HAROLD A. SARRACINO 02 de septiembre de 2016
“No
repares en eso, Sancho; que como estas cosas y estas volaterías van fuera de
los cursos ordinarios, de mil leguas verás y oirás lo que quisieres”.
–
Miguel de Cervantes, en Don Quijote de la Mancha
Los
hombres y mujeres de hoy en día –no todo el mundo, claro está- tenemos la
tendencia a creer en aire embotellado con etiqueta de esperanza, en lo etéreo,
en lo sutilmente coloreado de verde o rosa. Creemos en las leyes de la
atracción, en las conspiraciones del universo, en el pensamiento positivo,
entre otras muchas cosas más. Todas tienen un común denominador: la participación
del hombre en su mínima expresión, que se limita, sin más, a pensar que todo
estará bien.
Por
otro lado están los hombres y mujeres de carácter derrotista –una vez más, no
todo el mundo, por supuesto-, para quienes no existe salida alguna a los problemas,
ni los obstáculos pueden ser superados porque, según ellos, las cosas son de
una determinada manera y ellos nada pueden hacer para cambiarlas. Una vez más,
el denominador común se encuentra en su participación, reducida a su mínima y
más triste expresión: la adaptación resignada.
Pero
peor aún es cuando ambos fenómenos se juntan en un mismo individuo, que se
adapta con resignación a las circunstancias que le impone el contexto en el que
vive, que se mantiene pensando positivamente y creyendo en que algún día las
cosas cambiarán, pero que no hace nada –o muy poco- para que ello se concrete.
Benjamín
Franklin, en su aurobiografía, decía que <>. Yamamoto Tsunetomo, en su obra literaria medieval
<>, sobre las reglas del Bushido, sostiene que
<>. José Tomás, en la obra <>,
expresa su credo personal con estas palabras <>.
Estoy
convencido de que para los más, posiciones como éstas pueden parecer extremas.
Ni hablar de los individuos que componen los tres primeros grupos de los que se
ha hablado antes. Afirmaciones como las de Franklin, Tsunetomo o José Tomás, les
parecerán de locos, de gente que no aprecia la vida, de sádicos y quién sabe
cuántas cosas más.
Sin
embargo, poco importa lo que usted y yo pensemos sobre los americanos, los
samuráis o los toreros, si nos sentamos a reflexionar de manera seria y profunda,
no podemos menos que darnos cuenta de que cada uno de esos tres hombres
encontró el sentido de su vida: vivir conforme a sus propias creencias, valores
y principios hasta que llegue la inevitable hora de la muerte.
La
pregunta que debemos hacernos es cuáles son nuestros valores, cuáles nuestros
principios y cuáles nuestras creencias. Y luego preguntarnos si vivimos en
conformidad con ellos o, como el montón, ya estamos acostumbrados a
traicionarnos a nosotros mismos, y a meterlos debajo de la mesa a conveniencia,
diciéndonos en voz baja que las cosas son como son, que no se pueden cambiar,
que todo estará bien y que algún día todo será diferente.
Cuando
el hombre decide vivir conforme a sus principios no puede menos que actuar,
porque de lo contrario se traicionaría a sí mismo. La acción trae consigo
consecuencias que el hombre asume –y debe asumir- con seriedad, y si ha actuado
con respeto y prudencia, esa misma acción traerá buenos resultados.
De uno
en uno, poco a poco, y los resultados, considerados en conjunto claro está,
conformarán los cimientos de la esperanza que, cuando es verdadera, se nutre a
sí misma, se agranda y se hace real, no cae del cielo, no se encuentra en los
libros de autoayuda, y aunque se venda rosada y verde con grandes títulos en
librerías, no se materializa sin nuestra participación.
Pero
para llegar hasta allí hay que estar dispuesto al sacrificio, a la lucha
constante, a la acción, al afán de la superación de los obstáculos, a querer
ser diferente sin importar lo que piense el montón, porque el montón siempre
será el montón, pero usted siempre será usted, y es usted, justamente, quien
decide ser fiel o infiel a sí mismo.
Para
vivir una vida llena de sentido hay que entender que la muerte forma parte de
ella, que nuestra hora llegará inexorable, y que mientras tanto la verdadera
esperanza y la felicidad se construyen por el tiempo que dure nuestra vida, no
caen del cielo, no son gratuitas y que dependen de nuestras acciones.
Usted
no me lo ha preguntado, y tal vez le importe un bledo, pero si de algo le
sirve, le comento: el día que emigré lo hice en busca de la libertad, porque
tengo la más profunda convicción de que lo que da sentido a nuestra vida es
aquello por lo que estamos dispuestos a perderla.
Pero
usted, pregúntese: ¿Cuál es el sentido de su vida?
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