IBSEN MARTÍNEZ 25 de diciembre de 2016
Nicolás
Maduro ha tenido un gran año.
Su
logro más señalado ha sido disipar la amenaza creíble de ser desalojado del
poder merced un referéndum revocatorio que, de haberse llevado a cabo el año
que termina, lo habría obligado a dejar el Palacio de Miraflores para ver,
quizá desde el exilio, cómo el enorme repudio que Maduro despierta en la
población venezolana, elevaba a la presidencia, con una avalancha de votos, a
un hipotético candidato de oposición.
Increíblemente,
el que pudo haber sido un fin de año decisivo para la oposición democrática no
lo fue.
Observadores
ecuánimes coinciden en que la gestión de la MUD lució, últimamente, como otra
oportunidad perdida para la acumulación de fuerzas que habría problematizado la
impertérrita actitud dictatorial del régimen.
Tal
consenso se densifica ante el peor error cometido por la dirección (¿colegiada
o escindida?) de la MUD: suspender en seco una pacífica, vigorosa ofensiva
ciudadana para acudir a un fementido “diálogo” con los cortagargantas de Maduro
y sus “facilitadores” internacionales sin antes obtener elementales condiciones
que elevasen el costo político de la gesticulación “democrática”, tan propia de
las dictaduras posmodernas que inauguró Chávez en nuestra América.
Liberar
a Leopoldo López y a un centenar de rehenes, suspender las fullerías dilatorias
del colegio electoral y fijar una fecha para el revocatorio. Nada más se pedía.
Solo así tendría sentido dialogar sobre la insostenibilidad del modelo
económico que Maduro y los suyos campanudamente llaman “legado de Chávez” y
sobre la criminal crisis humanitaria que padecen los venezolanos.
Esto
ocurría al tiempo que todo indicaba que dos estrategias opositoras, hasta
entonces antagónicas, habían logrado al fin confluir en forma coordinada y
comenzaban a rendir frutos para, literalmente, acorralar al gobierno. Me
refiero a la “presión de la calle”, propugnada, por un lado, por María Corina
Machado y el líder cautivo, Leopoldo López. Por el otro, los factores más
cautos de la MUD, con Henrique Capriles como cabeza más visible, impulsaban una
tenaz estrategia constitucionalista y electoral.
La
población premió, a comienzos de septiembre, la aparente consolidación de ese
cauce único con una sobrecogedora manifestación pública, pacífica, nunca antes
vista desde 2002. Entonces vino la anticlimática “frenada de burro” de lo que
hasta entonces había parecido arrancada de purasangres.
Los
delegados de la MUD —uno de ellos sospechoso desde hace tiempo de ser agente
del Gobierno— emergieron de la primera reunión suscribiendo una declaración
obviamente redactada por sus adversarios en la que paladinamente daban por
cierto el embuste de una “guerra económica” con que Maduro ha justificado todos
sus desafueros. Celebraron también la liberación discrecional de un puñado de
rehenes, cautivos sin proceso, como un síntoma alentador. Y todo esto, según la
MUD, por no desairar al Vaticano, invitado de última hora aunque, la verdad sea
dicha, el Vaticano siempre llega tarde a la hora de mediar, como ocurrió, por
ejemplo, con el Holocausto judío.
¿Alguna
hipótesis que explique los últimos dislates de la MUD? Tengo una, muy malpensante,
pero es la única que alcanzo a hacerme: la de que, mirando la zona de desastre
en que 18 años de chavismo han convertido a Venezuela, ningún político de la
MUD con dos dedos de frente quiere arrostrar la tarea de gobernar de inmediato
lo ingobernable.
Por
eso, quizá, prefieran “esperar y ver” si aparece en 2017 un imaginario militar
narcochavista, reemplazante de Maduro desde la vicepresidencia, que acuda al
Fondo Monetario Internacional. Un milico “dialogable” que convoque elecciones
generales tan pronto mejoren los precios del petróleo.
Soñar
es barato, y mientras se despejan dudas, tengan todas unas felices fiestas
navideñas.
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