Por José Domingo Blanco, 03/04/2015
Por estos días, visité Choroní. La verdad, hacía bastante que no iba.
Sin embargo, todo, en apariencia, permanece similar a como la vi la última vez.
A Puerto Colombia se llega como siempre: la misma travesía por la carretera
estrecha y sinuosa, transitada por autobuses conducidos por choferes
impacientes que gozan pisando el acelerador; todo en medio de un paisaje
privilegiado y fresco, cortesía del parque Henry Pittier.
Sigue igual Choroní. Hay quienes dicen, especialmente los lugareños,
que salvo el aumento de “rateritos” o de la delincuencia “roba cámaras y
bolsos” –principalmente, en temporada alta- todavía viven tranquilos, aunque se
nota que han reforzado e implantado algunas medidas de seguridad. Las posadas,
que las hay para todos los gustos y bolsillos, en su mayoría, se esmeran por
lucir sus fachadas arregladitas, casi todas casonas coloniales que mantienen
sus puertas abiertas para que las miradas de los curiosos se desvíen y queden
atrapadas en esos patios grandes transformados en restaurantes o piscinas.
Hay incluso una línea de mototaxis –no se salvaron de eso,
lamentablemente- y mucho barullo a la hora de abordar los peñeros que conducen
a Cepe, Valle Seco, Uricao, Tunja o Chuao: parece un mercado persa, lleno de
lancheros ofreciendo los viajes y las tarifas –que, como era de esperar,
sufrieron un considerable aumento. No faltan las advertencias de no aceptar
cualquier traslado; preferiblemente, sugieren, escoger a alguien que sea
recomendado o en caso de escoger a un desconocido, no pagarle completo sino la
mitad del viaje “porque a más de un turista han dejado botado”. Pero, también
está la opción de quedarse en Playa Grande, la playa de la zona, a la que se
llega caminando. Un tanto abarrotada, como es de esperar en las temporadas
altas, con su público variopinto, empeñado en disfrutar del sol y del mar a
como dé lugar. Los restaurantes de la entrada los tumbaron para, supuestamente
mejorar la zona: allí permanecen los escombros, como recuerdo de una nueva
promesa incumplida. Como la promesa de la construcción del mejor stadium de la
región, que hoy sigue luciendo cara de abandono y desidia y donde, supongo, se
siguen jugando solo caimaneras ocasionales.
Disfruté el reencuentro con la gente que ama la región. La que apostó a
Choroní y lucha por verla prosperar. Los que se sienten orgullosos de vivir en
el lugar que produce el mejor cacao del mundo y lo ofrecen conscientes de que
en Europa, los chocolateros, colocan en sus etiquetas a “Chuao-Estado
Aragua-Vzla” como certificado de origen y calidad. Los que mantienen sus
posadas impecables y hacen mil maromas para seguir ofreciéndoles a los
huéspedes el relax y el descanso que van buscando. Los que intentan incorporar
más confort e incluso wi fi; los restaurantes que batallan por elevar a nivel
gourmet sus platos y los que ofrecen el sabroso pescado frito con los tostones
de rigor; pero, en medio de la escasez de personal que se ausenta cuando más se
le requiere; así como una que otra tiendita artesanal, algunas con cara de
negocio bien establecido u otras como improvisados tarantines frente a las
casas, en los que es posible encontrar desde champú Dove hasta lavaplatos
Axion. Todo en Puerto Colombia es así: fácil de ver y recorrer, en una caminata
sin prisas ni sobresaltos, como solo se puede hacer en esos poblados pequeños,
en donde todo permanece como siempre.
Como buen pueblo chiquitico, los cuentos, a veces, son de infierno
grande. Disfruté mucho conversar con quien bauticé la Doña Bárbara de Choroní:
una mujer sorprendente, impetuosa, sin miedo, cargada de pasión por la zona,
que quedó atrapada por el esplendor del lugar al que se dedicó de manera
altruista y filantrópica, y que más en más de una ocasión, le ha dado sus
desencantos. Sus historias son tan costumbristas como el nombre del lugar al
que los chorinenses bautizaron El Edén de la Salchicha, algo así como réplica
de la calle del hambre de Caracas o Margarita. Van desde luchas épicas contra
los malandros de la zona o su iniciativa de organizar a los posaderos, levantar
un censo, recoger datos y crear un registro que terminó llamando la atención de
la Universidad Simón Bolívar; pero, que quedó allí, sin que con esa valiosa
información se pudiese hacer mucho más.
El pueblo, en general, en nada ha cambiado. En nada se diferencia de
ser gobernados por la cuarta o por la interminable quinta república, porque el
chavismo no ha significado ninguna diferencia. Los políticos de turno siguen haciendo
las promesas típicas de los períodos electorales, van se toman las fotos y se
olvidan de ellos una vez que logran el cargo. Choroní no escapa de la realidad
que padecen otros pueblos costeros: la basura, la vialidad, la falta de agua.
Las mismas dolencias sin respuesta ni solución. De hecho, El Chivo, un lanchero
baqueano y educado, nos mostró en el trayecto de retorno de Uricao a la Boca,
el cableado que desmanteló el gobierno -con el que se surtían de electricidad
cuando ocurría alguna falla- con la promesa de un proyecto que haría que los
apagones fueran cosas del pasado. Hoy siguen con las fallas eléctricas y ya no
pueden auxiliarse con esa fase que venía de Cuyagua porque los postes quedaron
allí como reliquias a merced del salitre y la desidia.
Nuestro país tiene tanto que ofrecer. Tiene regiones tan hermosas, con
tanto potencial turístico, con bellezas naturales únicas, con las que podríamos
generar excelente fuentes de ingresos… sólo debemos luchar contra la ambición
de los gobernantes.
mingo.blanco@gmail.com
@mingo_1
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