Vladimiro Mujica 01 de agosto de 2016
Confieso
que a veces parecen nuevas provenientes de un país desconocido, uno muy similar
en su hermosa geografía a la tierra donde crecí, pero agresivamente ajeno en
sus señales exteriores y en lo que parecen ser los nuevos modos de su gente.
Las cosas que, en definitiva, conforman la imagen que de Venezuela se tiene en
el mundo. El consabido “¿Venezuela? Aaah Chávez” que se escuchaba con
frecuencia cuando uno era interrogado sobre su procedencia, señal inequívoca de
que mucha gente en el exterior se enteró de la existencia de una nación que se
les antojaba exótica y rica a través de su extravagante líder, ha sido
reemplazado por variantes de la exclamación “¡Joder, como están de difíciles
las cosas en Venezuela!”
La
preocupación expresada en los medios internacionales y la que se traduce en la
inquietud ingenua y espontánea de la gente que consume las noticias que esos
medios generan, no es ociosa ni sorprendente. A sus ojos, y por razones
difíciles de entender y más aún de explicar, nos hemos convertido en el
paradigma moderno de una nación fracasada. Un país inmensamente rico que parece
incapaz de proveer las necesidades elementales de su población, desde papel
higiénico hasta medicinas y comida al tiempo que figura de manera prominente
tanto en las estadísticas de corrupción como en las de crimen y violencia. El
mismo país al que buena parte de la izquierda europea o simplemente mucha gente
bien intencionada que se consideraba progresista, asociaba con una suerte de
aventura tropical y caribeña contra la pobreza y enfrentada al imperio gringo
liderada por Hugo Chávez. Hoy todo el entusiasmo por la causa de la
autodenominada revolución bolivariana ha desaparecido y la gesta chavista
aparece en toda su desnudez impúdica como un ejercicio monumental de
corrupción, engaño e incompetencia perpetrado ante la mirada complaciente,
cuando no la ayuda interesada de medio mundo.
Las
increíbles escenas que llenan los medios de comunicación del mundo, muestran a
gente haciendo colas interminables; a gente cruzando a trompicones y en
desordenada manada la frontera colombo-venezolana; a gente rogando por unas
medicinas que no aparecen; a gente llorando; a gente sufriendo; a gente
despidiéndose de su gente, abandonando su país en busca de otra existencia. En
resumen, muestran a un país disfuncional coexistiendo con un régimen soberbio y
despiadado que se resiste a admitir las dimensiones de la crisis por las
implicaciones que ello tiene para su ya maltrecha imagen internacional y que
reprime brutalmente no solo a los activistas políticos sino a quienes protestan
por la crisis de abastecimiento. Todo ello es la imagen obvia del sufrimiento
de un pueblo y de una sociedad sumida en una profunda crisis. Sin embargo,
queda en el aire la pregunta que hace mi vecina, o algunos de mis amigos de la
universidad en San Sebastián:
¿Qué
gana el Gobierno de Venezuela con contribuir a destruir la economía del país y
a generar el caos, algo de lo que tanto la oposición como el Informe del
Secretario General de la OEA acusan al régimen venezolano?
La
pregunta es importante entre otras cosas porque surge de un supuesto falso: el
de que un gobierno existe para gobernar a favor de la gente o que al menos no
le conviene que el país se desestabilice. Es por supuesto natural que los
habitantes de un país funcional como España tengan esta percepción sobre el rol
de un gobierno. Ello a pesar de que muchos de los críticos de la gestión del
Partido Popular expresan que las cosas no podrían estar peor. Ojala nunca se
enteren de cuan peor se pueden poner las cosas. Sobre todo si se transita la
aventura anti-democrática con la que intenta seducir a España el partido
Podemos.
Pero
de retorno al argumento original, para entender lo que ocurre en Venezuela es
necesario digerir el concepto de poder que se expone en la novela de Orwell,
1984. En el mundo del Big Brother, el gobierno no existe para construir
felicidad o progreso para el pueblo sino para mantenerse en el poder, sin que
para ello sea un obstáculo cambiar de ideología o alterar la historia. La
pobreza y mantener a la gente en el límite de la supervivencia son instrumentos
para el control social que han sido ensayados exitosamente en Cuba, la antigua
Unión Soviética, Corea del Norte o los ghettos organizados por los nazis. A la
pregunta de si los venezolanos somos o no “jilipollas” por permitir que un
gobierno como la oligarquía chavista se le monte en el lomo hay que responder
que el hambre y la miseria no generan respuesta efectiva excepto si existe
liderazgo político y que cuando se tiene el control de las armas y las
instituciones un gobierno oprobioso para la humanidad como el de Franco, Stalin
o Pinochet se puede mantener por largo tiempo en el poder. Ello es así porque a
lo único que le tiene más miedo la gente que a la miseria es al fantasma del
caos y la violencia indiscriminada.
Entre
tanto desconcierto y frustración por la situación venezolana, yo me resisto a
contribuir a la imagen de lástima y autocomplacencia.
Venezuela
no necesita lástima y miradas piadosas sino la solidaridad internacional de
pueblos y gobiernos que tienen el deber moral y legal de denunciar y oponerse
al régimen de Maduro sin caer en la trampa de que su actuación se vea como
injerencia en los asuntos internos de otro país. Por otro lado, junto a la
penosa imagen de indigencia y caos que de nuestra nación se proyecta en los
medios internacionales, está también la conducta altiva de un pueblo y sus
líderes opositores cuya cultura y valores democráticos han impedido que un
proyecto autoritario se imponga completamente a pesar de que el chavismo tiene
casi 20 años intentándolo. Esa es también parte de la verdad, junto con el
hecho de que Venezuela sigue funcionando por la acción decidida y entregada de
innumerables héroes civiles, médicos, profesores, ingenieros y maestros, que
siguen manteniendo viva la llama de un país mejor hoy, cuando más hace falta.
Esas son las buenas noticias, en medio de un alud de malas noticias. Que la
resistencia continúa y que la oligarquía chavista, corrupta y arrogante está
cada vez más arrinconada, porque ya perdió el favor del pueblo. El resto es
materia de disciplina ciudadana y ejercicio ético del liderazgo político. Ya
vendrán otros tiempos.
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