Cristóbal Aguilera Medina 03 de septiembre de 2016
Se
discute actualmente en el Senado de Chile el proyecto de ley que reconoce y da
protección a la identidad de género (boletín Nº 8924-07). En palabras de sus
autores, la iniciativa tiene por objeto superar las situaciones de
discriminación que sufren las personas transexuales.
Para
ello, se crea el derecho a la identidad de género en virtud del cual las
personas transexuales podrán modificar su nombre y sexo registral, para así
identificarse legalmente según su auténtica identidad sexual, que no
coincidiría con su sexo biológico.
El
tema es sumamente complejo, y eso debe llevarnos a abordar con cierta calma el
asunto. Por de pronto, hay que deslindar el problema del transexualismo de
otras situaciones relativas a la sexualidad, como los casos de ambigüedad
genital.
Estos
son diferentes de los casos de transexualismo, y el proyecto no se dirige a
ellos. Las personas transexuales no presentan una ambigüedad sexual corporal;
su sexo a nivel corporal –y ciertamente genético– está definido, lo que ocurre
es que sienten incomodidad o disforia respecto de él, y se conciben a sí mismos
como si fueran del sexo opuesto.
Teorías
de género
En
razón de lo anterior, ciertas corrientes de pensamiento –especialmente las
llamadas teorías o ideologías de género– han intentado definir la sexualidad
desgarrándola totalmente de su componente fisiológico.
En
este sentido, se afirma que la auténtica identidad de la persona radica en la
mente, y que el ser hombre o ser mujer no tendría nada que ver con el cuerpo.
Por lo mismo, estas teorías adoptan el concepto de género para
referirse a la sexualidad humana –eliminando de paso el concepto de sexo– cuya
única característica es precisamente la subjetividad.
La
radicalidad de estas posturas ha llegado a ampliar el número de categorías
sexuales que la persona puede ser, ya que el binomio “hombre y mujer”
sería hoy día insuficiente para clasificar la identidad sexual de todas las
personas, recurriendo a otras definiciones como agénero, cisgénero,
género fluido, entre muchas otras (Facebook contempla por el momento 72
posibilidades).
Esta
postura radical va mucho más allá del fenómeno de la transexualidad en su
vertiente suave, ya que esta última asume como premisa que toda persona
pertenece objetivamente a uno de dos sexos, a pesar de sentirse del
otro distinto al propio cuerpo: el hombre transexual es objetivamente hombre,
pero se siente y vive como mujer. Sin embargo, es esta postura radical la
inspiradora del proyecto que comentamos.
Proyecto
de ley
Lo
anterior se puede advertir inmediatamente en el artículo 2 del proyecto que
define identidad de género como la “vivencia interna e individual
del género tal como cada persona la siente respecto de sí misma”.
Es
decir, es esta vivencia interna la que debe predominar a la
hora de identificar en los registros a las personas como perteneciente al sexo
masculino o femenino, y no su constitución física corporal –que atraviesa desde
sus cromosomas a su contextura física, pues el ser humano es sexuado desde su
unidad celular más básica– que es el criterio utilizado hoy a la hora de
inscribir al recién nacido. Sin embargo, podemos comenzar preguntándonos
sinceramente, ¿realmente ser hombre o mujer no tiene nada que ver con el
cuerpo?
Es
decir, el hecho de tener genitales femeninos, poseer dos cromosomas X o la posibilidad
de abrigar en el vientre a un ser humano, ¿en realidad nada dicen acerca de
pertenecer al sexo femenino? Esto es bastante radical, y contraría todo lo que
conocemos del ser humano hasta ahora. Aun así, es lo que propone el proyecto en
trámite.
Quienes
han puesto esta advertencia sobre la mesa de la discusión han sido apuntados
como exagerados. Pero si uno continua leyendo el proyecto, puede identificar
otros elementos que refuerzan lo dicho.
El
artículo 5 dispone que uno de los requisitos para modificar los registros
legales de nombre y sexo es “exponer fundadamente los antecedentes que
justifican la petición”. En otras palabras, es probar que uno
tiene una identidad de género discordante con el sexo registrado en su partida
de nacimiento.
El artículo
2, luego de definir lo que se entenderá por identidad de género, señala que
dicha identidad podrá o no corresponder con “la vestimenta, el modo de hablar o
los modales”. Agrega el artículo que tampoco debe coincidir con la
“modificación de la apariencia o de la función corporal a través de
tratamientos médicos, quirúrgicos u otros análogos” (hay que señalar a este
respecto, que todas esas intervenciones jamás podrán conseguir que la persona
se convierta en el otro sexo; sólo se alcanza una modesta imitación
física).
Pero
si se debe probar que uno se siente del sexo opuesto, pero
para eso no es necesario recurrir a nada, entonces ¿qué se debe probar? ¿Cómo
se prueba la pertenencia al sexo femenino cuando ser mujer no tiene que ver ni
con la vestimenta, ni con los genitales, ni con los modales? ¿Basta decir eso, me
siento mujer, para que la petición sea fundada?
Esto
nos reconduce a la pregunta anterior: ¿de verdad podemos afirmar que ser mujer
no dice relación con nada más que con sentirse y autodenominarse mujer? ¿Pero
qué diantres sería sentirse mujer? El artículo 9 constituye la gota que rebalsa
el vaso, al prohibir que el Tribunal que conoce de la solicitud pueda decretar
exámenes psiquiátricos para saber si la petición responde a alguna patología
mental del individuo.
Dilema
central
Con
esto nos acercamos a un asunto bastante difícil de abordar. La sexualidad
humana, el ser hombre o mujer, como lo hemos enseñando, aprendido y comprendido
hasta ahora, en realidad sería algo muy diferente, que dependería únicamente de
la vivencia interna.
De
esta manera, se propone remplazar el concepto de sexo por el concepto género,
diluyendo la sexualidad humana y rebajándola a un estado de la mente, a
un sentimiento interno, a una comprensión subjetiva de uno mismo (eso supone,
además, que la subjetividad sería la verdadera realidad).
Hemos
llegado a tal punto en todo lo escrito, que es necesario preguntarse: ¿qué es
ser hombre, qué es ser mujer? ¿Importa realmente esto? ¿No se ha banalizado ya
totalmente la sexualidad humana?
Si ser
hombre o ser mujer depende de la subjetividad, de la vivencia interna, y no
tiene relación alguna con nada, ni con el modo de hablar, ni con los genes, ni
con el vestir, ni con los genitales, ni con los modales, ¿importa de algo
decirnos hombre o mujer?
Mujer
y hombre serían un concepto vacío y cabe razonablemente preguntarse: ¿qué más
da ser uno u otro? Es más, ¿por qué tendríamos que ser uno? ¿Por qué no
abrirnos a la posibilidad infinita de otras identidades sexuales o de optar por
no ser de ninguna?
Si no
hay nada objetivo, nada realmente femenino o masculino como criterio, el ser
hombre o ser mujer termina por convertirse en un continente posible de llenar
con cualquier contenido. Mujer y hombre sería, en fin, pura arbitrariedad y lo
único cierto en ambos conceptos sería el hecho de ser palabra compuestas por
cinco y seis letras.
Consecuencias
Las
consecuencias de una ley como la que comentamos son difíciles de medir. Lo
cierto es, con todo, que sus efectos van mucho más allá que superar las
situaciones de discriminación injusta que era el propósito inicial (incluso es
discutible que la propuesta efectivamente logre superar las situaciones de
discriminación y, en cambio, no las agudice).
Las
consecuencias repercutirán, en todo caso, en todo el ordenamiento jurídico y
social, ya que nuestras relaciones siempre se han desplegado suponiendo que
objetivamente existe la diferencia entre un hombre y una mujer: piénsese, por
ejemplo, en el beneficio del post-natal o la tipificación del delito de
feminicidio.
Pero
donde más se notará todo esto, será en la familia: después de todo ¿qué
importancia tendrá el matrimonio o la filiación si la diferencia sexual es algo
trivial, meramente accidental?
Como
última advertencia, es necesario señalar que todo esto quiere ampliarse también
a los niños (artículo 7 y 8 del proyecto), para que ellos puedan personalmente,
aún contra la opinión de sus padres, modificar sus registros de nombre y sexo
registral. ¿Realmente queremos esto para la sociedad? ¿Para la educación? ¿Para
nuestros hijos?
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