Carmen Beatriz Fernández 02 de diciembre de 2016
Hace
año y medio acababa de anunciarse el restablecimiento de las relaciones entre
Cuba y los Estados Unidos y los reflectores del mundo se enfocaban en Ciudad de
Panamá, en un encuentro histórico entre Obama y Raúl Castro que sería el
verdadero capítulo final de la Guerra Fría. Un capítulo que es casi un
melancólico “cover” al trasmitirse 25 años después de su final. En ese
encuentro que sólo tenía dos protagonistas principales, un actor secundario se
retorcía por salir en la foto. Con malabarismos logró un intercambio con Obama
interceptándolo en un pasillo y en su discurso en la plenaria le invitó a
“reconocer la revolución bolivariana”, así como se reconocía la cubana.
Ese
actor de reparto era el presidente Maduro, y su petición era absurda. Por más
que Cuba haya asesorado y hasta dirigido al gobierno venezolano, ambos procesos
son completamente distintos. La revolución cubana nace de la Sierra Maestra, es
una revolución armada que derroca a un dictador. La “revolución” venezolana
nace de las urnas y en el marco de una constitución nacional. El origen de
ambos regímenes es diametralmente opuesto y tienen por ello distinta
legitimidad. El contrato que se firmó con la sociedad cubana es completamente
distinto al que se firma con la sociedad venezolana. El origen de un gobierno
le marca y establece la elasticidad de su juego con una sociedad, y la
paciencia que ésta le dispensa.Coincide la muerte de Fidel con el inicio del período
presidencial del enigmático Mr. Trump, de cuya doctrina en materia
internacional no podemos aún estar seguros. Un tuit provocador: “Fidel Castro
is dead!” muy alejado del lenguaje diplomático y de las edulcoradas palabras de
condolencia del resto de mandatarios del continente americano, adelantaba lo
que iba a ser el contenido del inmisericorde comunicado formal, horas después:
“Hoy
el mundo marca el fallecimiento de un dictador brutal que oprimió a su propio
pueblo durante casi seis décadas. El legado de Fidel Castro caracteriza por los
pelotones de fusilamiento, el robo, el sufrimiento inimaginable, la pobreza y
la negación de los derechos humanos fundamentales. Cuba sigue siendo una isla
totalitaria, espero que el día de hoy sea un paso para alejarse de los horrores
que se han soportado durante demasiado tiempo y avancen hacia un futuro en el
que el maravilloso pueblo cubano viva por fin con la libertad que tanto se
merece”
El
lenguaje es duro, pero la segunda parte del mensaje hace un matiz. Creo que con
Trump hay que hacerle más caso a sus manos que a sus labios. Como suele
argumentar mi amigo Marcelino Miyares, veterano dirigente político cubano, más
allá de la dura retórica es muy probable que el fin del embargo siga su avance
tal como estaba planteado y esté muy próxima una nueva época de apertura
comercial, desarrollo económico y comunicaciones fluidas para la isla. “Los
hombres de negocios suelen ser más pragmáticos que los políticos”. Es posible
que Trump tome algunas medidas efectistas que satisfagan las aspiraciones del
lobby cubano-americano más radical (hoy ya minoría entre el electorado de ese
segmento), pero lo fundamental en términos de comercio bilateral debería seguir
su curso. Ahora, sin Fidel, aún con más razones, puesto a que pese que el
anciano mandatario se había alejado formalmente de la primera magistratura hace
ya una década, su figura omnipresente permanecía en cada recodo institucional y
de toma de decisiones. Aspiraban los Castro a una apertura comercial y
preservar al mismo tiempo un férreo control político, pero sabido es que la
desaparición física de un caudillo todopoderoso genera dinámicas no tan
fácilmente predecibles.
La
muerte de Fidel Castro marca la entrada de Cuba al siglo XXI. Incluso el
solemne anuncio del fallecimiento hecho por su hermano Raúl, fue una añeja
puesta en escena de los 70′. En un sobrio escritorio encuadrado en paredes
enchapadas en madera, con los retratos de José Martí y otros próceres en tenues
colores avejentados, el joven de los viejos Castro hacía una despedida del
ciclo concluido, en formato de siglo pasado. En formato de Guerra Fría.
El
ciclo de vida de Fidel marcará el fin del largo ciclo de la dictadura cubana de
casi 60 años. Se dice pronto. En la historia han sido muchos los audaces que han
augurado la existencia de ciclos largos en la propia historia, pero casi nadie
ha vivido el largo ciclo de poder de Castro. Hitler proponía su Tercer Reich
que duraría mil años, pero sólo duró doce. Chávez soñaba con ponerle límite
temporal a su mandato en el lejano 2021 y muchos de su más fervorosos
partidarios extendían hasta el “dos mil siempre”, pero la muerte se interpuso.
Franco impuso su férreo control sobre España durante 35 años, creyendo dejarlo
todo “atado y bien atado”, pero algo estaba suelto. Otros 35 años duró la feroz
dictadura de Strossner en Paraguay. Estuvo Pinochet al frente del gobierno
durante 9 años, aunque fue Comandante en jefe durante 26. Es Fidel el más
exitoso dictador de la historia contemporánea, al menos de este lado del mundo.
La receta exacta para estar seis décadas aferrado al poder se la lleva consigo,
esperemos.
En lo
inmediato podemos augurar grandes manifestaciones luctuosas en la Isla. Aunque
habrá mucho llanto, real y forzado, no debemos olvidar que ya para el año pasado
un 50% de los cubanos de la isla tenían opinión negativa de Fidel Castro y sólo
un 44% era favorable al anciano dictador, aún midiéndolo en Cuba, con todas las
dificultades y naturales inhibiciones que tienen los encuestados para dar a
conocer su verdadera opinión. Tanto Obama como el Papa Francisco doblan entre
cubanos la popularidad del fallecido líder (Bendixen & Amand 2015). Aunque
mermado en su soporte popular son cifras que envidiaría hoy un Nicolás Maduro,
quien tiene un 80% de rechazo en la sociedad venezolana (Datanálisis 2016). Son
todos estos números datos importantes para aventurarse a dibujar lo que va a
pasar.
Y en
ese dibujo de lo que está por venir debe tenerse en cuenta que Cuba no es sólo
una isla. En términos reales es una isla con una península añadida: la de la
Florida y el exilio, y una zona en reclamación: el territorio venezolano. La
desaparición física de Fidel generará una sensación de orfandad en Maduro y una
inevitable pérdida de influencia sobre Venezuela. Por otro lado, en relación al
exilio, un 20% de los cubanos vive hoy fuera de Cuba. Ese 20% cuenta con mayor
influencia económica y política que el 80% de dentro. No es ésa la única
diferencia entre uno y otro bloques. Escenas de televisión tras el anuncio del
deceso oficial muestran a La Habana en triste calma contrastando con el
jolgorio de la Calle 8 en Miami, sugiriendo así algunas de las dificultades de
la integración. No será fácil, pero la reunificación cubana es imprescindible
para entrar con éxito en ese siglo XXI que hoy empieza para Cuba.
Quizás
más preocupante que el propio destino de la Isla sean estas exequias vistas
como termómetro de la salud democrática global. Ante tantas y tan sorprendentes
muestras de admiración por parte de líderes del mundo, de todas las tendencias,
queda la preocupante sensación de que ser dictador da réditos. Fidel ha sido,
en sí mismo, el mejor producto del marketing que decía repudiar. Castro, el
branding de la Revolución, una marca que tras 60 años sigue de moda. La
democracia está en declive en el mundo en buena medida porque la tolerancia
hacia las autocracias es cada vez mayor. Parece privar una doctrina accidental
de no-intervención más equidistancia-moral ante los conflictos políticos. Con
el agravante de que las dictaduras del mundo están mostrando ser mucho más
cohesionadas y solidarias entre sí que las democracias… El inestable equilibrio
del caso venezolano desafía hoy lo que creemos saber sobre las variables que
hacen sostenible un régimen de gobierno. No es exagerado decir que en Venezuela
se están jugando los valores democráticos occidentales. Un desenlace que no
retome el hilo constitucional perdido en Venezuela apuntaría a un sistema
global en que los incentivos hacia las autocracias sean cada vez mayores.
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