ELÍAS PINO
ITURRIETA 8 DE FEBRERO 2015
El
4 de febrero de 1992 se tiene que observar desde la actualidad, por supuesto,
pero nuestro tiempo agobiado por las dificultades tiende a sacar cuentas
benévolas sobre el sistema de gobierno contra el cual se produjo la intentona
militar. La actualidad habitualmente mira desde un estrecho prisma, y deja de
lado realidades sin las cuales no se puede entender lo que sucedió entonces y
sucede ahora. Una expresión manida de nuestros días (“éramos felices y no lo
sabíamos”) permite el entendimiento del asunto según se quiere plantear aquí.
En
1992, como consecuencia de una cadena de errores cuya existencia se advierte
después de la primera presidencia de Caldera, ocurre un deterioro creciente de
los partidos que ejercían el control de la sociedad desde 1958. Las fortalezas
fundacionales de la lucha contra Pérez Jiménez eran o parecían escombros, y los
liderazgos mostraban un decaimiento sin paliativos. La expansión de las
corruptelas, pero también del desencanto popular por las noticias de numerosos
escándalos protagonizados por altos funcionarios que contaban con la blandura
de los tribunales, marcaban una atmósfera que invitaba a distancias
prudenciales. Las toldas más importantes (AD y Copei), servidoras eficaces de
la sociedad en lapsos que se sentían remotos, eran ahora, para vastos sectores
de la colectividad, clubes de contratistas distanciados de la gente sencilla.
Nada esperanzador salía de su seno, nadie capaz de atraer de nuevo a las
multitudes, ningún mensaje digno de ser creído. La reedición de CAP, que va del
gozo al foso en cuestión de dos años, descubre los colmillos de una jauría que
solo mira de reojo la democracia cuando quiere pasar inclementes facturas. La
reedición de Caldera es apenas un salvavidas de limitado aliento, ante los
desafíos de una navegación turbulenta que no podían atender unas supuestas
generaciones de relevo que eran solo eso, unas cosas supuestas, unos figurines
sin plataforma, un deseo sin encarnaciones cabales. ¿Éramos felices y no lo
sabíamos?
Una
pregunta sin respuesta que le conceda fundamento, si vemos la absurda manera de
responder ante la intentona golpista. La dirigencia presumida y miope no se
detuvo a calcular la gravedad de la militarada, debido a que permitió su
incubación y el crecimiento de sus tentáculos y ahora no podía ponerse a
ponderar las agallas de una criatura que había alimentado con la desidia que
usualmente acompaña la prepotencia. La fiera no podía ser domada en 1992 por
falta de domadores. Una conspiración caracterizada por la mediocridad y la
improvisación contaría con el adocenamiento y la ligereza de sus antagonistas. Pero
también con la indiferencia de la ciudadanía cada vez más ganada por la
antipolítica. De allí el entusiasmo con el cual fue recibido por los pasivos
espectadores el engendro antirrepublicano de los “Notables”, señorones que,
como si cual cosa, a cuenta de sabios y encumbrados, se estrenaron como
salvadores sin que nadie hubiese pedido salvamento. Sin embargo, la gente
aplaudía porque se quedaba tranquila en el paraíso de su incuria. De allí a
búsquedas estrambóticas, como las candidaturas presidenciales de Irene Sáez y
Alfaro Ucero, solo hizo falta un paso. ¿Éramos felices y no lo sabíamos?
La
pretendida felicidad tampoco encuentra soporte en la decadencia del elemento
militar, pues los cuarteles no podían librarse de la descomposición de esas apocadas horas. De sus academias
surgieron los jefes del cónclave que debutó el 4 de febrero de 1992, hijos
legítimos de la medianía de sus preceptores. No eran sino la representación de
un declive generalizado que debía mostrarse en su forma más descarnada para que
se tuviera cabal noticia de lo mal que marchaban las cosas, para que se
ventilaran a juro los errores y las omisiones de los hechos históricos que
caminan derecho hasta que se vuelven chuecos, para que no quedaran dudas sobre
el abismo cavado entre todos sin consideración de la gran obra realizada por la
democracia representativa en su período estelar. Los debutantes de febrero
están ahora en las alturas del poder como testimonio, ojalá último, de una
época que se debe recordar con pinzas antes de que pase a mejor vida.
No hay comentarios:
Publicar un comentario
Para comentar usted debe colocar una dirección de correo electrónico