Por Joaquín
Villalobos 10 de febrero, 2015
Es
lógico que quienes sufren un conflicto piensen que su problema es irresoluble y
el peor de todos. Sin embargo, la historia demuestra que aun los conflictos más
sangrientos se pueden resolver mediante un acuerdo político. Colombia, después
de 50 años y más de 200,000 muertos, está negociando la paz. En El Salvador,
luego de 11 años de guerra y 80,000 muertos, firmamos la paz. Guatemala hizo lo
mismo luego de un genocidio que acabó con más de 100,000 indígenas. En
Sudáfrica la terrible segregación racial del apartheid terminó con un acuerdo
político. En Ruanda 800,000 personas fueron asesinadas a machetazos a un ritmo
de 5,000 por día, pero al final víctimas y victimarios han tenido que
reconciliarse. Estados Unidos y Cuba, después de vivir más de medio siglo en un
conflicto que puso al mundo al borde de una guerra atómica, decidieron hacer
las paces. ¿Vive Venezuela una situación peor que éstas?
Comparativamente
con otros casos, podríamos decir que Venezuela estaría en una fase en la que predomina
todavía la violencia verbal sobre los muertos. El país vive una situación de
pre-conflicto, que en algún momento puede derivar en una confrontación mayor.
Como en cualquier pleito de calle, la violencia verbal precede a la violencia
física. Los venezolanos han mostrado una gran resistencia a matarse a pesar de
la extrema polarización que padecen. Sin embargo, el “Caracazo” y los fallidos
golpes de 1992 y el 2002, demuestran que esto puede cambiar repentinamente. El
país vive un empate entre el fracaso económico del régimen bolivariano y el
fracaso político de la oposición. Cuando hay un empate, lo central no es quien
tiene la razón, sino como se puede reunificar al país. Tener la razón en un
país profundamente dividido puede valer poco o nada.
La
revolución del fallecido presidente Hugo Chávez decidió enfrentarse al mercado
y todos los que lo han hecho han acabado derrotados. Esto pasó en China, en
Cuba, en la antigua Unión Soviética, en la Nicaragua de los 80s y en muchas
otras partes. El mercado existe desde antes de que se fundaran todas las
ideologías que conocemos, pelearse con este, es comprarse un boleto para el
fracaso económico. La dependencia del petróleo ha mantenido a Venezuela, antes
y ahora, como un país que importa mucho y produce poco. Esta maldición
petrolera ha empeorado en vez de mejorar. Sin duda Chávez realizó cambios que
han significado progresos indiscutibles en la inclusión social, pero esta tiene
piso de vidrio al haberse basado en el petróleo. Las expropiaciones recurrentes
han sido, en ese sentido, un suicidio económico. Fue bueno darle a la renta
petrolera una orientación hacia los pobres, pero ahora que la economía debería
sostenerse en empresas, empresarios e impuestos, no tienen nada de eso. Otros
bolivarianos como Ecuador, Bolivia y la Nicaragua actual no están en crisis
económica porque no se pelearon con el mercado.
Por
su parte, la oposición, además de atomizarse, desarrolló una estrategia
invertida que los debilitó. Siguieron el camino de
golpe-huelga-calle-elecciones y retiro de las elecciones para luego volver a
las elecciones. Su impaciencia los hizo contribuir, sin proponérselo, a la
radicalización de su adversario. Le regalaron la representación que tenían en
todas las instituciones. Todos sus resultados electorales han sido buenos, pero
ellos mismos los han deslegitimado. Lograron luego corregir, unirse y
fortalecerse, pero la estrategia de “la salida” fue un retorno al pecado
original de urgencia. El resultado fue que se volvieron a dividir y agotaron la
energía social del descontento al darle a las protestas un propósito
inalcanzable.
Venezuela
no es viable sin los opositores y sin los chavistas. Esta lección de inclusión
y reconocimiento recíproco la suelen aprender los contendientes de un conflicto
luego de muchos muertos. ¿Puede el gobierno de Maduro sacar adelante al país
sin tener en cuenta a los opositores?. ¿Pueden los opositores aspirar a ser un
día gobierno sin tener en cuenta a los chavistas?. En ambos casos la
ingobernabilidad es el resultado. Se puede gobernar con diferencias, pero no se
puede gobernar a un país dividido. Al final, esto que parece tan simple y fácil
de aceptar, es bastante complicado. Una polarización extrema se fundamenta en
cuestionar el derecho del adversario a existir y tener poder. Domina la idea de
que todo sería mejor sino existiera el otro. En mi país, durante el conflicto,
la extrema derecha hablaba del “verdadero pueblo” y la izquierda de “nuestro
pueblo”. Estas ideas con otro lenguaje han dominado también en Venezuela.
No
fue un accidente o una conspiración de las fuerzas del mal lo que ocurrió en Venezuela.
Es indispensable aceptar que este país ha sufrido una profunda transformación
social y política y que jamás regresará a ser como era antes. Hay causas y
consecuencias. Las causas serán un eterno debate para la historia, pero las
consecuencias hay que asumirlas pragmáticamente porque son el punto de partida
de la nueva realidad. No se trata del fin angelical de las diferencias, eso es
imposible. Se trata de tener reglas del juego basadas en la aceptación del
derecho del adversario a existir y tener poder. Para esto el diálogo es el
único camino.
En
todo conflicto es difícil determinar el momento de hablar y pactar, porque
siempre que las partes suponen que el contrario está débil, consideran que es
la oportunidad para destruirlo y no para dialogar. El punto de encuentro casi
siempre ocurre en un escenario crítico que obliga a las emociones a darle un
chance al pragmatismo. Es difícil saber si Venezuela está cerca del punto de
encuentro, pero sin duda necesitan hablar en vez de matarse. El chavismo no es
un fenómeno irrelevante y pasajero, eso se pensó del peronismo, del PRI y del
Sandinismo. Por otro lado, la oposición ni es débil, ni se terminará yendo a la
Florida como en Cuba.
Venezuela
vive en un frágil y peligroso equilibrio que, el intento de romperlo
abruptamente, puede derivar en un sangriento enfrentamiento. Esto dejaría
problemas y agravios de los que no saldrían nunca. En esas condiciones, para
quienes vemos esta crisis desde fuera, es un error tomar partido y alentar un
enfrentamiento que podría dejar muchos venezolanos muertos. En El Salvador,
México nos alentó negociar, a pesar de que enfrentábamos una dictadura militar
que asesinaba a miles de opositores. Jugar a buenos y malos en situaciones de
conflicto real o potencial equivale a concluir que a Mandela se le debieron dar
armas en vez de respaldar su voluntad negociadora. En ese sentido lo más
sensato para Venezuela es lo que aconsejan los abogados: “más vale un mal
acuerdo que un buen pleito”.
No hay comentarios:
Publicar un comentario
Para comentar usted debe colocar una dirección de correo electrónico