Veinticinco de marzo de 2016
Constituye
el núcleo central de la Semana Santa.
Es el
día del máximo dolor y de la muerte de Jesús. Día de riguroso luto y no se
celebra misa, sino un rito de oración, es el único del año en que no se celebra
para expresar el luto de la iglesia.
La tarde
del Viernes Santo presenta el drama inmenso de la muerte de Cristo en el
Calvario. La cruz erguida sobre el mundo sigue en pie como signo de salvación y
de esperanza.
San
Juan, apóstol y cronista de la pasión nos lleva a contemplar el misterio de la
cruz de Cristo como una solemne liturgia. Todo es digno, solemne, simbólico en
su narración: cada palabra, cada gesto. La densidad de su Evangelio se hace
ahora más elocuente.
Y los
títulos de Jesús componen una hermosa Cristología. Jesús es Rey. Lo dice el
título de la cruz, y el patíbulo es trono desde donde el reina. Es sacerdote y
templo a la vez, con la túnica inconsútil que los soldados echan a suertes. Es
el nuevo Adán junto a la Madre, nueva Eva, Hijo de María y Esposo de la
Iglesia. Es el sediento de Dios, el ejecutor del testamento de la Escritura. El
Dador del Espíritu. Es el Cordero inmaculado e inmolado al que no le rompen los
huesos. Es el Exaltado en la cruz que todo lo atrae a sí, por amor, cuando los
hombres vuelven hacia él la mirada.
La Madre
estaba allí, junto a la Cruz. No llegó de repente al Gólgota, desde que el
discípulo amado la recordó en Caná, sin haber seguido paso a paso, con su
corazón de Madre el camino de Jesús. Y ahora está allí como madre y discípula
que ha seguido en todo la suerte de su Hijo, signo de contradicción como El,
totalmente de su parte. Pero solemne y majestuosa como una Madre, la madre de
todos, la nueva Eva, la madre de los hijos dispersos que ella reúne junto a la
cruz de su Hijo. Maternidad del corazón, que se ensancha con la espada de dolor
que la fecunda.
La
palabra de su Hijo que alarga su maternidad hasta los confines infinitos de
todos los hombres. Madre de los discípulos, de los hermanos de su Hijo. La
maternidad de María tiene el mismo alcance de la redención de Jesús. María
contempla y vive el misterio con la majestad de una Esposa, aunque con el
inmenso dolor de una Madre. Juan la glorifica con el recuerdo de esa
maternidad. Ultimo testamento de Jesús. Ultima dádiva. Seguridad de una
presencia materna en nuestra vida, en la de todos. Porque María es fiel a la
palabra: He ahí a tu hijo.
El
soldado que traspasó el costado de Cristo de la parte del corazón, no se dio
cuenta que cumplía una profecía y realizaba un último, estupendo gesto
litúrgico. Del corazón de Cristo brota sangre y agua. La sangre de la
redención, el agua de la salvación. La sangre es signo de aquel amor más
grande, la vida entregada por nosotros, el agua es signo del Espíritu, la vida
misma de Jesús que ahora, como en una nueva creación derrama sobre nosotros.
La celebración de la Palabra
Hoy no
se celebra la Eucaristía en todo el mundo. El altar luce sin mantel, sin cruz,
sin velas ni adornos. Recordamos la muerte de Jesús. Los ministros se postran
en el suelo ante el altar al comienzo de la ceremonia. Son la imagen de la
humanidad hundida y oprimida, y al tiempo penitente que implora perdón por sus
pecados.
Van
vestidos de rojo, el color de los mártires: de Jesús, el primer testigo del
amor del Padre y de todos aquellos que, como él, dieron y siguen dando su vida
por proclamar la liberación que Dios nos ofrece.
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