Fernando Mires 08
de febrero de 2015
La
filosofía política debe a Carl Schmitt, el destacado jurista alemán, haber
clarificado en términos precisos el concepto de enemigo político como eje de
“El Concepto de lo Político”, su más divulgado libro. Tanto fue así que, pese a
que durante un corto periodo prestó servicios al nazismo, Schmitt ha sido
estudiado con interés por filósofos judíos, entre otros Jacob Taubes y Jacques
Derrida, e incluso por (post) marxistas como Chantal Mouffe y Ernesto Laclau.
Schmitt,
profundamente cristiano, sitúa a la enemistad política en el espacio de la agonía,
es decir, de la lucha entre contrarios que en el cristianismo, como en toda
religión, se da entre las representaciones del bien y del mal pero en política
entre entidades que se niegan entre sí.
En
la política y en la guerra, argumenta Schmitt, hay que derrotar al enemigo.
Pero a diferencias del soldado, quien combate ocasionalmente, el político debe
combatir siempre porque una política sin enemigos no es política. Al revés,
mientras más alto es el grado de enemistad política (es decir de antagonismo) más
política será la política. Así se explica por qué Schmitt se pronunció en
contra del parlamentarismo y del liberalismo. Tanto en el uno como en el otro
veía el peligro de la disolución de la política a través del consenso y del
compromiso. Por esa mismo motivo Schmitt declaró su admiración a Lenin, para él
un terrible enemigo político.
En
política, lo dice el mismo Schmitt, el enemigo no es a quien se odia sino
alguien opuesto al ser de uno, alguien que no deja hacer lo que uno quiere
hacer. La enemistad política, en consecuencias, no es enemistad personal, pero
sí es –esto es lo importante- existencial.
No
todos los políticos que practican una política basada en la enemistad caben en
el concepto schmittiano de enemistad. El enemigo según Schmitt, al ser existencial,
debe ser visible y tangible. No puede ser inventado, mucho menos abstracto y en
ningún caso universal. Esa es la razón por la cual Schmitt nunca fue
antisemita. El enemigo de Hitler, el pueblo judío, no podía ser para Schmitt un
enemigo político.
Hay
en la política dos tipos de enemigos: el enemigo existencial al que hay que
derrotar y el enemigo patológico, el cual es no es derrotable. Para poner un
ejemplo, un europeo puede decir, Putin es mi amigo o enemigo por su política en
Ucrania. Pero si dice, Putin es mi amigo o enemigo porque representa el alma
rusa, o porque es la reencarnación de Stalin, estamos hablando de un enemigo
irreal porque el alma rusa, al ser abstracta y Stalin al ser un muerto, son
imposibles de derrotar. Para que el enemigo sea enemigo debe ser posible de
derrotar, de otra manera no puede ser un enemigo.
Siguiendo
la idea de la enemistad política schmittiana, es posible deducir que quienes
inventan enemigos irreales o universales solo buscan destruir el juego
político. Es el caso por ejemplo de los gobernantes que se declaran
anti-capitalistas o anti-socialistas.
Tanto
el capitalismo como el socialismo son conceptos que pueden significar muchas
cosas. En cualquier caso, quienes declaran una enemistad sistémica a un
concepto bloquean la práctica política basada, como ha sido dicho, en entidades
existentes y no imaginarias.
Pongamos
el caso del gobernante anti-capitalista. Ese gobernante sabe que él no va a
derrotar al capitalismo. Pero a la vez sabe que, mientras exista capitalismo,
su poder estará justificado. El capitalismo por lo mismo no es su enemigo sino
la razón que necesita para legitimar su poder. A la inversa sucede igual. El
anti- socialista necesita del socialismo –independientemente a que se trate del
sueco, del indigenista de Evo, o del genocida de Pol Pot- para justificar y
prolongar el ejercicio de su poder.
Ocurre
lo mismo con los islamistas. Cuando cortan la cabeza de algún infortunado, no
castigan –lo creen así- a un hombre de carne y huesos sino a una representación
de Occidente. Hay por lo tanto que desconfiar de todos quienes dicen luchar en
contra de enemigos abstractos, sea una raza, el capitalismo, el socialismo, el
occidente o el oriente. Podríamos decir incluso que mientras más abstracta es
la configuración del enemigo, más notorias son las intenciones anti-políticas
del configurador. A la inversa, mientras más concreto (visible, tangible) es el
enemigo, más alto es el grado de politicidad que encierra un conflicto.
Fue
el mismo Schmitt quien advirtió los propósitos ocultos que se esconden detrás
de los enemigos abstractos y/o universalistas. Cuando alguien por ejemplo
afirma actuar en nombre de la humanidad, sitúa al enemigo fuera de la humanidad
y así obtiene un pasaporte para asesinarlo cuando se presente la ocasión.
“Humanidad –dictaminó Schmitt– es bestialidad”.
Verdad
preocupante. Cuando uno pensaba que en la civilizada Europa la construcción de
enemigos abstractos era un hecho perteneciente al pasado, ha aparecido el
partido español Podemos, declarando una lucha abierta en contra de “la casta”
(los políticos).
Si
Podemos hubiese planteado su enemistad política en contra de determinadas
prácticas del PP o del PSOE, no merecería ninguna objeción. Está en su derecho.
Pero la “casta” no es una entidad política. No es intercambiable. Se es de una
casta o no.
En
el mundo de las castas hay, además, castas impuras. Mediante esa operación, los
de Podemos (al fin y al cabo discípulos de Chávez quien luchaba contra otro
gran enemigo abstracto, “el imperio”) se autodefine como portador de la pureza
política absoluta en contra de la casta impura.
Hay
que desconfiar de quienes no tienen enemigos. Es cierto. Pero hay que
desconfiar más de quienes construyen enemigos. En el campo político la
invención del enemigo es el primer escalón que lleva a la destrucción de la
política la que, para serlo –en ese punto no veo como contradecir a Schmitt-
necesita de enemigos concretos y existentes. Y, si es posible, con nombres y
apellidos.
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