Por Travieso-Irady
La Conferencia de París sobre
el Cambio Climático —conocida como COP21— ha reunido la enorme cifra de 150
jefes de Estado y de Gobierno, con la intención de lograr un acuerdo global
para reducir las emisiones de gases de efecto invernadero a un nivel que evite
que la temperatura media global aumente en este siglo a más de 2 °C con
respecto a la actual.
Si bien es cierto que nada de
lo convenido allí bastará, por sí solo, para resolver el problema del
calentamiento global, un acuerdo podría señalar un punto de inflexión, el
inicio de una forma de intervención global indispensable para enfrentar la
amenaza. Pero las cosas no son fáciles. La presencia de numerosos mandatarios
durante la semana pasada, dio paso a los ministros y negociadores políticos de
los países, encargados de terminar de alcanzar los acuerdos, pero desde ya se
vislumbran al menos dos puntos cuya discusión persistirá hasta el final e
incluso podría no cerrar.
Se trata de los controvertidos
temas de quiénes asumen el costo económico y de la obligatoriedad jurídica del
pacto. El primero de ellos, asociado a las cargas financieras que se asignan a
los países desarrollados en tanto responsables del origen y agudización del
calentamiento global debido a sus emisiones tóxicas durante décadas, lo que les
exigiría asumir mayores responsabilidades en ese punto que los países en vías
de desarrollo. El segundo se refiere al controvertido aspecto de la
obligatoriedad de las naciones de someterse al arbitrio de acuerdos
internacionales, lo cual, por ejemplo, para un país tan importante como Estados
Unidos —no sólo por su hegemonía mundial sino porque es el segundo
contaminador— está descartado, lo que obligaría a aceptar que los acuerdos sean
refrendados por leyes nacionales.
Como al momento de escribir
este texto la cumbre no ha concluido, pero además porque no caben dudas de que
el logro del acuerdo es sólo el primer paso, nos centraremos brevemente en el
tema de los desafíos a superar y para ello, muchos problemas tienen que
resolverse. Veamos algunos de los más evidentes: para que éste sea realmente de
obligatorio cumplimiento, habría que definir sanciones para quienes no cumplan
sus compromisos, pero además, ¿cuáles son los criterios para revisar y dar por
cumplidos los compromisos?, ¿cuáles son las reglas para monitorear las
emisiones?, ¿están los países en desarrollo en condiciones de usar
adecuadamente los fondos que reciban para hacer frente al cambio climático?
Cada decisión tiene el potencial de llevar a un estancamiento al tiempo que
naciones y alianzas, desde los gigantes económicos hasta los pequeños países
isleños, negocian ejerciendo sus cuotas de poder.
Obligatorios o no, ¿tienen los
alrededor de 190 países la capacidad administrativa, los procesos e
instituciones gubernamentales y de la sociedad civil, como para producir
cambios de largo plazo? Las experiencias más recientes muestran la difícil
cohabitación de los objetivos de largo plazo con las urgencias económicas y los
ciclos políticos. Adicionalmente, ¿está la gente realmente convencida de la
necesidad urgente de que cada quien haga su aporte para enfrentar la amenaza?:
a pesar de que ha sido convincentemente demostrado que la mitigación del cambio
climático es, por mucho, la opción más barata comparada con adaptarse a los
impactos, en el mundo entero, los recurrentes políticos populistas —tanto de
derecha como de izquierda— hacen que la opinión pública se incline con
frecuencia hacia el cortoplacismo, sin pensar en los derechos de las generaciones
futuras a vivir en un planeta limpio.
Las respuestas a éstas y a
otras muchas inquietudes tomarán tiempo, pero de ellas dependerá que logremos
efectivamente asumir el más grande desafío de la humanidad: el compromiso
global —político, económico y cultural— de construir juntos el futuro.
12-12-15
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