares como
Tacagua, el manejo de los recursos también tiene un componente partidista que,
a su vez, es el que garantiza a los vecinos beneficios como los de las misiones
sociales que ha patrocinado el gobierno venezolano desde 2003.
Una vecina, que solicitó mantener su
nombre en reserva, ha trabajado durante largo tiempo con una de las misiones en
su comunidad y aun así no consiguió que le vendieran bloques para ampliar la
vivienda de un familiar, por haber formalizado una queja sobre la recolección
de la basura ante el consejo comunal. La respuesta fue directa: no la podían
ayudar pues ella se había quejado.
En el oeste de Caracas, la comuna
Fabricio Ojeda está integrada por más de 30 Consejos Comunales que están
sectorizados como el eje 3 de Catia. Allí se ha creado un ente conocido como la
Red de Centinelas, cuya labor –según su propia definición– es alertar de los
problemas que afecta a la revolución. Saverio Vivas, líder comunitario de
Tacagua, explica que los centinelas son algo más: operan como una red de
delatores que avisan de aquellos que disienten de las líneas gubernamentales o
que, simplemente, se quejan de lo que no funciona.
Vivas recuerda que en febrero de este
año, poco después de que se iniciaran las manifestaciones por la muerte de
Bassil Da Costa y Juan Montoya en el centro de Caracas, hubo una protesta en
Catia por el asesinato de un joven en la zona, cuya muerte fue atribuida a
miembros de los colectivos.
En medio de un contexto general de
protesta contra la represión del gobierno, en Tacagua los vecinos decidieron
cerrar una de las calles para pedir justicia. Los centinelas advirtieron que
había que dejar la protesta, pero los vecinos se negaron. Poco después llegaron
los integrantes de algunos de los colectivos y hablaron con la familia de la
víctima: o desistían de la acción o no le pagarían el entierro al joven, quien
trabajaba en el Mnisterio de la Cultura.
Dentro de la comuna también operan tres
refugios de damnificados, uno de ellos manejado por un colectivo. Vivas cuenta
que allí se controla hasta cómo se viste la gente: ponerse una camisa amarilla
puede ser interpretado como afinidad al partido Primero Justicia, y eso trae consecuencias.
“Se trata de destruir la confianza de
vecino con vecino y eso hace que la gente tema hablar”. Vivas reconoce que él,
como líder de su comunidad, se autocensura: aun siendo receptor de los reclamos
de la gente del sector no puede canalizarlo pues eso puede tener consecuencias
para vecinos, amigos y familiares. “No puedo hablar de cómo se robaron el
dinero de la bloquera; me tuve que callar que se negara la reparación de
escuelas porque los fondos eran ofrecidos por la alcaldía de Chacao; ni puedo
decir cómo la gente de la zona debió reparar sus propias casas luego de que la
gente del programa Barrio Tricolor, en vez de refaccionar, las destruyera”.
De la parroquia 23 de Enero en Caracas,
donde nacieron los colectivos sociales, se habla acerca de estos grupos más por
estar armados que por el trabajo comunal que realizan. Sin embargo, como en
otras comunidades hacen las alcaldías o consejos comunales, en el 23 son los
colectivos los que manejan la venta de cemento, bloques o los que dictaminan
como se usan los espacios comunitarios.
En septiembre pasado Juana Marina
Ramírez, vecina de la zona El Observatorio, fue a conversar con los miembros
del colectivo La Piedrita, en busca de cemento. La respuesta fue contundente: a
ella no le vendían pues todo el mundo sabe que es de oposición.
Manuel Mir, líder comunitario de la
zona, explica que La Piedrita hace la venta a través de los Consejos Comunales.
Esto, hasta hace apenas un mes atrás, se hacía dirigiendo una carta al diputado
Robert Serra, para que aprobara la venta. Tras el homicidio del diputado –el
pasado 1 de octubre– están a la espera de las nuevas medidas para la solicitud.
Mir explica también que el colectivo
Alexis Vive maneja una bloquera que sirve a los vecinos mientras que el
colectivo Las Tres Raíces maneja los cursos del Instituto Nacional de
Capacitación y Educación Socialista (Inces) en la parroquia. Pero en el 23
todos se conocen y, según Mir, los opositores están marcados; la ayuda para
materiales o para una vivienda es solo para los inscritos en el PSUV.
Yamilet Hernández, quien desde hace 30
años coordina el grupo de danza La Amistad, sabe bien lo que ocurre: durante 17
años usó los espacios del Centro Municipal de la Juventud para sus clases, pero
en 2001 comenzaron los conflictos. Ella no es afín al oficialismo y eso llevó a
que no pudiera seguir sus ensayos en ese lugar. En ese tiempo su grupo fue
invitado a un festival en Cartagena, Colombia, pero ni la Alcaldía Mayor, ni la
de Caracas, accedieron a darle recursos para poder llevar a las niñas. Fue con
ayuda de la empresa privada, y con el apoyo de los vecinos que organizaron
rifas y verbenas.
Fueron muchas las cartas que mandó
solicitando la dejaran dar sus clases en ese centro, pero siempre se negaron.
Solo hasta principios de este año una nueva coordinadora, pasando por encima de
las diferencias, accedió a que ensaye dos días por semana allí. “Pero estoy
clara, en cualquier momento nos pueden sacar de allí de nuevo”, comenta.
Renunciar a la militancia
El control político se ejerce de a poco
en todo el país. En Puerto Píritu, en las costas de Anzoátegui, y donde las
montañas de coque del Complejo Petroquímico José Antonio Anzoátegui son parte
del paisaje, el control gubernamental se mide también en empleos en las
mejoradoras de crudo.
Dos de las cuatro mejoradoras están en
el municipio Peñalver, del que Puerto Píritu es capital. Jaime Rodríguez, líder
comunitario de la zona, dice que a pesar de que el primer empleo para los
habitantes debería ser en la refinería, hoy no es así. Cuenta que los
residentes son muy mal pagados en el complejo, donde el salario no es más de
600 bolívares a la semana, así que si saben pescar optan por renunciar, y
además la gente del sector suele estar representada en sindicatos con los que
la empresa no quiere tratar.
La alternativa ha sido contratar
personal foráneo. Según Rodríguez les ofrecen un mercado o incluirlos en la
misión Vivienda Venezuela y con ello les pagan por debajo del salario promedio.
La negativa a aceptar una militancia
diferente a la oficialista pasa en especial en lo comunitario. Rodríguez es uno
de los voceros del consejo comunal central, que representa a una parte de los
25 mil mayores de edad que, según el censo, viven en la zona.
Explica que en marzo pasado el alcalde
del PSUV, Jhonny Gagarin, en el programa Tiempo de Revolución en la emisora
radial Playera 101.9, llegó a decir que no entendía como los voceros del
consejo comunal central eran conocidos opositores y, sin miramientos, dijo que
no se les asignarían recursos por eso.
Según Rodríguez, el asunto generó
molestias entre la gente porque se trata de representantes –opositores y
oficialistas– escogidos en la propia comunidad. En la práctica igual eso ha
significado que no les aprueben ni un Mercal.
Francisco Barrios, vecino y líder
vecinal de la parroquia Antímano de Caracas, explica que ha militado toda la
vida en partidos políticos y hoy es un opositor reconocido. “Desde luego que a
ni a mi familia ni a mí nos venden en un Mercal”. Pero él tampoco iría a
comprar allí porque eso implicaría una retahíla de reproches de vecinos
convencidos de que quien no apoya al gobierno del presidente Nicolás Maduro o
en su tiempo al del fallecido Hugo Chávez, no tiene derecho a disfrutar de
beneficios.
Lealtad como moneda de pago
Quizás la máxima representación de la
ayuda que el gobierno nacional ofrece a los ciudadanos de los sectores más
pobres del país es la asignación de una casa en la Gran Misión Vivienda
Venezuela, que fue creada en abril de 2011 por el fallecido presidente Chávez.
En enero de 2013 la ONG Transparencia
Venezuela presentó un informe en el que aseguraba que las fallas en los
controles y procesos en ese programa generan “un alto riesgo de soborno y
extorsión en la contratación de empresas y la asignación de viviendas”.
Encontraron 57 denuncias graves, pero
tenían un gran problema pues la gente temía denunciar por miedo a perder las
viviendas.
Mercedes de Freitas, directora de la
ONG, explicaba que no se conocen los criterios que se utilizan para la
selección de los beneficiarios, o incluso, cómo se escoge a los brigadistas
encargados de incluir o excluir a las personas del listado de las viviendas.
El pasado 9 de octubre, en un acto en el
estado Vargas, el presidente Maduro entregó la vivienda 100.000, esto sin que
aún se conozcan con claridad los mecanismos de asignación.
Una vecina a quien le asignaron un
apartamento hace dos años en uno de los complejos de la Gran Misión
Vivienda Venezuela en el centro de Caracas, y que solicitó no ser identificada,
relata que hasta el momento en que le fue asignada la vivienda ella había
militado activamente en un partido de oposición. Ahora no se siente libre ni
tan siquiera de hablar por teléfono o de escribir algo en la computadora.
Camina cojeando levemente. Quedó
lesionada cuando estaba en un abasto Bicentenario y ella, junto a docenas de
clientes más, se abalanzaron tratando de alcanzar un pollo a precio regulado.
Estuvo dos años en un refugio, allí era conocida por su actividad como líder
vecinal, lograron que los censaran y lucharon por sus casas. Incluso asistió a
un Aló Presidente para pedir que les asignaran una residencia.
“Ellos siempre le dan largas y tienes
que bregar mucho y ponerte los patines para conseguir tu casa”. Cuenta que,
incluso, la gente del refugio donde ella vivía, negoció que les entregaran los
apartamentos sin terminar para evitar así que se los asignaran a otros.
No cuentan con gas directo, hay
filtraciones y el agua es racionada casi todos los días. Están obligados además
a lidiar con quienes tiran basura por las ventanas desde los pisos superiores.
Pero tiene su casa, aunque nadie habla de otorgar algún documento de propiedad,
dice que quizás cuando tengan dos o tres años.
Recuerda que en las elecciones
municipales de diciembre 2013 la maquinaria del mismísimo PSUV tocó sus puertas
y los llevó a votar. Les dijeron que el que no saliera estaba expulsado, pues
era una orden presidencial.
Diferentes entes del Gobierno asisten a
darles cursos y charlas, entre otras cosas de convivencia. Se habla de la
instalación de una panadería Venezuela en el edificio y un Café y Cacao
Venezuela, pero se sabe que los puestos de trabajo son para los que están
claramente identificados con el partido.
“La gente tiene miedo, nos insisten en
que vayamos a ser milicianos, pero muchos no quieren porque lo que querían era
su casa, pero a veces alguien grita: ¡Malagradecidos! No van a apoyar a Maduro
que los sacó del barrio”, cuenta.
Cuando murió Chávez, en febrero de 2013,
los miembros del PSUV que hacen vida en el edificio les aseguraban que los
“escuálidos” los iban a invadir y que si la oposición ganaba las elecciones les
quitarían los apartamentos.
“Estoy con las manos atadas. Tanto que luché
por este apartamento… por eso uno tiene miedo. Yo antes hablaba libremente en
la prensa, ahora no”. En las cuatro torres del conjunto residencial han estado
organizando los consejos comunales, pero ya les advirtieron, serán manejados
por los colectivos sociales. Y entonces baja un poco la voz. “Uno se siente
vigilado”, confiesa.
Para la vecina, el edificio es una
extensión del barrio en el que vivían y, como allá, siempre hay “gente mala
conducta”. Se dice que son a ellos a quienes les han quitado los apartamentos,
pero nadie sabe si es solo eso o ha habido alguna otra razón.
Violencia y control
En medio del ruido de una reja que se
abre o el ladrido de un perro que se calienta al sol de la mañana, los
muchachos del sector de Tacagua Vieja, en Catia, los de toda la vida, se
planteaban qué hacer para divertirse y en esos días, la opción surgía
espontánea y fácil: “Vamos a ir a joder sifrinitos allá en el Este”. Mientras
los estudiantes que protagonizaron las protestas, que ocuparon el país desde
febrero pasado, salían a la calle sintiéndose patriotas que defienden la
libertad y el futuro de Venezuela, otra parte del país, no solo no se
identificaba con su reclamo, sino que no los veían más que como el
entretenimiento. Con su sola presencia y el ruido de sus motos, todos los
chicos del barrio eran considerados colectivos que iban a intimidar.
Quizás la forma más frecuente de
referirse al miedo que puede generar el actual gobierno es a través de los
colectivos. Manuel Mir cuenta desde el 23 de Enero que todo el mundo ha sabido
siempre que ellos están armados. Dice que en el sector El Observatorio el hampa
está desbordada, pero la única “autoridad” en la zona son precisamente los
colectivos que militan en el PSUV y se mueven según sus intereses.
Saverio Vivas explica que en Catia hay
guerras de territorios entre estos grupos, que a la sazón se comportan más como
bandas delictivas con una línea política progobierno y esto también incentiva
el miedo.
Él mismo ha sido una víctima. Durante la
campaña para las elecciones municipales de 2013, Vivas y otros vecinos
acompañaron al candidato de la Mesa de la Unidad, Ismael García, en una visita
a Catia. Poco después García se fue y llegaron miembros de los colectivos
Waraira Repano y Tupamaros e iniciaron una discusión con una vecina; Vivas
decidió intervenir: “Me hicieron una rueda de pescao y me pegaron en el piso,
quedé con tres costillas fracturadas”. Pero, a pesar de las fracturas y
magullones Vivas no hizo la denuncia y ni siquiera lo habló con sus vecinos.
“Si digo que me dieron una paliza
alimento el miedo de los vecinos que es lo que trato de erradicar, y si no lo
hago soy cómplice por no denunciarlo, es un dilema para el que no tengo
respuesta”. Para él esa forma de terrorismo alimenta el “monstruo” del miedo en
su comunidad pues, a veces, se trata de recibir amenazas de alguien que conoces
de toda la vida.
Pero no se trata solo del miedo
reconocible, o de la coerción a través de la delación. Muchas veces es aún más
sutil. Vivas explica que en Tacagua cada familia tiene, al menos, dos miembros
afectados de chicungunya, pero la comunidad no se organiza para reclamar que se
haga una fumigación. Si lo hacen sienten que son parte de la “guerra biológica
y psicológica” de la que, según el presidente Maduro, es víctima su gobierno.
Yorelis Acosta, psicóloga social y
profesora e investigadora de la Universidad Central de Venezuela, explica que
estás prácticas son tan viejas como la filosofía y han sido usadas en especial
por los regímenes totalitarios.
Según Acosta el gobierno utiliza la
amenaza y la violencia como estrategia política para dominar a la población a
través del miedo que genera efectos potenciales. Algunos autores han explicado
que la percepción que puede tener un individuo acerca de las consecuencias de
su conducta –que puede frenar o servir para protegerse de la amenaza– funciona
como potenciadora del miedo y las acciones que deriven de él.
El miedo, que es uno de los sentimientos
básicos de las personas, en el país ha sido usado para estimular el odio, la
rabia y la polarización, separando a los ciudadanos en “nosotros y ellos”,
resaltando la idea de amigos y enemigos. Todo esto se apoya en un discurso
jerárquico y militar que el gobierno ha usado para organizar a sus seguidores
en batallones, pelotones, comandos y reservistas.
Acosta aclara que en este modelo no hay
espacios para la disidencia, ni siquiera entre los mismos oficialistas, tal es
el caso del portal web Aporrea que ahora es señalado porque allí se han
comenzado a criticar las medidas del gobierno.
Según Acosta en Venezuela se ha apelado
a muchas formas de dominación, especialmente a la amenaza directa o velada.
Pero han ido más lejos, si la amenaza no funciona y no paraliza o somete,
entonces usan medidas ejemplarizantes: usan grupos que vigilan, despiden a la
gente del trabajo o apelan hasta la cárcel.
Acosta explica que organizaciones como
las misiones, el 1x10, o los consejos comunales, establecen relaciones
clientelares que son elegidas por encima de ofrecer un empleo formal a los
ciudadanos. Eso permite una relación de control en la que la gente ha visto
oportunidades de ganar dinero. “Hemos roto la ética porque te pagan por vigilar
a tu vecino, por trabajar de sapo”, advierte.
Como ejemplo usa el caso de la lista
Tascón. El gobierno usa la psicología del miedo para dejar esos fantasmas allí
y, en el caso de las máquinas captahuellas, desestimula el último reducto de
libertad secreta que tiene la gente: el voto.
“El miedo lo rociaron por todo el país:
tenemos miedo de salir a la calle; de abrir la puerta de nuestra casa; no somos
libres ni de salir del país; de ir a hacer mercado y escoger las marcas que
queremos, tememos no conseguir las medicinas que podamos necesitar”. La
amenaza, explica, es una forma de violencia y en Venezuela se ha naturalizado.
Los vecinos han aprendido a callar.
Ellos se sienten parte de familias que durante décadas fueron discriminadas por
los gobiernos de la cuarta república. Ahora tienen un poco más que antes, o
tienen la percepción de que están mejor. El temor a perder esa identidad es una
fuerza importante que los mueve también a silenciar sus descontentos, o a
aceptar con resignación desde las largas horas de cola bajo el sol para
conseguir un producto a precio regulado y la actuación de grupos armados que se
dicen oficialistas. Incluso con el monopolio del cemento que regulan hasta en
pueblos como el de Palmasola.
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