Fernando Mires 02 de mayo de 2015
Todavía no ha sido escrita la historia
de la “clase obrera” en los países socialistas. Cuando se escriba, conoceremos
una historia triste y dramática: la de la destrucción de las organizaciones
obreras en nombre de la clase obrera. Destrucción que no sólo fue
institucional, sino producto de innumerables masacres cometidas a los
trabajadores existentes y reales.
Esa historia comenzó precisamente en los
momentos en que se iniciaba la revolución rusa: a fines de 1920 en la ciudad de
Kronstadt, cuando los obreros y marinos portuarios iniciaron huelgas con el
objetivo de que fueran aumentados sus salarios y mejoradas las miserables
condiciones de trabajo. Para el efecto, redactaron un manifiesto que en lo
sustancial apoyaba la ideología comunista.
La respuesta de Lenin no pudo ser más
brutal. A comienzos del año 1921, el Ejército Rojo, cometió en Kronstadt una de
las masacres más espantosas que conoce la historia del movimiento obrero
mundial. Aduciendo el consabido argumento relativo a que las manifestaciones
obreras obedecían al mandato del capitalismo internacional, la soldadesca,
dirigida entre otros por Leo Trotski, asesinó a miles y miles de obreros. Los
sobrevivientes fueron llevados en cadenas a los por Lenin recién inaugurados
campos de concentración de Siberia; allí continuaron muriendo, alejados de sus
familias; de sus ciudades; de su propia historia.
La verdad es que masacres como las de
Kronstadt (hubo muchas similares bajo Stalin) ya estaban teóricamente
programadas por Lenin, aún antes de la revolución rusa. El año 1902, escribió
Lenin un texto que fue elevado después por Stalin a la categoría de clásico del
marxismo. Se trataba del famoso “¿Qué hacer?”, lectura obligada en los cursos
de formación de cuadros comunistas. En ese texto, Lenin revisó a Marx,
aduciendo que “el proletariado” (léase, los trabajadores industriales) no son
capaces de generar por sí solos una conciencia revolucionaria, pues ellos
luchan por intereses económicos y no políticos (tradeunionistas). De ahí,
deducía Lenin que la conciencia revolucionaria debe ser transportada desde
afuera de la clase, a saber: por los intelectuales revolucionarios organizados
en El Partido. En esas condiciones, el Partido del Proletariado está llamado a
sustituir a los trabajadores existentes y reales.
Las tesis de Lenin, como es sabido, provocaron
indignación ente los socialistas alemanes, sobre todo en Rosa Luxemburgo quien
adujo que llevadas las tesis de Lenin a sus consecuencias llegaría el día en
que el Partido no sólo sustituiría a “la clase” sino, además, actuaría en
contra de ella. Eso fue lo que sucedió en Kronstadt. Kronstadt, en fin, ya
estaba programado en el “¿Qué hacer?” de Lenin:
La historia del comunismo es también la
historia de la destrucción de las organizaciones obreras en nombre de la clase
obrera. Es una historia repetida sin cesar.
Ocurrió el 16 de junio de 1953 en las
calles de las ciudades de la RDA, sobre todo en Berlín, cuando la tropa disparó
sobre miles de manifestantes obreros. Las calles de Berlín fueron pavimentadas
por una masa sangrienta de trabajadores convertidos en cadáveres. Ocurrió en
1956, en el también sangriento “octubre polaco”.
Ocurrió el 1956 en las calles de
Budapest, cuando después de la masacre cometida por el Ejército Rojo, cadáveres
agonizantes de obreros eran arrojados a las aguas del Danubio.
Ocurrió en la Praga del 1968, cuando las
recién formadas organizaciones obreras fueron destruidas y los dirigentes,
entre ellos Václav Havel, enviados a prisión.
Estuvo a punto de ocurrir en 1981 en
Polonia, con el golpe de estado anti obrero llevado a cabo por el general
Jaruzelzky. La prudencia del general golpista y la habilidad política de Lech
Walesa impidieron otra descomunal masacre.
Gracias al Solidarnosc de Walesa, tuvo
lugar, por fin, la primera revolución obrera de la historia europea. La paradoja
es que esa revolución surgió en contra de un Estado que decía ser de”los
trabajadores”. Se explica entonces, por qué uno de los primeros sueños del
presidente checo Václav Havel, fue el de liberar a los trabajadores de su país
de un Estado que los había secuestrado para hablar en su nombre.
La misma circunstancia tuvo lugar en la
Cuba de los hermanos Castro, justo en los comienzos de la revolución. Se trata
de un capítulo que ha sido borrado definitivamente de la historia oficial
cubana. Ese capítulo ocurrió a fines del año 1959, cuando el Movimiento 26 de
Julio dirigido por Fidel Castro intervino directamente en los sindicatos
obreros.
Los obreros estaban, en ese tiempo,
divididos en dos fracciones. Una esencialmente sindicalista, dirigida por
Eusebio Mujal. Otra, la comunista. Castro, que en ese entonces tenía una
actitud antisoviética, se propuso destruir ambas fracciones, nombrando como
interventor del Estado a David Salvador. Luego de destituir y encarcelar a
Mujal, acusado de colaborar con Batista, Castro, a través de Salvador, inició
la persecución de dirigentes sindicales. Víctimas no fueron sólo los
“mujalistas” sino, además, varios comunistas. Para el efecto, realizó, como es
su costumbre, una jugada diabólica: nombró como Ministro del Trabajo a un
militante filo-comunista: Augusto Martinez Sanchez.
De este modo, los sindicatos de Cuba
fueron primero, estatizados, y después militarizados. De nada valió la
resistencia de algunos veteranos cuadros sindicales. La decisión de estatizar
las organizaciones obreras la tomó Fidel Castro en persona durante el X (y
último) Congreso de la Federación del Trabajo, el día 18 de noviembre de 1959.
Dicha decisión se vio facilitada porque, en esos mismos días Castro ya actuaba
militarmente en contra de las alas democráticas del 26 de Julio, representadas
en la persona del héroe de la revolución Huber Matos quien fue encarcelado y
condenado a más de veinte años de prisión. Su delito: pensar diferente al nuevo
dictador.
Muchos dirigentes obreros fueron a parar
a las cárceles de los Castro. Desde ese tiempo data la fraterna división del
trabajo que mantuvieron Fidel y Raúl. Fidel destituía dirigentes y Raúl los
retiraba de la vía pública. Así fue como Fidel Castro realizó en Cuba el sueño
de los capitalistas más salvajes: crear un país sin organizaciones obreras, sin
derecho ni a reunión, ni a huelgas.
Muy diferente ha sido el sueño de
personas como Vaclav Havel. Su propósito inmediato fue liberar a los obreros
del Estado, restituir sus derechos a los trabajadores, ayudar a la creación de
organizaciones obreras, autónomas e independientes.
Cuando por primera vez asumió la
presidencia de la ex- Checoeslovaquia, Havel se encontró con una situación
catastrófica entre los trabajadores. No sólo no tenían organizaciones. Habían,
perdido, además, sus condiciones ciudadanas. “El régimen anterior” –escribió
Havel- “intentó presentarse como la dominación de los trabajadores. Aquello que
logró fue reducir el valor del trabajo, su destino y su significado llevado a
tan baja condición, que los trabajadores perdieron aquello que para cada ser
humano es tan infinitamente importante: la conciencia del sentido de su propio
trabajo”
Así como ocurrió con los trabajadores
fabriles, ocurrió con los trabajadores rurales, y en general, con la mayoría de
los habitantes de la nación checoeslovaca. En nombre de una ideología, los
trabajadores fueron expropiados no sólo de sus bienes materiales, sino, lo que
es peor: de sus valores espirituales.
Construir una nueva infraestructura
técnica e iniciar un desarrollo económico más dinámico no ha sido el problema
más difícil en los países post- comunistas. Devolver el sentido de la vida, la
dignidad de ser a un humano,el deseo de luchar por sus propios intereses, en
fin, restituir la condición política arrebatada tan brutalmente por aquellos
que imaginaron ser los depositarios de las leyes de la historia, ha sido un
camino más largo y mucho más difícil.
Bajo el sugestivo título de “Política
como ética practicable” escribió Václav Havel un breve ensayo en donde podemos
leer el siguiente párrafo que en sí condensa, no su ideología -que nunca la
tuvo- sino su posición frente a la vida:
“Estoy convencido que no podemos
construir un Estado de derecho ni un Estado democrático si es que no
construimos al mismo tiempo –aunque ello suene poco científico en los oídos de
los politólogos- un Estado humano, ético, espiritual y cultural. Las mejores
leyes y los mecanismos democráticos mejor concebidos no nos pueden entregar
nada: ni siquiera legalidad, tampoco la libertad, ni aún los derechos humanos,
si todo eso no está garantizado por determinados valores sociales y humanos”.
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