Por Soledad Morillo Belloso, 09/02/2015
En una película alemana del director Stefan Schaller, titulada
"Cinco años de vida", que deberían ver todos en el gobierno, se narra
el horror que hubo de vivir un alemán de origen turco secuestrado en Pakistán y
llevado a Guantánamo para averiguaciones por su supuesta participación en actos
de terrorismo. Hay una secuencia en la que el protagonista es metido en un
calabozo en un sótano. Una celda mínima, de concreto, blanca, con todo
controlado. Con las luces permanentemente encendidas, la temperatura helada o
sofocante, u obligando al preso a pegar la cara en unas pequeñas rendijas para
acceder al aire. Una suerte de camarote totalmente insonorizado o con la
posibilidad de aturdir al detenido con ruidos de altos decibeles. Con escaso
suministro alimentario y de agua. Y sin recibir la luz del sol. El protagonista
estuvo allí por meses.
Esas condiciones se reproducen en la llamada "tumba" en los
sótanos del Sebin en Caracas.
Esa mañana en que nos despertamos conociendo por reportajes de medios
internacionales sobre la existencia de unos escabrosos calabozos en el quinto
sótano del Sebin en la ciudad de Caracas, dudé. Me pregunté si sería cierto
aquello tan espantoso que leía en un diario español. A seguir, leí un poderoso
artículo de Leonardo Padrón. Es una pieza que se lee con dolor de alma y que
mas que un texto de la narrativa parece un capítulo de Los Miserables. Y
entonces, sentí vergüenza de mi país. Inmediatamente pensé que el presidente
Maduro debería apersonarse de sorpresa en ese recinto y ordenar la destrucción
ipso facto de semejante atrocidad, ahora sí frente a cámaras que transmitieran
en vivo y en directo y en cadena nacional. Y proceder también a ordenar la
apertura de una averiguación penal de los hechos y los funcionarios
involucrados en semejante acto de violación de derechos humanos. Pero Maduro no
hizo nada.
La Constitución que rige nuestro devenir -aprobada en 1999 por una
minoría circunstancial y validada y legitimada por indiscutible mayoría en
2007- es muy clara y no deja resquicio a duda: a todo evento y en toda
circunstancia prohíbe y penaliza taxativamente la tortura física o psicológica.
Poco importa si el "privado de libertad" -el eufemismo más
perversamente hipócrita incorporado al vocabulario legal- es culpable o
inocente, el Estado no puede torturar a persona alguna, ni física ni psicológicamente.
Ni siquiera si sospecha que tiene información importante cuya revelación puede
incluso prevenir la comisión de algún delito grave.
Este gobierno, el de Chávez/Maduro, se ha cansado de criticar a leco
herido las actividades de las cárceles de Guantánamo y Abu Grahib. Pero toda
esa crítica ha sido de la boca para afuera. Una vil farsa. Un teatro. Ahí, en
los sótanos del Sebin, opera una monstruosidad. Algo simple y llanamente
impresentable. Está visto que en Venezuela la tortura es política de Estado.
Eso, que lo sepa el señor Presidente y todo su funcionariato, sea por comisión,
omisión o complicidad, es crimen de lesa humanidad y, además, pecado mortal,
por el cual deberán responder ante Dios, la Patria y los tribunales
internacionales. Ante ninguno de ellos semejante violación de derechos humanos
prescribe.
@solmorillob
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