Por Arnaldo Esté
Crisis general es mucho más
que una simple suma de componentes. Es otra dimensión, otra calidad. Es el
salto a la desintegración, a la descohesión, a la ruptura ética.
A las muy mencionadas
carencias y violencias se agrega ahora la electricidad, la energía que hace
funcionar las casas, locales, empresas e infraestructuras. Endosándole a El
Niño lo que ha sido imprevisión, derroche, corruptelas e incapacidad. Un continuado
criterio de privilegiar la fidelidad a un mesías, que ha llevado a los
militares a ser la primera opción, en lugar de la capacidad y las
competencias.
Ello ha traído un largo desfilar de ineptos e improvisados, sin
tiempo para armar grupos, dándose codazos y empujones por figurar en cargos con
opciones de poder, tráficos o las dos cosas, ahora cuando la “revolución” es un
lejano globo en el aire. Uno se imagina las reuniones de gabinete y las miradas
interrogativas en cruce: ¿Y este de dónde salió?, ¿qué sabrá hacer?
Parecieran anticipaciones de
la Venezuela pospetrolera. Aquella que vendrá y para la cual deberíamos
prepararnos, en la medida en la que el petróleo como fuente de energía, vaya
pasando de moda al ser reemplazado por otras fuentes y otros ingenios menos
costosos, más eficientes, menos dañinos y que ahora concentran crecientemente a
investigadores e inversionistas, tal como lo ilustra la muy citada expresión
del jeque Ahmed Zaki Yamani: “La edad de piedra no finalizó por
falta de piedra y la era del petróleo no terminará por
falta de petróleo”.
Esos cambios necesarios, que
van mucho más allá del rentismo y del populismo que el gobierno ha
usufructuado, se manifiestan como graves problemas y graves encrucijadas.
Cambios que exigen acuerdos
nacionales, de todos para poder soportarlos y superarlos.
La gravedad de la situación
pareciera no ser percibida y se ofrecen y afloran “medidas”, recetas para
síntomas. Se habla de cambio de modelo, en un lenguaje saturado por los
economistas. Hay que ir hacia otra comprensión del país y, en consecuencia,
hacia un proyecto que ahora no existe, a menos que generosamente quisiéramos
ver en los remiendos ideológicos y políticos cierta coherencia.
La emergencia requiere
convocar y participar en una movilización y presión hacia la búsqueda de
entendimientos y negociaciones para iniciar una transición con la participación
de todos. No por generosidad o candidez, sino por exigencia política, por
método.
La acumulación y surgimiento
diario de cosas que estallan o se caen presionará la inteligencia de los más
lerdos. Se les pondrán en la nariz impidiéndoles ver otra cosa. Tendrán que
sentarse a negociar, no simples medidas, sino todo el coroto.
El gobierno tendrá que mirarse
más profundamente en su espejo y saber que el rentismo populista no fue un
accidente sino su principal recurso de remedios y teatros. Tendrá que
explicarles a los militares que lo apoyan y lo usufructúan, que se controlen y
que se hagan a un lado.
A su clientela inmediata y
cofradía de aplaudidores, que se contengan, que en vez de aclamar trabajen para
negociar, que comprendan que la cosa se cae. A sus innumerables ministros,
viceministros, intendentes y superintendentes, convencerlos de que la
negociación profunda es la manera. Y que si pretenden sobrevivir como partido,
como movimiento político para futuras elecciones tendrán que poner en la nevera
sus apetitos o propuestas. Para estas funciones pensamos, con discreto
entusiasmo, en el nuevo vicepresidente y su experiencia política. Pero no lo sentimos,
tal vez prefiera permanecer agachado esperando que la furia de los hechos exija
y haga oportuna su emergencia negociadora.
Pero lo seguro, entonces, es
reunirse, encontrarse, hablar, discutir y constituir un gran movimiento de
presión, de exigencia de negociar para ir hacia una transición. Grupos,
universidades, ONG, sindicatos y gremios, personalidades, hospitales,
fábricas…, pronunciarse, hacerse notar, hacerse una voz: hay que negociar para
sacar a este país del abismo.
13-02-16
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