Fernando Mires 22 de abril de 2016
Tanto
en la politología como en la política existe la creencia relativa a que ocupar
posiciones de centro es algo parecido a asumir una actitud intermedia,
acomodaticia y conciliante con los extremos. La verdad, se trata de todo lo
contrario. No hay nada más antagónico a los extremos que el centro.
Puede
ser que en naciones en las cuales todavía predomina la clásica dicotomía
izquierda – derecha, el centro sea de verdad un centro geométrico. Mas, con el
histórico declive de esa dicotomía, el concepto de centro ha ido perdiendo su
significación originaria.
Efectivamente,
el centro en la política no está en el medio. Incluso allí donde rigen los
esquemas políticos heredados de la distribución de asientos en la Asamblea
Nacional durante la gran Revolución Francesa de 1789, el centro tiene que ver
más bien con la centralidad de la política. ¿Será necesario explicar lo dicho?
Veamos:
Lo
contrario de centralidad es descentralidad.
Por ejemplo, en la vida cotidiana cuando nos referimos a personas
descentradas aludimos a las que no poseen o han perdido la capacidad de
discernir (entre lo bueno o lo malo, o lo justo y lo injusto)
Y
bien: en la historia moderna también hay ocasiones en las cuales gran parte de
sus actores no tienen o han perdido su capacidad de discernimiento. En estos
casos la política es sustituida por un campo de proyección formado por pasiones
incontroladas, por emociones inconfesas, por odios y amores que escapan desde
la intimidad de los dormitorios hacia el espacio de lo público. En estas
situaciones podemos hablar perfectamente de sociedades o naciones descentradas.
La tarea que allí se impone es devolver a la nación la centralidad perdida.
La
centralidad política -es necesario reiterar-
no es un lugar situado en algún punto intermedio de un determinado
contexto nacional. Por el contrario, es el espacio en donde precisamente se
construye la comunicación política como medio de confrontación entre dos o más
partes (partidos).
La
centralidad supone restaurar la palabra polémica como medio de confrontación en
un marco signado por múltiples antagonismos. En ese sentido, y aunque parezca
paradójico, la centralidad puede llegar a ser muy radical. A diferencias de la
posición extrema, de por sí maniquea, la centralidad impone activar los
dispositivos de la reflexión en función de una polémica persistente en contra
de ambos extremos.
Para
volver al ejemplo anterior, si hablamos de una persona descentrada, es porque
la instancia del Yo ha sido sobrepasada por fuerzas que vienen del mundo de las
pasiones lo que obliga a esa persona a mantener a raya el acoso pasional
movilizando a un Sobre-Yo moral, religioso o ideológico. Es por eso que Freud se refería al Sobre-Yo
no como a “otro Yo”, sino como a un Yo rígido, represivo y en algunos casos
dictatorial.
Las
analogías que hacía Freud entre el por él llamado “aparato psíquico” y la
práctica política son evidentes. En el
mundo de la política, no el Yo, sino un Nosotros deliberativo suele sucumbir
bajo la dictadura implacable de un Sobre- Nosotros hiper-ideológico organizado
en la instancia máxima del poder: el Estado.
Cada
dictadura o régimen autoritario puede ser entonces concebido como
representación de una “sobre-nosotridad”, es decir, como un proyecto destinado
a clausurar el embate de las pasiones pero también el espacio de la reflexión
colectiva. Y ese espacio no es otro sino el de la política socialmente
articulada.
No
obstante, a diferencia de las alteraciones psíquicas en las cuales tiene lugar
una relación antagónica entre el mundo de las pasiones y el Sobre-Yo moral, en
las alteraciones políticas caracterizadas por la existencia de regímenes
autoritarios tiene lugar una alianza entre el poder sobre-nosótrico con las
pasiones más irracionales que provienen desde un orden social desarticulado.
La
tarea del nosotros-democrático (centralidad política) no puede ser otra sino
batirse en contra de dos irracionalidades: la que viene del poder establecido y
la que proviene de las pasiones desbocadas incluyendo las de aquellos que, aún
siendo declarados enemigos de una dictadura, han incorporado a su discurso la
lógica del discurso dictatorial.
En
verdad, no hay nada más incómodo en los procesos históricos que llevan a la
recuperación de la democracia que situarse en una posición centrista. Sin
embargo, es la única opción política. Es por eso que los grandes políticos de
la historia han sido en su gran mayoría, centristas. Entre otros, Gandhi,
Havel, Walesa, Mandela. Los cuatro fueron perseguidos por el poder establecido.
Los cuatro, al comienzo de sus luchas, estuvieron aislados de las grandes
masas. Los cuatro fueron furiosamente atacados por los extremistas, sobre todo
por los que actuaban en sus propias filas.
Digamos
ahora lo mismo pero de un modo más taxativo. Sin centralidad no hay política.
La centralidad en la política es la política.
Recuperar
la centralidad significa recuperar el sentido deliberativo y dialogante de la
política. Así entendemos por qué Hannah Arendt afirmó que el sentido de la
política es la lucha por la libertad. Si seguimos esa premisa, podremos
entender por qué la relación semántica entre los conceptos liberación y
de-liberación no es puramente casual. La deliberación es la liberación de la
política por medio de las palabras bien pensadas.
La
libertad llega siempre por el centro (el lugar de la de-liberación), jamás por
los extremos.
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