Por Yedzenia Gainza, 02/10/2016
Allá por los años ochenta vivía en una casa como
cualquier otra rodeada de vecinos que venían de diferentes partes del mundo. Un
lateral de su patio daba con el de una familia colombiana, la esquina la
compartía con una familia italiana, la pared trasera con una familia gallega,
los de la esquina izquierda nunca estaban y los del lateral derecho cambiaban
cada dos años más o menos porque la casa estaba alquilada.
Lo mejor de crecer rodeada de gente tan diferente
era poder aprender sus costumbres, sus platos, conocer sus experiencias, saber
que el mundo no se acababa en ese horizonte de Morrocoy donde parecía que
bastaba un pequeño salto para llegar al cielo.
Las historias de las personas que habían nacido
en otros países eran siempre muy interesantes, llenas de pequeñas aventuras y
sobre todo de mucha nostalgia. Para una niña que no llegaba a los diez años era
difícil entender cómo alguien podía llevar sin ver a sus abuelos veinte más de
los que ella llevaba en el mundo. En su cabecita la idea de una vida sin
abuelos era sencillamente imposible. Tampoco sabía cómo podía la gente pasar
décadas sin ver a sus hermanos o a esos que a pesar de la distancia seguían
siendo sus mejores amigos. Ser inmigrante es duro, y aunque en estos tiempos
muchos piensen que quien deja su país lo hace en busca de una vida fácil donde
pueda aprovecharse de los demás, quien ha tenido que emprender un camino
dejando atrás todo lo que le importa sabe que no hay nada más lejos de la
realidad.
Cada tarde iba a la casa de su vecina gallega
para aprender a tejer un pañito que quería regalarle a su mamá. Tenía apenas
siete años e intentaba no equivocarse entre cadenas y puntos mientras la
anciana le leía en voz alta las cartas que recibía de España y le contaba desde
cuándo no veía a las personas que en ellas aparecían. Para cuando el regalo
estuvo listo ya ella sabía que Celanova, Ribadavia y el resto de Orense estaban
casi vacías porque la mayoría de la gente que un día embarcó hacia América no
había regresado. En esos tiempos el amor viajaba vestido de papel, coloreado
con tinta y tardaba semanas desde que se le ponía el sello hasta que llegaba a
su destinatario. Esa era la forma de mantener vivos los lazos hace décadas.
Pese a que muchos de esos amores naufragaban, otros se alimentaban de esperanza
y en ocasiones especiales de una voz que decía todo lo que podía en un
costosísimo minuto telefónico donde abundaban los “saludos a todos” y los “aquí
todos bien”.
Oír hablar de una isla llamada Sicilia donde los
tomates eran deliciosos y las playas un paraíso le sirvió para saber que otros
también tenían la suerte de haber nacido en un lugar querido por el sol.
Explorar el mapamundi y calcular distancias era un juego de niños que hacía
daño a los adultos.
Más tarde escuchaba con curiosidad y tristeza
cómo se las arregló el novio de una tía para escapar de Pinochet, el tiempo que
llevaba aquel hombre sin ver a sus hermanos y cómo le brillaban los ojos cuando
hablaba de una tierra que ya no extraña porque años después el olfato lo
llevó a ver lo que muchos tomaban como exageraciones. Aquel tío antes de tener
que revivir traumas, regresó por donde había llegado y ahora vive una tranquila
vejez en su Chile natal.
La ingenuidad propia de la infancia y la
prepotencia de la adolescencia le hicieron creer a esa niña que ella nunca
permitiría algo así, ella nunca dejaría pasar años sin ver a los seres que la
colmaban de alegría y ganas de vivir. Ella nunca tendría que abandonar su país.
Sin embargo, un día se dio cuenta de que llevaba casi tres años sin ver a sus
hermanos, doce desde que abrazó por última vez a un amigo que vive en Canadá,
que ya casi se le había olvidado cómo olía la casa de su abuela, que una de
mejores amigas se había ido a Estados Unidos y llevaban meses sin hablar largo
y tendido.
Las cosas habían cambiado mucho, ya ni siquiera
podía mandar postales porque casi nunca llegaban, las llamadas y los mensajes
son gratis pero pocos tienen tiempo para eso. Cuando se fue las cartas dieron
paso a los faxes, luego a los correos electrónicos diferentes para cada uno,
después con información general para todos (para no contar mil veces la misma
historia) y muchos apartados al final. Todos se conocían, lo importante era que
para cada uno había unas líneas. A medida que se han multiplicado los
medios el tiempo ha disminuido. Ahora se puede ver en tiempo real lo que ocurre
al otro lado de la pantalla, pero nada puede sustituir el calor de un abrazo,
la ternura de los besos de un niño, el gusto de compartir una cerveza o
de entenderlo todo con sólo una mirada.
El “eso no me va a pasar a mí” es una realidad
para millones de personas que se vieron obligadas a tomar una decisión que cada
día les recuerda que en el fondo siempre serán extraños. No importa lo bien que
hablen, lo integrados que estén, lo buenos que sean… Siempre serán extranjeros
porque vivirán con la esperanza de regresar a su tierra algún día aunque la
vida siga dando tantas vueltas que parezca alejarlos cada vez más de ese sueño.
Cuando era niña pensaba que eso de no verse con
la gente querida era falta de voluntad, pues para ver a sus amigos bastaba con
salir en bicicleta, tocar timbres y pedalear muy rápido en las calles donde los
perros se escapaban para correr detrás de un grupo de niños. Para ver a una
abuela bastaba pedirlo y para mandar una carta eran suficientes dos pedacitos
de papel (uno para escribir y el otro para hacer el sobre). Ahora
entiende a sus vecinos, a los abuelos de sus amigos, a todos los extranjeros
que nutrieron su infancia. Los años le han enseñado que no todo es tan simple,
que a veces la voluntad no es suficiente y, por supuesto, que la esperanza es
lo último que se pierde… Por eso sigue mandando postales.
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