Fernando Mires 03 de octubre de 2016
No voy
a defender a Pedro Sánchez. Es lo último que se me ocurriría. Si hay que buscar
al mejor exponente de la crisis política del PSOE y por ende, de la que vive
toda España, no podríamos encontrar un mejor emblema que su persona. Es por eso
que, en lugar de haber cumplido el sueño de todas las madres, el de que su hijo
sea presidente de la república, Sánchez ha pasado a ser el chivo expiatorio de
toda una nación.
La
noción de chivo expiatorio tiene dos connotaciones. Entre los antiguos
israelíes había dos chivos. Uno era sacrificado por el sumo sacerdote para que
con su sangre fueran lavados todos los pecados cometidos por el pueblo. El otro
chivo era enviado al desierto para que, en representación del pueblo, las
culpas fueran expiadas.
La
fina teología judía, al igual que la cristiana después, distinguía entre pecado
y culpa. Los pecados debían ser castigados y las culpas (o deudas) pagadas. En
un sentido no teológico, pero sí político, Pedro Sánchez llegó ser un chivo
expiatorio en los dos sentidos mencionados: sacrificado primero (destituido) y
enviado al desierto después (burocracia del partido). La diferencia con los
chivos de los israelíes es solo una. Pedro Sánchez es definitivamente culpable
de la crisis de su partido y no un simple objeto de sustitución como los pobres
chivos bíblicos. Sin embargo, aquí asoma la gran pregunta: ¿es verdaderamente
Pedro Sánchez el único culpable?
Desde
un punto de vista macro- histórico no puede serlo. El declive del PSOE comenzó
durante los tiempos de Rodríguez Zapatero y con ciertas interrupciones ha sido
mantenido en forma continúa hasta hoy. Declive que, casi está de más decirlo,
forma parte del inventario del descenso histórico de la socialdemocracia en
toda Europa. En términos precisos, durante Sánchez tuvo lugar la debacle
producida por el antiguo descenso.
En
consecuencias, Sánchez no puede ser sindicado como el único culpable. Solo
desde un punto de vista micro-histórico podría serlo. Aunque no sin ciertas
reservas. Por cierto, desde que asumió la presidencia de su partido, Sánchez no
ha dejado burrada sin cometer. Sus pachotadas al negar la mano a Rajoy, sus
insultos personales al presidente, sus eternos coqueteos con Pablo Iglesias,
sus promesas incumplidas a los dirigentes socialistas, todo eso estaba de más.
Actitudes, gestos y discursos que no calzan con el estándar básico de un
político moderno. Mucho menos con el de los políticos de la antigüedad quienes
sabían distinguir perfectamente entre medios y fines.
Nunca,
aparte de intentar ser presidente a todo precio, se supo acerca de cuales eran
los objetivos que perseguía Sánchez. Pese a que Rajoy –al estilo de la señora
Merkel con los socialistas alemanes - abrió posibilidades para que el PSOE, no
en una participación directa sino con un simple apoyo a su investidura, lograra
incrustar dentro del programa del PP algunas demandas sociales, la posición de
Sánchez fue siempre destructiva
Quizás
el único acierto que tuvo Sánchez fue haber acordado una interesante base
programática con Ciudadanos. Pero C’S, debido a su extrema seriedad –me
atrevería a decir, a su extrema decencia- no ha podido certificar con votos la
gran simpatía ganada por sus jóvenes líderes, Inés Armada y Albert Rivera. No
obstante, era de conocimiento público que Sánchez prefería codearse con Pablo
Iglesias sin lograr acuerdos programáticos (es sabido que Podemos, aparte de un
catálogo tipo IKEA confeccionado en dos semanas, carece de programa). ¿La
razón?
Hay
dos razones. La primera, Podemos posee más capital votante que C’s. La segunda
–quizás la más decisiva- es que en no pocas bases del PSOE existe una indudable
atracción hacia Podemos. En ese punto no están equivocados quienes afirman que
dentro del PSOE convive una fracción podemita. Precisamente por eso afirmamos:
no se puede señalar a Sánchez como el único culpable pues Sánchez no actuaba
solo sino poyado por segmentos de su partido. Eso quiere decir que, después de
haberse desembarazado de Sánchez, la tarea interna del PSOE deberá ser la de
resolver sus relaciones con la fracción interna de Podemos dentro del PSOE,
arriesgando incluso una escisión, una que después de todo tendrá que ocurrir
más temprano que tarde.
En
otras palabras, llegará el momento en que el debate al interior del PSOE deberá
ser político-ideológico. Si eso no acontece, los barones socialistas habrán
elegido el peor de los caminos: el de esconder la basura debajo de la alfombra
reduciendo artificialmente la enorme magnitud de la crisis política que
arrastra el partido, a un problema de simples relaciones personales.
Ahora
–y este es definitivamente el gran desafío- el enfrentamiento con el podemismo
dentro del PSOE lleva necesariamente a un enfrentamiento público con Podemos
fuera del PSOE. Eso pasa por dejar de considerar al partido de Iglesias y
Errejón como “compañero de ruta”, y eso, a su vez, por un desenmascaramiento de
Podemos, haciéndolo aparecer no ya como “el otro” partido del socialismo
español, sino como lo que objetivamente es: el partido del nacional-populismo,
el equivalente al Frente Nacional francés, oculto detrás de unos delgados velos
ideológicos que una vez fueron de izquierda.
¿Cuál
es el problema que impide identificar a Podemos como partido populista y no
como socialista-democrático? En parte, se trata de un remanente histórico. Pues
hubo un tiempo en que el árbol de la izquierda crecía ramificado en dos astas.
La socialdemócrata y la comunista nacida de la socialdemocracia.
De una
manera u otra, dentro del socialismo democrático pervivía la tesis de que
socialistas y comunistas, al provenir de un tronco común, pertenecían a la
misma familia. Por lo mismo, había entre ambas corrientes una suerte de
hermandad, cainesca si se quiere, pero hermandad.
Para
seguir con la misma imagen, el asta comunista se vino abajo, derribado por las
multitudes anti-comunistas de Europa Oriental. Los partidos comunistas
italianos, francés y español, dejaron prácticamente de existir para convertirse
en sectas minúsculas sin peso político, como es el caso de Izquierda Unida en
España. Eso significa –para terminar de dibujar la imagen- que Podemos no es un
asta del mismo árbol. Es otro árbol. Otro, nacido en otro tiempo y en otro
lugar.
Podemos
–a diferencia de lo que fueron los socialistas y los comunistas en el pasado
reciente- no es, ni con mucho, un partido obrero. Tampoco tiene raíces
ideológicas socialistas hundidas en el pasado. Proviene de multitudes socialmente
desorganizadas pertenecientes al periodo del modo de producción digital,
vanguardizadas por elites universitarias con cierta capacidad caudillesca. No
existe un eje social que lo articule y por lo mismo carece de un programa
definido. Así se explica por qué sus líderes –más allá de diferencias
ocasionales de acentos entre Errejón e Iglesias – gozan de plena autonomía.
Pablo
Iglesias, habilísimo sin dudas, no vacila en asumir poses anarquistas, lanzar
consignas en contra de todo el sistema, insultar a los socialistas
enrostrándoles “la cal viva”, y al otro día decirse socialdemócrata porque Marx
también lo fue. De pronto se muestra conciliador con Pedro Sánchez, le promete
un futuro gobierno de izquierda en contra del PP, y al mismo tiempo recurre sin
ningún tapujo a los partidos nacional-separatistas usando un atavismo retórico
que los fascistas envidiarían.
Todo
hace deducir, al fin, que la alternativa de sobrevivencia para el PSOE no
reside en su alianza sino en un enfrentamiento con Podemos.
Podemos
–eso lo sabe Pablo Iglesias mejor que cualquier socialista- solo puede crecer
sobre las ruinas del PSOE y para eso necesita destruir al PSOE. En ese sentido
Podemos es el enemigo existencial del PSOE. Pero eso el PSOE no lo sabe. En ese
“no-saber”, y no en otra parte, reside la tragedia del PSOE.
El
diario El Mundo de España tituló una columna de opinión: Pedro Sánchez, mártir
en el PSOE y “héroe” en Podemos. Pocas veces he leído un título tan acertado.
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