Por
Javier Cercas
En un
debate parlamentario sobre terrorismo celebrado a principios de año en París,
el primer ministro francés, Manuel Valls, afirmó: “Para estos enemigos que
atacan a sus compatriotas, que rompen el contrato que nos une, no puede haber
explicación que valga, porque explicar ya es un poco querer disculpar. ¡Nada
puede explicar que se mate en terrazas de bares! ¡Nada puede explicar que se
mate en una sala de conciertos! ¡Nada puede explicar que se mate a periodistas
y policías! ¡Y nada puede explicar que se mate a judíos! ¡Nada podrá explicarlo
nunca!”. Poco después, en una entrevista televisada, Valls remachó: “Comprender
un proyecto terrorista, nunca: es inaceptable”.
Valls
se equivoca. Se trata de un error lingüístico que implica un error moral y otro
político: estriba en confundir el verbo comprender con el verbo justificar.
“Tout comprendre c’est tout pardonner”, dicen los franceses; nada más falso:
comprenderlo todo no es perdonar nada, y comprender el mal –cualquier mal,
incluido el del terrorismo– no significa justificarlo, sino, como argumentó
Tzvetan Todorov, darse los medios para combatirlo e impedir su regreso. En su
último libro, Todorov aduce un nuevo ejemplo de esa vieja afirmación: el libro
se titula Insumisos y acaba de traducirlo Galaxia Gutenberg; el
ejemplo, tan invocado como poco imitado (y no sólo por los políticos), es el de
Nelson Mandela. En 1962 Mandela es un dirigente del Congreso Nacional Africano
(CNS), una organización que combate el régimen criminal del apartheid; en
verano de ese año es detenido por la policía sudafricana, y al cabo de un
tiempo lo condenan a cadena perpetua, acusado de dirigir el brazo armado del CNS.
Más o menos una década después, mientras las calles de Soweto hierven de
manifestaciones contra una ley que obliga a usar en la escuela el afrikáans –la
lengua de los opresores–, Mandela toma una decisión que sorprende a sus
compañeros de cautiverio en la penitenciaría de Robben Island: empieza a
aprender afrikáans, empieza a leer libros sobre la historia y la cultura de los
afrikáneres; también empieza a hablar con sus carceleros, a tratarlos como
personas y no como monstruos, a establecer con ellos unos lazos que en algunos
casos durarán décadas.
Así,
en secreto, arranca una revolución que llevará a este hombre extraordinario a
liquidar sin violencia el apartheid y a convertirse en el primer
presidente de una Sudáfrica democrática. Porque Mandela vio como nadie que el
odio sólo destruye a quien lo experimenta, y que la única manera de derrotar a
los enemigos es empezar por comprenderlos: vio que, si hay una bomba en un
lugar cerrado, lo peor que uno puede hacer es dedicarse a gritar y a maldecir a
quien la ha puesto; lo que hay que hacer es cogerla, examinarla, descifrar su
mecanismo y desactivarlo. Quiero decir que sirve de bien poco, digamos,
proclamar la maldad de Hitler, porque hasta los niños saben que Hitler era
malo; pero si algún día un genio, un Shakespeare o un Dostoievski, nos
permitiese comprenderlo, comprender cómo fue posible que un oligofrénico
rodeado de una panda de oligofrénicos consiguiera fascinar al país más
cultivado del planeta –y, por cierto, a medio mundo–, habríamos empezado a
dotarnos de los instrumentos necesarios para que nada parecido a Hitler
volviera a ocurrir. Por eso la gran literatura es tan útil: porque nada como
ella nos permite meternos en la piel del enemigo, porque nadie nos sumerge tan
a fondo como Shakespeare o Dostoievski en la mente de un asesino o un
oligofrénico, y nada nos explica mejor los resortes del odio y la ambición y la
envidia y el miedo y el egoísmo y la ira, y por tanto nada nos protege mejor
contra ellos.
Así
que, a menos que se trate de atizar el miedo y preparar la venganza inútil de
los bombardeos, no basta con decir que los terroristas son unos hombres
aberrantes; eso ya lo sabemos. Lo que hay que preguntarse es por qué hay
chavales entregados al terror, qué hay en sus cabezas, cuáles son las razones y
las pasiones y las circunstancias que los llevan a cometer actos espantosos por
una causa espantosa; comprenderlas y darse así los medios para desactivarlas.
Valls se equivoca: comprender a los terroristas no es casi disculparlos; por lo
menos a la larga, es la única forma de acabar con el terror.
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22-03-16
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