Andrés Canizalez 31 de marzo de 2016
Hace
algunos días junto a un grupo de estudiantes del posgrado en Comunicación
Política que dicto con la Universidad Católica Andrés Bello nos hicimos la
pregunta que da título a este artículo. ¿Qué tendría que pasar para que la
sociedad venezolana se indigne y reaccione ante el flagelo de la violencia?
Debo decir que todos –profesor y estudiantes– terminamos con una visión
pesimista del país.
La
violencia que la mayoría vive en Venezuela en términos de inseguridad personal
parece ser un monstruo de mil cabezas. Una muestra de ello, que trascendió
notablemente en la prensa internacional, fue el caso del asesinato de un marino
proveniente de Egipto que apenas puso un pie fuera de la terminal del
aeropuerto de Maiquetía fue asesinado al oponerse a un robo. La delincuencia
está en todos lados, en verdad, pero no es menos cierto y dramático que en
Venezuela se corre el riesgo de perder la vida cada vez que ocurre un hecho
delictivo, cosa que no es lo común en buena parte del mundo.
La
discusión en clase vino a colación por los sucesos ocurridos en el pueblo
minero de Tumeremo, que es otra cara de la violencia. Allí 17 personas murieron
tras recibir disparos a quemarropa, a 16 de ellos les dieron un balazo en la
cabeza. Los cuerpos fueron ocultados en un lodazal en una zona boscosa. Los
familiares encabezaron una protesta para exigir una investigación y la primera
reacción del gobernador regional fue decir que se trataba de una maniobra
política “de la derecha” que había generado una “masacre virtual”.
De
acuerdo con los datos del Observatorio Venezolano de la Violencia (OVV), en
2015 ocurrieron 90 homicidios por cada 100.000 habitantes, con lo cual
Venezuela se coloca entre los 2 países más violentos del mundo, junto con El
Salvador. Sobre la violencia, como en muchos otros tópicos sensibles para el
régimen chavista, no hay información oficial. El OVV es una iniciativa en la
que confluyen académicos de diversas universidades y de diferentes regiones.
Lo
ocurrido a inicios de marzo en Tumeremo simboliza sin duda cómo el poder
político y la sociedad en su conjunto procesan casos sin duda dramáticos, que
eventualmente en otros países hubiesen generado consecuencias políticas,
institucionales o sociales.
El
gobernador del estado Bolívar, Francisco Rangel Gómez, descalificó abiertamente
a familiares y diputados de oposición, que en un primer momento denunciaron lo
que sin duda fue una masacre. Una semana después, cuando la realidad se impuso
sobre el discurso oficial y aparecieron los 17 cuerpos, Rangel Gómez
cínicamente dijo que él había denunciado los hechos. El caso no tuvo
consecuencia alguna para él.
La
fiscal general Luisa Ortega Díaz esgrimió la tesis de que los muertos habían
sido víctimas del enfrentamiento entre bandas. Esta frase usada hasta la
saciedad por el poder para explicar los hechos que pueden salpicarle,
sencillamente le dice a la sociedad: No tienes por qué preocuparte, ya que los
muertos estaban involucrados en algún hecho delictivo.
El
defensor del pueblo, Tarek William Saab, apenas puso un pie Tumeremo adelantó
que los responsables eran extranjeros (ecuatoriano, colombiano), lo cual
termina siendo otro subterfugio del poder para explicar la violencia que devora
al país: los hechos violentos los generan delincuentes importados.
La
violencia en Venezuela se hizo el pan de cada día en esta década y media en la
que ha gobernado el chavismo. Aunque debe decirse que el número de homicidios
era ya preocupante en 1998, antes de que Hugo Chávez llegase al poder por
primera vez. Según el OVV, la tasa de homicidios por cada 100.000 habitantes
pasó de 20 (1998) a 38 (2002) en los primeros años del chavismo. El crecimiento
ha sido constante aunque se han registrado picos que a cualquier gobierno y
sociedad alarmarían: la tasa de homicidios por cada 100.000 habitantes dio un
salto en el último lustro, al pasar de 57 (2010) a 90 (2015). Y no, no nos
hemos escandalizado por ello.
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