Por Luis Pedro España
Quizás la peor tragedia de
nuestro continente ha sido cuando los soldados se meten a políticos. Dicho de
otra manera, cuando los militares se alejaron de la política, fue cuando
Latinoamérica concretó sus mejores épocas. El continente cambio favorablemente
cuando la institución armada dejó de ser actor político para consolidarse como
institución del Estado. Cuando pasó de gobernante e injerencista, ha
subordinado y obediente del poder civil.
Los ejemplos son tan
abundantes que citarlos no es sino desperdiciar el espacio de un breve
artículo. Conformémonos con indicar que la desmilitarización de la región en
los años ochenta y la consolidación definitiva de su carácter democrático y
civil, fue el inicio de un proceso continuo de desarrollo y bienestar, el cual,
si bien no ha sido con la velocidad que todos quisiéramos, es innegable el
avance y respeto por los derechos y la vida humana, en comparación con todas
las etapas militaristas que vivió América Latina en su pasado.
Venezuela, a diferencia de
nuestros países hermanos, ha recorrido una senda muy diferente. El sistema
instaurado desde 1999 abrió las puertas para la politización militar. Sea
porque la propugnación del modelo provenía de los cuarteles, fuera porque el
personalismo del sistema no podía desprenderse del uniforme militar, o
simplemente porque el poder civil (representado en partidos e instituciones
desprestigiadas) terminó entregándose a la aventura del ahistórico proceso que
vivimos; en el presente tenemos un discurso legitimador de la injerencia
militar en política que ha funcionado como jurisprudencia extra-constitucional
que habilita a los jefes militares a comportarse, tal y como los hemos visto en
los últimos días.
En la medida en que este
gobierno deslegitimado y sumido en la impopularidad, pero aferrado al poder con
las garras y los dientes, de quien sabe que oscuros interés, se agrava
aceleradamente, esa habilitación del soldado en la política, se hace más
cruenta y recurrente, encaminándonos a lo que podría ser de facto, y para
desgracia de todos, el primer intento, la nueva aproximación o re-inauguración
de un gobierno militar del siglo XXI.
El proceso constitucional
previsto para librarnos de ese mal, la consulta al pueblo, fue pateada por los
intereses y los personeros que hoy, con la desfachatez que viste su hipocresía,
llaman a un dialogo que tiene más intermediaros que objetivos, más
gesticulaciones que concreciones y, no se me ocurre otra cosa, más intensiones
de salvar al gobierno que de salvar al pueblo de sus padecimientos.
El gobierno, en su eterna
dobles, en esa postura malandra que coloca la mentira y el engaño como mampara
para ocultar las intenciones trasgresoras, muestra la carta del diálogo con la
misma intensidad que las declaraciones amenazantes y las sentencias penales en
contra de los líderes de la oposición. Así, sin gestos de confianza, resulta
muy difícil que lo deseable, que lo que todos aspiramos sea realidad: salir del
atolladero de la ingobernabilidad presente sin la necesidad de que medien los
militares.
Así las cosas llegamos al
borde del renacer militarista porque el gobierno pateo la mesa. Se inventó una
excusa para impedir la consulta popular. Ese hecho, aunque para muchos es un
dato del tablero que había que calarse, no puede desconocerse o, peor aún, no
puede ser sustituido por una opción de negociación a ciegas, donde nadie
garantiza (ni siquiera el Vaticano) para qué y sobre qué, será el diálogo.
Por lo pronto estas líneas
se escriben en los albores de lo que será una muestra más de fortaleza y
popularidad por una salida que ponga por delante la voluntad del pueblo. Ayer
fue la protesta a favor de aquello que tanto nos sirvió en los años sesenta
para estabilizar al mejor régimen político que a la fecha hemos tenido. Hoy ese
eslogan de los sesenta de “votos si, balas no”; habrá que transformarlo por
“civilidad si, militarismo no”, sólo así, se salvara la patria.
27-10-16
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