Mario Vargas Llosa
07 de marzo de 2015
Cuando
el gobierno venezolano de Nicolás Maduro autorizó a su guardia pretoriana a
usar armas de fuego contra las manifestaciones callejeras de los estudiantes
sabía muy bien lo que hacía: seis jóvenes han sido asesinados ya en las últimas
semanas por la policía tratando de acallar las protestas de una sociedad cada
vez más enfurecida contra los atropellos desenfrenados de la dictadura
chavista, la corrupción generalizada del régimen, el desabastecimiento, el
colapso de la legalidad y la situación creciente de caos que se va extendiendo
por todo el país.
Este
contexto explica la escalada represora del régimen en los últimos días: el
encarcelamiento del alcalde de Caracas, Antonio Ledezma, uno de los más
destacados líderes de la oposición, al cumplirse un año del arresto de Leopoldo
López, otro de los grandes resistentes, y meses después de haber privado
abusivamente de su condición de parlamentaria y tenerla sometida a un acoso
judicial sistemático a María Corina Machado, figura relevante entre los
adversarios del chavismo. El régimen se siente acorralado por la crítica
situación económica a la que su demagogia e ineptitud han llevado al país, sabe
que su impopularidad crece como la espuma y que, a menos que diezme e intimide
a la oposición, su derrota en las próximas elecciones será cataclísmica (las
encuestas cifran su popularidad en apenas 20%).
Por
eso ha desatado el terror de manera desembozada y cínica, alegando la excusa
consabida: una conspiración internacional dirigida por Estados Unidos de la que
los opositores democráticos al chavismo serían cómplices. ¿Conseguirá acallar
las protestas mediante los crímenes, torturas y redadas masivas? Hace un año lo
consiguió, cuando, encabezados por los estudiantes universitarios, millares de
venezolanos se lanzaron a las calles en toda Venezuela pidiendo libertad (yo
estuve allí y vi con mis propios ojos la formidable movilización libertaria de
los jóvenes de toda condición social contra el régimen dictatorial). Para ello
fue necesario el asesinato de 43 manifestantes, muchos centenares de heridos y
de torturados en las cárceles políticas y millares de detenidos. Pero en el año
transcurrido la oposición al régimen se ha multiplicado y la situación de
libertinaje, desabastecimiento, oprobio y violencia solo ha servido para
encolerizar cada vez más a las masas venezolanas. Para atajar y rendir a este
pueblo desesperado y heroico hará falta una represión infinitamente más
sanguinaria que la del año pasado.
Maduro,
el pobre hombre que ha sucedido a Chávez a la cabeza del régimen, ha demostrado
que no le tiembla la mano a la hora de hacer correr la sangre de sus
compatriotas que luchan por que vuelva la democracia a Venezuela. ¿Cuántos
muertos más y cuántas cárceles repletas de presos políticos harán falta para
que la OEA y los gobiernos democráticos de América Latina abandonen su silencio
y actúen, exigiendo que el gobierno chavista renuncie a su política represora
contra la libertad de expresión y a sus crímenes políticos y faciliten una
transición pacífica de Venezuela a un régimen de legalidad democrática?
En
un excelente artículo, como suelen ser los suyos, “Un estentóreo silencio”,
Julio María Sanguinetti (El País, 25/2/2015), censuraba severamente a esos
gobiernos latinoamericanos que, con la tibia excepción de Colombia –cuyo
presidente se ha ofrecido a mediar entre el gobierno de Maduro y la oposición–
observan impasibles los horrores que padece el pueblo venezolano por un
gobierno que ha perdido todo sentido de los límites y actúa como las peores
dictaduras que ha padecido el continente de las oportunidades perdidas. Podemos
estar seguros de que la emotiva llamada del ex presidente uruguayo a la
decencia a los mandatarios latinoamericanos no será escuchada. ¿Qué otra cosa
se podría esperar de esa lastimosa colección entre los que abundan los
demagogos, los corruptos, los ignorantes, los politicastros de tres por medio?
Para no hablar de la Organización de Estados Americanos, la institución más
inservible que ha producido América Latina en toda su historia; al extremo de
que, se diría, cada vez que un político latinoamericano es elegido su
secretario general parece reblandecerse y sucumbir a una suerte de catatonia
cívica y moral.
Sanguinetti
contrasta, con mucha razón, la actitud de esos gobiernos “democráticos” que
miran al otro lado cuando en Venezuela se violan los derechos humanos, se
cierran canales, radioemisoras y periódicos, con la celeridad con que esos
mismos gobiernos “suspendieron” de la OEA a Paraguay cuando este país,
siguiendo los más estrictos procedimientos constitucionales y legales,
destituyó al presidente Fernando Lugo, una medida que la inmensa mayoría de los
paraguayos aceptó como democrática y legítima. ¿A qué se debe ese doble rasero?
A que el señor Maduro, que ha asistido a la transmisión de mando presidencial
en Uruguay y ha sido recibido con honores por sus colegas latinoamericanos, es
de “izquierda” y quienes destituyeron a Lugo eran supuestamente de “derecha”.
Aunque
muchas cosas han cambiado para mejor en América Latina en las últimas décadas
–hay menos dictaduras que en el pasado, una política económica más libre y
moderna, una reducción importante de la extrema pobreza y un crecimiento
notable de las clases medias– su subdesarrollo cultural y cívico es todavía muy
profundo y esto se hace patente en el caso de Venezuela: antes de ser acusados
de reaccionarios y “fascistas” los gobernantes latinoamericanos que han llegado
al poder gracias a la democracia están dispuestos a cruzarse de brazos y mirar
a otro lado mientras una pandilla de demagogos asesorados por Cuba en el arte
de la represión van empujando a Venezuela hacia el totalitarismo. No se dan
cuenta de que su traición a los ideales democráticos abre las puertas a que el
día de mañana sus países sean también víctimas de ese proceso de destrucción de
las instituciones y las leyes que está llevando a Venezuela al borde del
abismo, es decir, a convertirse en una segunda Cuba y a padecer, como la isla
del Caribe, una larga noche de más de medio siglo de ignominia.
El
presidente Rómulo Betancourt, de Venezuela, que era de otro calibre de los actuales,
pretendió, en los años sesenta, convencer a los gobiernos democráticos de la
América Latina de entonces (eran pocos), de acordar una política común contra
los gobiernos que –como el de Nicolás Maduro– violentaran la legalidad y se
convirtieran en dictaduras: romper relaciones diplomáticas y comerciales con
ellos y denunciarlos en el plano internacional, a fin de que la comunidad
democrática ayudara de este modo a quienes, en el propio país, defendían la
libertad. No hace falta decir que Betancourt no obtuvo el apoyo ni siquiera de
un solo país latinoamericano.
La
lucha contra el subdesarrollo siempre estará amenazada de fracaso y retroceso
mientras las dirigencias políticas de América Latina no superen ese estúpido
complejo de inferioridad que alientan contra una izquierda a la que, pese a las
catastróficas credenciales que puede lucir en temas económicos, políticos y de
derechos humanos (¿no bastan los ejemplos de los Castro, Maduro, Morales, los
Kirchner, Dilma Rousseff, el comandante Ortega y compañía?) conceden todavía
una especie de superioridad moral en temas de justicia y solidaridad social.
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