CARLOS PADILLA ESTEBAN 23 de abril de 2016
Me
gusta mirar a María. Me gusta arrodillarme ante Ella y pensar
que mi vida está en sus manos. Delante de Ella comprendo la belleza que hay en
medio de las dificultades, de las catástrofes, de las pérdidas.
Una
persona me comentaba: “¿Cómo es posible que exista un Dios que
permita catástrofes, terremotos, muertes injustas?”. Es la misma
pregunta que late en muchos corazones. Un Dios que ama no puede permitir que
muera. No puede permitir mi dolor.
El
sentido del mal nunca lo entenderé en esta tierra. Sólo sé que María me
sostiene cuando me duele la injusticia, el mal o la muerte. Y tienen eco en
mi alma las palabras que escribió Ana Frank: “No veo la miseria que
hay, sino la belleza que aún queda”.
Y
comprendo que la vida tiene más de bello que de oscuro. Aunque no lo
parezca. Más de luz que de noche. Más de amor que de odio. Aunque muchas
veces me turbe la miseria, la muerte, el dolor.
¡Qué
difícil desvelar todos los misterios del camino y entender ese plan de amor que
tiene Dios para mi vida! Sé que la aventura de la vida se juega en tomar
decisiones, en atravesar puertas que se abren, en superar obstáculos y no darme
nunca por vencido.
Sé
bien que no todas las puertas estarán abiertas, como me recuerda Antonio
Porchia: “Se me abre una puerta. Entro y me encuentro con cien
cerradas”.
En la
vida es así. Abrimos una puerta. Hay mil cerradas al atravesar el
umbral. Mil puertas que no son la mía. Mil puertas por las que no
tengo que pasar. Sólo necesito encontrar esa primera puerta abierta y pasar por
ella. Y luego, otra, la siguiente.
El
camino de mi vida tiene muchas puertas abiertas. He atravesado ya muchas. Otras
estaban cerradas. A veces me da vértigo arriesgarme en esa puerta abierta. Pero
confío.
Yo
mismo tengo una puerta en mi alma. Un corazón con puerta muchas veces cerrada.
Sé que se abre hacia fuera. Eso lo tengo claro. Tiene su riesgo abrirla. Se
abre dando, no recibiendo. Aunque me endurezco en medio de la vida y no dejo
que nadie pase. Estoy herido.
A mí
me gusta atravesar puertas de misericordia. Para tocar al pasar por ellas el
amor de Dios prendido en el dintel. Que se pegue algo. Pero luego yo no
abro mi puerta, por miedo, por pudor, por vergüenza.
María
siempre tiene abierta la puerta de su alma. Yo llego y me
arrodillo ante Ella y le pido que me enseñe a abrir mi puerta. Su puerta
siempre está abierta. Miro a María.
¿Cómo
se puede saber qué puertas se abrirán con el paso del tiempo? ¿Cómo
sé qué puertas permanecerán siempre cerradas, o, estando hoy abiertas, un día
se cerrarán? No lo sé.
Me
gustaría tener esa gracia de Dios para descubrir bien por dónde ir. Conocer el
futuro. Pero no importa tanto. Sé, eso sí, que mi vida descansa en
María, vive de María. La puerta está abierta. María me espera.
Decía
el padre José Kentenich: “María ha inscrito nuestro nombre, con
sangre y fuego, en su corazón, imborrablemente”[1]. Me
conmueve pensar en ese amor que ha grabado mi nombre para siempre. Ella me
inscribe en su corazón para la eternidad. A sangre y fuego.
Ha
inscrito mi nombre en el corazón de Jesús. Mi verdadero nombre. No ese que
llevo desde la pila del bautismo. Un nombre que sólo yo sé cuando lo acaricio en
el alma. Ese nombre que pronuncia Dios al llamarme. Me emociono al escucharlo.
Sé que soy yo, es sólo mío.
Y así,
inscrito en el corazón de María, escucho mejor los latidos de Dios. Allí se
oyen con mayor nitidez. Escucho la voz que tantas veces desconozco cuando me
alejo y me pierdo por los caminos y las puertas cerradas.
Quisiera
saber siempre qué puertas atravesar, qué puertas abrir. Qué
puertas tengo que dejar cerradas sin insistir. Qué puertas ceden si empujo
suavemente.
No
todas las puertas son igual de importantes. Algunas sí, las que marcan mi
camino para siempre. Las que me hacen optar por un estado de vida. Las que
definen mi vida. No sé si siempre atravesé la puerta correcta. No importa
tanto.
Sé que
después de decisiones importantes no siempre hay paz. Pero Dios está ahí,
conmigo.
Decía
Edith Stein, después de ingresar al Carmelo: “No podía tener una
alegría arrebatadora. Era demasiado tremendo lo que dejaba atrás. Pero yo
estaba muy tranquila en el puerto de la voluntad de Dios”[2].
Es
difícil imaginar a María llena de paz camino de Ein Karem con Jesús en su
vientre. Cuando había dicho que sí al ángel con el corazón turbado. Tenía el
alma inquieta y segura al mismo tiempo. Sabía que era el camino
correcto. Pero no sabía cómo superaría las adversidades.
Las
decisiones importantes, que suponen un cambio radical en mi vida, normalmente
dejan el alma inquieta. Lo sé. Suele ser así. El alma tarda en apaciguase.
Pero es importante saber que uno ha hecho lo que Dios le pedía. O al menos
tiene esa intuición.
No es
sencillo abrir la puerta correcta. Acertar. Muchas veces llegan al corazón las dudas:
¿Me estaré equivocando? ¿Y si luego me doy cuenta de que este no es el camino?
Toda
decisión es un salto de fe. Y la fe está unida al amor.Porque me sé amado
cruzo el umbral de esa puerta que se me abre.
Y
cuando me lanzo, cuando me abandono con el corazón, cuando me abandono en Dios
y le digo: “Es tu vida, haz con ella lo que quieras”, entonces
todo parece más fácil. Aunque no lo entienda todo. Aunque en medio de la noche
tenga que seguir caminando y confiando.
Lo que
Dios me pide es lo que importa. Lo que Dios quiere de
mí. Lo que me hará más pleno. ¿Y si me equivoco? Entonces sigo adelante, o
retrocedo, o tomo otra puerta. Pero Jesús va conmigo, María va conmigo.
Sé
bien dónde está ese lugar en el que podré descansar en sus manos. Miro a María
de rodillas. He atravesado la puerta del santuario y me postro. Me encuentro
con su misericordia.
A
veces me empeño en golpear puertas cerradas. Con los puños. Incluso algo
enfadado. Pero más me valdría elegir las puertas abiertas. Aunque sólo
vea una rendija.
[2] Edith
Stein y convertidos de los siglos XX y XXI, 59. Colección “El
camino de Damasco”. Tomo 140
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