Rafael Luciani 30 de abril de 2016
@rafluciani
Siempre
existe la tentación de idealizar el mensaje de Jesús y leerlo fuera de los
contextos sociopolíticos y religiosos donde nació. Sus gestos, acciones y
palabras resonaron en los corazones de personas que vivían en medio de una
realidad fracturada y desesperanzada, llena de ira e impiedad, agobiada por el
peso de un porvenir incierto. Era una realidad cuyas instituciones de gobierno
producían cada vez más pobres y víctimas. Y las autoridades religiosas sólo
ofrecían una vida de fe que se reducía a las devociones y al culto. Muchos
habían olvidado la fuerza transformadora de palabras como «reconciliación» o
«justicia»; no recordaban cómo era una vida de «solidaridad fraterna», sin
violencia. Era un mundo donde una gran mayoría de personas padecían situaciones
inhumanas muy similares a las de nuestros contextos, con una fuerte sensación
de no ver más un futuro bueno para los pobres y olvidados, ni la voluntad de
construir un mundo mejor por parte de quieres ejercían los poderes político,
religioso y económico.
En
medio de estas duras condiciones ¿cuál fue la actitud de Jesús? Él aprendió, y
así reconoció, de Juan el Bautista que el proyecto de nación en el que él
vivía, había fracasado (Mt 3,10.12), así como el sistema religioso bajo el II
Templo (Mt 3,7). No obstante, nunca esperó un juicio divino, ni anunció la
muerte de nadie. Comenzó a anunciar una buena nueva que acontecería cuando el
odio y la violencia no dominaran los pensamientos y los corazones.
Nunca
dejó de creer que sí era posible construir un mundo más humano. Esta esperanza
lo movía siempre a hacer cosas nuevas, impulsándolo a abrir caminos en medio de
la desesperanza que encontraba. Para ello entendió que sólo podía haber Buena
Nueva para todos, sirviendo a los «pobres» y defendiendo a las «víctimas» (Is
61,1; Lc 4,18), para que no existiese más la pobreza ni triunfase el
victimario. La existencia cada vez mayor de pobres y víctimas es testimonio de
una sociedad donde la indolencia comienza a ser normal, y el mal estructural va
afectando los modos de pensar, de actuar y de discernir.
Su
profunda esperanza y confianza en que todo mejoraría se alimentaba de la
oración cotidiana. Por medio de ella pedía fuerzas para hacer de «este mundo,
como era el del cielo» (Mt 6,10), es decir, que los hombres pudieran gozar de
una calidad de vida como la de Dios (Gn 1,26). Su propuesta ofrecía algo que
parecía insignificante: «sanar los corazones rotos» (Is 61,1), y «rechazar a
los que humillan» (Is 58,3). Muchos se preguntaban cómo sería eso posible. Pero
él, siguiendo el espíritu del profeta Isaías, no cesaba de pensar y meditar:
«¿no será más bien este otro el ayuno que yo quiero: desatar los lazos de la
maldad, deshacer las coyundas del yugo, dar la libertad a los quebrantados, y
quitar las duras cargas? ¿no será partir el pan con el hambriento y recibir a
los pobres sin hogar en mi casa? ¿que cuando veas a un desnudo le cubras y no
te apartes de tu prójimo? Entonces brotará tu luz como la aurora y tu herida se
sanará rápidamente» (Is 58,6-8).
Perdonar
supone «sanar la realidad» que ha sido afectada por el mal estructural y «hacer
justicia» para que no vuelva a ocurrir. Pero esto pasa por revisar nuestras
maneras de relacionarnos, de hablar y tratar a los demás, de discernir lo que
vivimos día a día, y preguntarnos las verdaderas opciones que inspiran nuestros
proyectos. Es un proyecto de vida basado en el compromiso por transformar la
realidad —personal y social— y buscar la «reconciliación» anhelada para toda
persona. Como lo recordó Nelson Mandela: «no se trata de pasar la página, sino
de volver a leerla, pero esta vez juntos»; sin absolutizar el poder y la
riqueza, sin humillar ni violentar al que piensa distinto (Lc 6,20-26); con la
compasión de quien perdona (Lc 6,27-49) y rechaza toda forma de violencia (Jn
18,36). Leerla confiando en Dios, pero sin ser ingenuos (Lc 16,13).
Urge
discernir juntos la realidad de nuestro mundo, ya globalizado, para que no
existan más «pobres, presos, ciegos y oprimidos» (Lc 4,18), y aprender a
hacernos cargo de cada uno de ellos como servidores solidarios y luchadores por
la justicia (Lc 6,20-23; Mt 5,1-12). ¿Estaremos dispuestos?
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