Ibsen Martínez 17 de marzo de 2016
¿Qué
relación guardan entre sí la reciente decisión de Nicolás Maduro de crear una
gran empresa militar que abarque todo el negocio petrolero y minero en
Venezuela y la bárbara masacre de 28 mineros informales en la región fronteriza
con Brasil?
La
pregunta no es ociosa si se piensa que la sequía de petrodólares que ha
agravado las vicisitudes de los venezolanos bajo el desgobierno de Maduro ha
llevado a la satrapía militar venezolana —y a su rehén, Maduro— a mirar con
avidez hacia la región aurífera del sureste del país.
El territorio
donde ha ocurrido la masacre se extiende al sur del soberbio Orinoco. Sus
reservas se estiman en unas 7.000 toneladas de oro. Con un precio internacional
que rebasa los 1.000 dólares la onza, dichas reservas tienen hoy día el
sumamente realizable valor de más de 200.000 millones de dólares.
Otro
decreto ilegal de Maduro llama, pomposamente, Arco Minero del Orinoco a una
extensión de unos 111.000 kilómetros cuadrados, equivalente al 12,2% del
territorio nacional. Esta región es la que el paladín de la soberanía
socialista sobre las riquezas naturales del país ha sacado desembozadamente a
la venta. Maduro ya habla de más de 150 empresas chinas, y algunas canadienses,
filiales a su vez de consorcios sudafricanos, dispuestas a ir al sureste
venezolano con sus retroexcavadoras, sus expertos dinamiteros y sus
laboratorios de campaña a extraer no solo el oro, sino también el coltán, el
metal más valioso del planeta y que tanto abunda en la región.
El
obstáculo que inhibe a las empresas mineras chinas y canadienses está en las
sanguinarias bandas armadas que, al igual que en otras muchas regiones del país
donde el Estado venezolano ha abdicado de sus funciones, disputan la
explotación minera al mismísimo general Francisco Rangel Gómez, gobernador del
Estado de Bolívar y, de facto, señor feudal de un vasto territorio en el que la
bancarrota de la pujante siderurgia de antaño y la minería informal de hogaño
han desatado, desde hace lustros, violentas guerras entre bandas que, en la
mejor tradición mafiosa, son aquí llamadas “sindicatos”.
El
Estado de Bolívar ha sido, obviamente por su condición minera, una de las zonas
más violentas del país desde los tiempos en que Sir Walter Raleigh dio en
encontrar El Dorado, en las postrimerías del siglo XVII.
La
masacre de Tumeremo, atribuida a la pugna entre bandas por el control
territorial de las llamadas bullas de oro, se suma a más de 21 matanzas
ocurridas solamente en los últimos cinco años. Las bandas, toleradas por la
Guardia Nacional, actúan a menudo en abierta colusión con esta.
La
actividad minera ilegal ha experimentado un auge tan descontrolado que llega al
salvajismo desde que el Estado chavista se concentró en saquear el negocio
primordial del país: el petróleo. La masacre de los garimpeiros —voz que nos vino
del Brasil—, algunos de ellos mutilados con motosierras luego de ser
asesinados, fue inicialmente despachada por el general Rangel Gómez como una
engañifa “mediática” de la oposición. Los perpetradores, sin embargo, son
miembros de una conocida banda, liderada por un maleante apodado El Topo.
El
decreto del Arco Minero, considerado inconstitucional por los expertos, se
añade a la inopinada creación de Camimpeg, empresa militar para la explotación
petrolera y minera, dirigida por el ministro de la Defensa, Vladimir Padrino
López.
Así
pues, son generales del Alto Mando militar los novísimos garimpeiros de la
Guayana venezolana. Pero tendrán que vérselas primero con bandas como la de El
Topo si aspiran a explotar a sus anchas la enorme riqueza aurífera del país.
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