Eduardo Gomien 09
de marzo de 2015
En Latinoamérica hay dos tradiciones en disputa, una que plantea
mejorar la democracia desde las instituciones y la sociedad civil, en base a un
gobierno impersonal limitado; y otra basada en el personalismo y caudillaje de
antaño, con poderes concentrados e ilimitados, donde el carisma de un líder se
disfraza de voluntad popular.
Una
vez terminada la guerra de independencia, George Washington, comandante en jefe
del ejército continental, se presentó ante el Congreso a renunciar a su cargo.
Esto tuvo tremenda relevancia para establecer simbólicamente las instituciones
de un país gobernado eminentemente por civiles, y no por caudillos militares.
Detrás de dicha acción estaba la responsable noción de que la potestad gubernamental
no puede pertenecerle a nadie en una república.
No
fue raro que tiempo después, tras ejercer durante dos períodos como Presidente
de Estados Unidos, Washington declinara postularse nuevamente, aun cuando no
había impedimento legal alguno y gozaba de inmensa popularidad entre el pueblo.
Esta tradición republicana y democrática se mantuvo durante más de 100 años,
siendo respetada por John Adams, Thomas Jefferson y los demás sucesores de
Washington en la presidencia.
En
América Latina, lamentablemente, fueron otras las tradiciones que se arraigaron
al ejercicio del poder político. Primaron regímenes de fuerza basados en el
carisma de un caudillo, en vez de crearse instituciones republicanas, liberales
y democráticas mediante las cuales el poder se transfiere pacíficamente entre
los gobernantes. Así, mientras a Washington, Adams y Jefferson la vejez y la
muerte los encontró en la paz de sus granjas, a Bolívar, Sucre, San Martín,
Carrera y O’Higgins los encontró en el exilio, la traición y la desdicha, con
sus naciones sumidas en la insana intriga o azotadas por cruentas guerras
civiles.
Esa
tradición caudillista de venerar y abrazar el poder no ha logrado ser
erradicada de la cultura latinoamericana. De hecho, a ella honran memoria los
cabecillas populistas actuales, que han modificado constituciones y manipulado
leyes a su gusto para perpetuarse en el poder o transferirlo a herederos
sanguíneos o ideológicos, torciendo incluso la noción misma de democracia.
“Próceres” como Chávez, Maduro, Evo, Correa y los Kirchner, por nombrar solo
algunos de los actuales populistas de nuestra región, nos han hecho olvidar que
los cargos públicos no pertenecen a ningún grupo o clase, y que se deben
ejercer por períodos con atribuciones limitadas, o que la democracia no
significa que las mayorías subyuguen minorías y los gobernantes supriman a la
oposición.
Paradojalmente,
muchos de los que alaban a estos caudillos del siglo XXI y la prepotencia que
ejercen en el poder también han elogiado a Pepe Mujica. Pero parecen no poner
atención a la sencillez de sus palabras, que se contraponen a la megalomanía de
un Fidel Castro, un Chávez o un Maduro, por ejemplo, cuando ante la pregunta de
un periodista “¿Qué hará luego de dejar el poder?” éste respondió: “volver a
trabajar en mi chacra”.
La
respuesta de Mujica, quien hace pocos días entregó la presidencia de Uruguay de
manera pacífica y tranquila, dejó atónito no solo al periodista, sino también a
muchos de los espectadores, que parecen haber olvidado que en una república
democrática el poder no se personaliza, que los representantes no son dueños de
los cargos, ni éstos se ejercen de manera vitalicia, y que tras abandonar el
cargo, vuelven a ser ciudadanos como cualquier otro.
En
Latinoamérica hay dos tradiciones en disputa, una que plantea mejorar la
democracia desde las instituciones y la sociedad civil, en base a un gobierno
impersonal limitado; y otra basada en el personalismo y caudillaje de antaño,
con poderes concentrados e ilimitados, donde el carisma de un líder se disfraza
de voluntad popular. Es necesario tener presente esto, sobre todo en momentos en
que en Chile se desea iniciar una reforma Constitucional, donde de seguro lo
primero en discutirse será la reelección inmediata y la eliminación de
mecanismos que, a juicio de los políticos, limiten demasiado el ejercicio del
poder.
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